Müller odia estar en público. Pero participa en eventos para dar un mensaje antitotalitario. foto.fuente:Revista ÑEn una entrevista exclusiva, la autora habla de su vida en el estalinismo, que la marcó
Es una mujer pequeña, muy blanca, de pelo negro, ojos azules, ropa negra. Y el pulso que le tiembla un poco. Herta Müller dice que preferiría que nadie la conociera, que el Nobel le sirvió, claro, para no tener problemas económicos de ninguna índole, pero que no soporta estar en público. Sin embargo siente que tiene algo para decir, entonces viene – acá está, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara – y lo dice. "La censura no sólo se da en el arte. Durante la dictadura comunista de Ceausescu, la comida estaba censurada: no teníamos acceso ni a la canasta básica. Lo mismo pasaba con las medicinas, hasta con la aspirina y el algodón. Estaban censurados".
Dice, también, que los poemas a veces son "la única plegaria posible para la gente que no cree en Dios", que ella se los recitaba a sí misma durante los interrogatorios a los que los sometió la policía secreta de Rumania. No le gusta, pero va y viene y habla en público y se la interpela como a una especie de cruzada antitotalitaria y ella contesta así.
Nació en Rumania en 1953, en una minoría germano parlante, y ahí vivió hasta 1987, cuando logró emigrar a Alemania occidental, luego de padecer interrogatorios de la policía secreta y, sí, censura. Su padre había sido oficial del ejército nazi. Su madre estuvo deportada cinco años en un campo de trabajo, como buena parte de la población germanoparlante. Aunque el país había sido aliado de los nazis, los rusos decidieron "reeducar" solo a la minoría que hablaba alemán. Incluyendo a algún que otro judío, cuenta Müller, y habla en serio. Hambre, nieve, cemento, carbón, hambre, piojos, frío, muerte y hambre: eso padeció la madre de Müller junto a sus compañeros en ese campo. Y de eso, de esos campos de trabajo, se trata de Todo lo que tengo lo llevo conmigo, la última novela de la Nobel, que llegó a Guadalajara encabezando la delegación de Alemania, invitada de honor de esta edición de la Feria.
Habla cansada, tiene los ojos rojos, el pulso no muy seguro. Y uno le cree todo lo que dice. Parece una mujer atravesada por el dolor. De verdad.
-Cuesta imaginar cuánto silencio hubo en su infancia, teniendo en cuenta el pasado de sus padres.
-Yo tenía dos padres destrozados. Mi padre era alcohólico y mi madre estaba rota por su experiencia en el campo de trabajo. Yo estuve muy sola, no tengo hermanos y además trabajaba muchísimo. En la generación de mis padres, todos habían estado en la SS o en el ejército nazi. Y casi todos los que no habían estado en la guerra habían estado en el campo de trabajo como mi madre y todo eso parecía algo normal. Yo no entendí de qué se trataba el nacional socialismo hasta que tuve 15 años y fui a estudiar a la ciudad. En ese momento también empezaron las luchas, los conflictos con mi padre.
-¿Para usted la literatura fue una forma de liberarse de ese silencio?
-Yo aprendí que escribir tiene mucho más que ver con callarse que con hablar. Sin embargo, fue una liberación cuando empecé a escribir porque por primera vez hubo palabras para expresar lo que sentía. Yo vivía en el campo y realmente los campesinos no suelen hablar mucho, son muy callados y, además, no usan términos abstractos, hablan sólo de cosas concretas y nunca de sí mismos. De hecho, se considera que uno no debe de hablar de sí, es algo que no se hace y en la literatura fue realmente la primera vez que pude hablar de mí. Pero insisto, no sé si fue una liberación porque los contenidos eran muy difíciles, yo vivía dentro de una dictadura cuando empecé a leer. Y no leía para liberarme sino más bien para ver cómo vivir, en muchos momentos he pensado que realmente no sabía vivir. De niña, por ejemplo, muchas veces me tocaba cuidar de las vacas en el valle y era un valle verde, pero yo estaba sola con las vacas. Estaba ahí solita, desesperada, y muchas veces sentí envidia de las plantas: las plantas sí sabían vivir y yo no.
