Vargas Llosa, Umberto Eco y Orhan Pamuk reflexionan sobre el arte de ser novelista
Orhan Pamuk. Elisenda Pons
Umberto Eco. José Luis Roca
Mario Vargas Llosa. Elisenda Pons. fuente:elperiodico.com
EL DOCENTE
El más didáctico -y ameno- de los tres es el nobel peruano Vargas Llosa, que en Cartas a un joven novelista dirige sus consejos a un aprendiz de escritor, al que empieza por advertir que no confíe en que las ventas y el reconocimiento público se derivarán del mérito: el éxito es arbitrario y a veces rehúye al que lo merece (y persigue a quien no). Hará bien el novelista bisoño en buscar su estilo, discriminando lo sobrio de lo copioso, en atender las consideraciones sobre la estructura del relato, sobre los tiempos y espacios novelescos, sobre las leyes del realismo y la ambigüedad benéfica de los hechos.
También le conviene tomar nota de las «mudas» o cambios de lugar, tiempo y voz con las que se vitaliza la perspectiva del lector, pero sin olvidar que a menudo el silencio sobre tal o cual hecho es el más sutil modo de contarlo.
EL ANALISTA
Umberto Eco, como Clark Kent, lleva bajo la indumentaria de novelista el traje de supersemiólogo y a ratos habla como autor de El nombre de la rosa y a ratos como el teórico de la comunicación que es. Así, cuando en Confesiones de un joven novelista el Eco teórico explica mediante qué resortes cognitivos los personajes novelescos (Anna Karenina o Don Quijote) nos apenan o nos conmueven, el Eco novelista acude presuroso a poner ejemplos claros y ocurrentes. La narrativa es para él un asunto cosmológico porque consiste primero en la creación de mundos y luego en el envasado lingüístico de los mismos, listos para que el lector los disfrute (los recree) en su mente. A Eco le interesa por qué los seres imaginarios que habitan esos mundos adquieren tantas veces para el lector un espesor de verdad superior al de muchas personas reales. De hecho no hay nada de lo que ocurre en una ficción -o en la cabeza del lector- que escape al interés de Eco. Y si el analista de los signos amenaza con endosarnos una lección árida, enseguida aparece el escritor socarrón para rebajarle al otro el empaque profesoral.
EL EXPLORADOR
Para el premio nobel turco Orhan Pamuk, Eco sería un perfecto novelista sentimental en su diáfana conciencia de los artificios que hacen posible que funcione una narración. Parte Pamuk, en El novelista ingenuo y el sentimental, de la famosa distinción de Friedrich Schiller entre escritores ingenuos o inconscientes, para los que la escritura brota como crecen las uñas, y los sentimentales, espíritus desasosegados y críticos ante el esfuerzo y los artificios que requiere el arte. No se decide Pamuk entre uno y otro, pues se sabe sentimental pero añora al ingenuo. Lo seguro es que detesta a los lectores que radicalizan estas actitudes, porque el ingenuo del todo tiende a leer la novela como una crónica autobiográfica encubierta, mientras que el sentimental en exceso sospecha que todo texto, incluso la autobiografía más descarada, es una ficción. Y con ellos no hay juego intelectual que valga.
El hilo que sigue Pamuk le conduce a preguntarse qué sucede en nuestra mente cuando leemos una ficción. Y mientras busca y brinda respuestas desvela cómo arma él sus propias novelas (a partir de una imagen) y cómo todo lo que se narra en ellas debe estar implicado en una telaraña de extensiones del mundo emotivo de los personajes.
El lector acude a la novela pertrechado con su archivo de experiencias, del mismo modo que el escritor se ha proyectado en todo el universo ficticio como un foco de luz en una bóveda. Y es a ese foco, lo que Pamuk llama «centro», adonde debe orientarse el lector para entender en sentido profundo de la novela y, de paso, ampliar el entendimiento de sí mismo.
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