T.S.Eliot, Premio Nobel de Literatura en 1948. foto.fuente:abc.esAndreu Jaume reúne en La aventura sin fin los ensayos menos divulgados del escritor
En 1961, cuatro años antes de su muerte y casi cuatro décadas después de rubricar «La tierra baldía» —poemario más significativo del siglo XX—, T. S. Eliot hacía balance de su obra crítica. Para él, existían cuatro modalidades de crítico: el reseñista profesional que encubre a un fallido escritor (Sainte-Beuve); el crítico de gusto, ese erudito capaz de rescatar autores injustamente olvidados; el académico o teórico y, finalmente, el crítico que es poeta. Identificado con el cuarto apartado, Eliot releyó sus críticas desde 1919 hasta el momento en que redactaba este ensayo que tituló «Criticar al crítico». Observó en sus primeros trabajos un mayor grado de provocación que se concentraba en «El bosque sagrado» (1920), embrión con «Prufock y otras consideraciones» (1917) de lo que será «La tierra baldía».
En «La aventura sin fin», Andreu Jaume enlaza la evolución crítica de Eliot entre 1919 y 1961 a partir de tres piezas capitales: «Ensayos selectos» (1932), «Sobre poesía y poetas» (1957) y «Criticar al crítico» (1965). ¿Y cuál era el canon de Mr. Eliot? Estaba un poco harto del uso y abuso de Shakespeare. En su juventud y egolatría (año 1919) llegó a tachar «Hamlet» de «fracaso artístico»; en 1927 lamentaba las reinterpretaciones de sus contemporáneos: «Tenemos al fatigado Shakespeare de señor Lytton Strachey, un jubilado anglo-indio; tenemos al Shakespeare mesiánico del señor Middleton Curry, introductor de una nueva filosofía y de un nuevo método de yoga, y al feroz Shakespeare presentado por el señor Wyndham Lewis… un furibundo Sansón» (si viera las relecturas que perpetran algunos llamados «creadores» del siglo XXI, Mr. Eliot volvería a rebotarse ante esos rebrotes shakesperianos).
Para Andreu Jaume, las críticas reunidas en «La aventura sin fin» demuestran el papel fundamental de la métrica en el análisis de la poesía. Eliot señala el agotamiento del verso blanco después de Shakespeare y Milton y ataca los excesos del romanticismo. Le interesa más el movimiento simbolista, con Baudelaire a la cabeza y sus «secundarios» Laforgue y Corbière: el simbolismo, apunta el compilador, «fue para Eliot el necesario revulsivo contra la calma complaciente de la literatura victoriana». Del romanticismo salva a Blake y condena a Byron. Sus intentos poéticos, advierte, «resultaron ser falsos: nada más que sonoras reafirmaciones del lugar común sin mayor profundidad de sentido». Puestos a definir qué es un clásico, sostiene Eliot que esa condición solo puede darse «cuando una lengua y una literatura han alcanzado su madurez: el clásico solo puede ser obra de una mentalidad madura». Por eso le fastidia tanto la exaltación del «yo» romántico y opta por la comunidad tradicional y la invisibilidad personal.
Y en la cúspide de los clásicos, Dante: la «Commedia» le resulta asombrosamente fácil de leer porque «la poesía genuina es capaz de comunicar aun antes de ser entendida». En esas teorías del crítico más ambicioso y estimulante del siglo XX abrevaron Cernuda, Gil de Biedma, Valente o Paz. Prescindir de la poesía —concluye Andreu Jaume— es «como si de pronto fuéramos sordos a nuestra propia voz… Volver a Eliot, más de cuarenta años después de su muerte, supone experimentar de nuevo el escalofrío del tiempo a través de la experiencia poética».
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