-Usted cuenta, como experiencia traumática, su trabajo en una fábrica de la dictadura. ¿Le sirvió para imaginar el campo de trabajo?
-La fábrica era puro escombros, vieja, descuidada y yo veía que en las salas de producción los obreros tenían que hacer un trabajo durísimo. Yo no estaba en una situación tan tremenda. Muchos se tenían que levantar a las 3 de la mañana, trabajaban hasta las 5 de la tarde, volvían a sus casas, comían algo, dormían y al día siguiente lo mismo. Y las condiciones de trabajo eran pésimas, hacía muchísimo frío, las ventanas estaban rotas y la gente tenía que beber desde muy temprano para no congelarse. Además, cuando uno llegaba lo primero que escuchaba eran canciones socialistas en plan de "qué suerte que tenemos de poder trabajar". Los lemas socialistas, el progreso del que se hablaba en los eslóganes, eran una locura, contrastaban con todo lo que estábamos viviendo. Luego llegó el momento en que el servicio secreto me pidió que cooperara con ellos, me negué y ahí empezaron los grandes problemas para mí. Me interrogaban a cada rato. Me despidieron de la fábrica, me persiguieron. Pero no sé si todo esto fue tan determinante para que yo imaginara la vida en el campo.
-¿Lo que más la influyó fue su relación con el poeta Oskar Pastior, que estuvo deportado allí?
-Sí. Todo lo que él me contó. Además, fuimos a Ucrania, donde había estado el campo de trabajo. Vimos lo que quedaba de la torre de refrigeración, de los tubos, de la zonas que se habían usado como burdel…
-En este libro lo que predomina es la materia: el carbón, la arena, el cemento, el cuerpo atormentado, ¿cómo pensó esa poética?
-Oskar Pastior me contó todos los detalles. Por ejemplo, la arena, sus características, su color, o el carbón, cuál era la clase que él prefería porque era más fácil de trabajar, todo eso ya es poético en sí. Yo creo que la poesía está en los detalles, en la exactitud para contar las cosas. Esas descripciones fueron mi única posibilidad de descubrir cómo uno llega a sus límites, cómo uno trabaja mucho más, rinde mucho más de lo que puede si lo obligan y cómo el hambre, el hambre desesperante lo controla todo, cómo se llega al delirio sobre la comida y cómo uno se ve atormentado por fantasías por el mismo hambre horrible que sufre. Todo esto me lo contó Pastior y sobre esa base pude inventar lo demás. También tenía el ejemplo de mi madre, que durante toda su vida tuvo una relación tremenda con la comida por su experiencia en el campo de trabajo. Ella no hablaba porque no podía, aunque finalmente el silencio también cuenta algo. Mi madre tenía la costumbre de peinarme y a la vez siempre me contaba cómo era eso de raparse y yo me quería cortar las trenzas para que ya no me estuviera hablando de eso. Pero no me dejó. Tal vez le gustaba peinarme.
-Usted habla mucho del uso del lenguaje que hacen las dictaduras. ¿Cree que la literatura sirve para luchar contra eso?
-No sé. Me parece eso sólo puede lograrlo la gente. La literatura que se puede tomar en serio no trabaja con lenguaje ideológico. El así llamado realismo socialista no era realismo, era una gran mentira socialista. Esos libros tenían que reflejar lo que la dictadura quería. Sólo las sociedades pueden limpiar ese veneno de la lengua. En mi caso, cuando escribo no pienso en el lenguaje, mi meta no es escribir literatura, quiero contar lo que está pasando en este mundo horrible. Para eso necesito un lenguaje, claro, y lo uso y lo invento.
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