2.6.12

El sueño de una utopía estética

La publicación de Papeles de trabajo, el primer volumen de los cuadernos de Juan José Saer, permite analizar sus borradores, la construcción de su universo literario y también el proceso de escritura de un autor decisivo para la literatura argentina del siglo XX

UNIDAD DE LUGAR. Juan José Saer al regresar a su pueblo de Santa Fe, Serodino, en el año 2003. foto.fuente: Revista Ñ

Varios comienzos diferentes de El limonero real , un cuento que podría integrar En la zona , la llegada de una joven a un prostíbulo de provincia, episodios de la vida de Tomatis, Angel Leto, Barco, una reunión donde no pasa nada, dos jugadores que buscan plata para una última parada, declaraciones de la hija de Fiore, el asesino de Cicatrices , el campo santafesino bajo la tormenta: materias saerianas en estado puro. Y también frases de Tomatis que ya son el modelo verbal, temprano pero casi definitivo, del personaje; experimentación con adverbios, con frases largas, muy elaboradas, minuciosa notación de colores y luces.
Los Cuadernos iniciales, de fin de los cincuenta hasta 1961, fueron escritos por un hombre que, a los veinte años o poco más, ya había pisado el suelo de su originalidad. Quien haya leído En la zona , su primer libro, sabe que esto es así, que, en menos de 200 páginas, entre 1957 y 1960, Juan José Saer pasó de un Borges de las orillas santafesinas al relato de un asado donde está el futuro de su literatura. Ya lo dijo María Teresa Gramuglio refiriéndose a “Algo se aproxima”.
Lo sabíamos. Sin embargo, la publicación de estos Cuadernos trae esas pruebas suplementarias que no necesitábamos por incredulidad, sino porque del gran escritor muerto nada parece suficiente. Por otra parte, como lo señala Julio Premat sin exageraciones, privándose de hacer un teatral gesto de descubrimiento con el cual abriría una escena desconocida, son textos “fragmentarios, a menudo incompletos y heterogéneos, textos en movimiento que cambian a veces la percepción de los libros que conocemos y nos conducen a descifrar indicios, a imaginar causas, reacciones, momentos de inspiración y a postular etapas en el proceso de creación”.
Los primeros Cuadernos, digamos hasta 1966, hasta el que incluye el manuscrito de “Sombras sobre un vidrio esmerilado”, traen las páginas de comienzo, el modo y el momento en que Saer (que se piensa siempre y sin vacilaciones como escritor) se establece dentro de una lengua y una literatura. Tiene que hacer sus cuentas con Borges y con nadie más dentro de la Argentina. Va a medirse con Borges, no con Cortázar ni con Arlt. Mira cara a cara a Rimbaud, al que traduce en el primer Cuaderno, o a Faulkner. Por si hacía falta volver a demostrarlo, Saer comienza desde Borges, se aparta de él porque lo ha entendido, pero ése es su Escritor. Saer, de algún modo, sabe que, si se admira a Borges, no se lo imita.
En una fecha desconocida escribió un sarcástico ensayo-ficción sobre Borges. Cuando lo conocí a Saer en 1979, me dijo que estaba terminando una novela policial (que casi dos años después se publicó en México como Nadie nada nunca ) y algo sobre Borges. Nos reímos mucho, caminando por el Boulevard Voltaire, mientras me contaba la hipótesis: Borges había sido secuestrado o asesinado por los comunistas, quienes se habían apropiado de su nombre para publicar textos incomparablemente menores. El informe de Brodie sería “el producto apresurado de un imitador grosero”; los secuestradores comunistas también se las ingeniaron para “introducir una serie lamentable de correcciones” en las reediciones de sus mejores poemas; además le adjudicaban declaraciones que probaban “una supuesta ignorancia de la realidad política argentina y chilena”. Ese ensayo está completo en el Cuaderno Núcleo I, con el título “Un complot comunista”. Nunca fue publicado. Parece una disquisición de Tomatis, cuya ironía puede ser malévola. Cuando Saer escribió esa sátira sobre Borges, estaba indignado; su manera de criticarlo fue cruenta y muy borgeana. Procedimiento interesante, sin embargo no quiso que el texto se conociera. De todos los escritores argentinos (como lo dice en uno de los Cuadernos) los verdaderamente grandes son Borges y Juan L. Ortiz.
Los Cuadernos que rodean el año 1966 preparan el mundo de Cicatrices (publicada en 1969, escrita en Santa Fe dos años antes), y el de “Sombras sobre un vidrio esmerilado”. Premat afirma que la escritura saeriana se constituye en El limonero real . Pero hay algo que está allí casi desde el principio: la agudeza de la percepción que se detiene en los colores y las luces, los olores, los movimientos, los reflejos, los tiempos en que se descompone una acción. Eso es la materia misma de la escritura de Saer hasta el final. No es un procedimiento, sino el trabajo con una sustancia.
Si hay un punto en que Saer es diferente de Borges desde el comienzo, es en esta sensibilidad hacia lo material. Lo representa de maneras que van cambiando con el paso de los libros, pero la materialidad del mundo es una concepción que podría llamarse filosófica. En estos borradores se ensayan adjetivos, combinaciones de cualidades, refracciones, ecos, contornos que se precisan y se esfuman.
