DIFERENCIAS. Los novelistas se aferran al pasado y los melómanos llenan auditorios. ilustracion.fuente:Revista ÑAmbas pretendieron contar el mundo y vivieron su apogeo en el siglo XIX. Hoy, en cambio, los melómanos siguen llenando auditorios, pero los novelistas reniegan de lo experimental y se refugian "en la armonía aparente del pasado", afirma el autor
Llegué tardíamente a la apreciación seria de la música seria –fuera del jazz que, en las manos de intérpretes como John Coltrane o Thelonius Monk, se eleva al nivel de la ingeniosa maestría y la expresividad autocontenida de lo mejor que tiene para ofrecer la música clásica para grupos de cámara. No obstante, llega un punto en la vida de cada uno en que es hora de guardar cosas infantiles como las guitarras eléctricas y las armónicas. Quizá porque ya pasé los 40 empecé a escuchar música sinfónica y me he acercado a esta forma musical libre de toda idea heredada sobre ella –un modo elegante de reconocer mi completa ignorancia–. Por un lado, está esto pero también la intuición de que mi práctica de novelista tenía mucho más en común con el modo en que los compositores conciben lo sinfónico que con la visión de la crítica de cómo escriben los escritores.
La búsqueda de motivos o temas, la creación de un mundo alternativo de palabras, la lucha por lograr la autenticidad de la voz narrativa, el contrapunto de las distintas miradas de los protagonistas son objetivos artísticos clave que comparten el novelista y el músico sinfónico y no en la misma medida otros artistas de la música o la literatura. Iría más lejos, en realidad: el sinfonista y el novelista tienen más en común entre sí que con otros que trabajan en sus respectivos campos artísticos. El porqué de que esto no sea reconocido, a mi modo de ver, es resultado de la falacia esencialista que espera que las palabras sobre la música hagan lo mismo que la música sola, y la música sobre las palabras lo mismo que las palabras solas.
Conforme a cualquier norma literaria, el Till Eeulenspiegel de Strauss o su Don Juan no dan demasiado en la tecla narrativa y de caracterización, ni tampoco logran estos poemas sinfónicos representar con precisión los mundos que aspiran a describir de la misma forma en que lo haría hasta una mala novela. Por su parte, y para ser justo, la hibridación que llevó a cabo Anthony Burgess en su Sinfonía napoleónica es musicalmente poco satisfactoria, mientras que como literatura es casi ilegible. En general, los novelistas, en lugar de recrear –como heroicamente intentó hacerlo Burgess– la estructura de la forma sinfónica clásica, habitualmente se limitan a describir el efecto de la música en la psiquis individual o colectiva. Esto, se me ocurre, es también un callejón sin salida: por cada lector a quien la escena del concierto en Albert Hall de Regreso a Howards End de E.M. Forster le parece un retrato incisivo de mentes transportadas por la música, hay otro que siente que no se acerca a la verdad. Aunque la invención proustiana de la sonata de Vinteuil, "la pequeña frase" que tanto cautiva a Swan en En busca del tiempo perdido, puede ser eficaz como tropo literario, su persistente recurrencia sólo despertó en este lector un petulante deseo de oír cómo sonaba la maldita cosa.
Que ambas formas hayan alcanzado su apogeo en el siglo XIX me parece resultado del hecho de que comparten el mismo propósito artístico: poner en escena el mundo-en-palabras (o el mundo-en-notas) más completo posible y, al mismo tiempo, poner en acto la personalidad creativa misma. En las cumbres gemelas de la novela y la sinfonía del siglo XIX, hay una confianza suprema en lo que pueden hacer estas formas, una conciencia de su capacidad totalizadora. En las sinfonías de Beethoven y Brahms, o las novelas de Tolstoi y George Eliot, hay poca inseguridad sobre el potencial de la forma –ninguna neurosis, ninguna ironía insinuante –. Dios se siente relativamente seguro en su mundo, y el novelista o compositor se siente seguro en su capacidad de interactuar con él al servicio de producir efectos estéticos. Naturalmente, hay problemas a la vista pero por ahora la concepción del progreso de la Ilustración va de la mano del avance de ambas formas artísticas.
Para mediados del siglo XX, la sinfonía en general ha sido abandonada ampliamente por los compositores serios, que prefieren formas que no demandan una búsqueda de unidad orgánica donde ya no creen que exista alguna.¡Ojalá se pudiera decir lo mismo de la novela! Sin duda, la literatura occidental tiene su propio y sostenido momento modernista pero, mientras que Virginia Wolf, James Joyce y otros quizá hayan reaccionado con fidelidad ante la muerte de los viejos dioses elaborando una ficción en prosa que se ocupaba del fenómeno de la conciencia individual en un mundo caótico, esta no prendió. Sea como fuere, en mi opinión Ulises se ubica en el punto preciso donde la novela y las formas sinfónicas más se acercan. Impregnado como estaba de música, Joyce saturó su magnum opus de todos los efectos de un gran sinfonista –su prosa, como la música, transcurre en un presente continuo; el escritor despliega el color como un efecto modal con coherencia sin par; el ritmo de la puntuación es esencial para el significado de las oraciones en lugar de ser un aditamento molesto; y quizá lo más significativo de todo sea que toda su obra está concebida como un grandioso ejercicio de contrapunto, mientras las mentes de Leopold Bloom y Stephen Dedalus se llaman y se responden una a la otra. Sin embargo, aunque los melómanos todavía colman los auditorios, casi nadie recorre el Ulises hoy día. Los novelistas han satisfecho el ansia de los lectores por las viejas y cómodas certezas dándole la espalda a la verdad experimental y refugiándose en la armonía aparente del pasado.
Una de las novelas de mayor venta del año pasado, Libertad de Jonathan Franzen, concientemente toma como modelo a Ana Karenina de Tolstoi y avanza con paso vacilante y realista como si el modernismo nunca hubiese existido. Es como si un compositor actual reescribiera la partitura de la Heroica haciendo las melodías más empalagosas y las armonías más sensibleras y luego la estrenara la última noche de los bailes de graduación ante los aplausos extasiados de los conocedores de la música. Para completar mi figura retórica: durante aproximadamente un siglo la sinfonía y la novela se hicieron el amor de manera muy bella. Pero ahora su partenaire artística ha muerto; la novela, en lugar de avanzar, yace allí en la oscuridad evocando placeres pasados mientras juguetea consigo misma en una orgía masturbatoria de populismo.
(c) The Guardian, 2011. Traducción de Elisa Carnelli.
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