La otra cualidad constitucional de la ficción, que estos borradores confirman desde los años sesenta, es la “sociedad de personajes”. Para precisar en qué hotel se suicidó Higinio Gómez, Tomatis recorre las fuentes previsibles: diarios, archivos policiales. En ninguna parte encuentra el dato, hasta que se le ocurre llamar a Adelina Flores, la poeta de “Sombras sobre un vidrio esmerilado”. Ese personaje es apenas una mención en el borrador de un relato que Saer no retomó. Pero, un año después, será el foco del cuento incluido de Unidad de lugar . Y también en “El fin de Higinio Gómez”, de El arte de narrar , un poema calmo y estremecedor, donde el círculo de amigos que acompaña al muerto al cementerio integra a Tomatis y a Adelina, a los mellizos Garay y a Washington Noriega. De nuevo: las diferentes formas en que se junta y se dispersa la “sociedad” saeriana, que finalmente será arrastrada por la tormenta y perforada por las balas de la historia.
Los personajes van y vienen de uno a otro de estos Cuadernos. Su persistencia confirma la idea de que Saer, casi desde el comienzo, tuvo un mundo que sobrevivió los cambios de su escritura. Quizá los dos más persistentes sean Tomatis y Angel Leto (cada uno de ellos tiene su propia novela). En los Cuadernos, Saer los “ensaya”. En uno de los relatos inconclusos, al comienzo, da la impresión de que el narrador es Tomatis y, páginas después, ese mismo narrador ve a Tomatis. El lector queda desconcertado. Saer estaba experimentando una primera persona de Tomatis, que luego desechó.
Sería preciso conocer la totalidad de los Cuadernos (los textos que reposan en Princeton) para ver hasta qué punto estos “ensayos de personajes” se repiten. Con los materiales incluidos en este volumen, podría defenderse la tesis de una “sociedad” completa. Con su novela final, La grande , Saer volvió a este proyecto de comienzo. En el prólogo, Premat indica que, en Cuadernos posteriores a los editados ahora, Saer ya anunciaba una novela que tuviera más de cien personajes.
Los Cuadernos permiten pensar hasta qué punto es proustiano el proyecto inicial de Saer. Cuando en “La mayor” se dice: “Otros, antes, podían...”, se está indicando no sólo la reminiscencia proustiana, sino un mundo de personajes que pasan de un tomo a otro de La recherche . Y bien, lo que otros podían, hoy es una especie de mapa subterráneo, que permanece desconocido para el lector de una sola obra. Pero que persiste fuera del tiempo: “otros, antes podían...” apunta a un pasado, no sólo a otra lengua y otra pertenencia de la literatura. Escribiendo a partir de 1960, la “sociedad de personajes” es un desafío a la opinión pública de la república literaria a la moda. Escritor crecientemente experimental hasta Nadie nada nunca , al mismo tiempo Saer desea y evoca un país de personajes. Esta es una de sus grandes originalidades.
En el Cuaderno de 1965-66, leemos la primera versión de la frase, famosa, de “La mayor”: “Estas no son mis ‘Confesiones’. No tengo nada que confesar. Antes los tipos se creían importantes y se ponían a confesar, pero eran puras macanas”. Otros, antes, podían. Esta forma de inscribir el límite de la literatura en su texto más extremo (como llama David Oubiña a “La mayor”) es irónica. Hoy, nos dice Saer, la ironía es la única forma de la tragicidad. El escribe cuando ya no se puede. Pero insiste en eso, en contar, sin rellenar el texto de guiños para profesores y estudiantes. Cuenta de manera muy compleja, entreverada, pero la narración está allí, resistiendo.
En los Cuadernos, el recorrido hacia Cicatrices es esencial. Los aforismos, los chistes (“He escrito una obra maestra, pero es necesario pasarla a máquina primero para que alcance todo su esplendor”, dice Tomatis), las ironías, las menciones de libros o de autores ( Tonio Kröger , Las palmeras salvajes ) son las señales de un camino. Ensayo general de materiales, que luego aparecieron en ficciones publicadas, o desaparecieron sin llegar a “prender”, como diría Barhes. Pero, en todo caso, han sido un entrenamiento discursivo, un álbum de ocurrencias, un banco de pruebas. Muchas páginas exploratorias rodean Cicatrices , por ejemplo los relatos urbanos de ese Cuaderno de 1965-66: partidas de billar y punto y banca, diálogos sin “desarrollo”, idas y vueltas por la ciudad, estados del cielo o el transcurrir de una noche. Otros textos quedan en los Cuadernos como lo que vendrá. Especialmente, en el Cuaderno utilizado entre 1963 y 1967, un fragmento de “A medio borrar”, que deja ver lo que será ese texto, publicado diez años después. También relatos inconclusos, con el clima de los cuentos de Palo y hueso , escenarios de orillas rurales, que Saer, desde esos comienzos, representó con dureza, sin tics naturalistas. Eso lo tuvo claro: con los pobres, ni miserabilismo ni sentimentalismo.
Las ficciones de los Cuadernos no son los ejercicios de un principiante. Saer era básicamente un narrador, inventor y perfecto, desde muy joven. Escribía ficción a partir de la poesía y, en algunos libros, como Nadie nada nunca o el final de Glosa , hay páginas que piden una lectura en voz alta. Muy temprano, explica claramente lo que muchas veces repitió después. Escribir una novela en verso: “El ritmo de la poesía empleada debe diferir muy ligeramente del de la prosa narrativa común, pero debe, antes que nada, representar una oposición fuertemente demarcada en lo que se refiere a la organización del lenguaje”. Eso hizo, bordear, morder, acariciar, soñar una utopía estética.
Entre enero de 1964 y noviembre de ese mismo año, Saer anotó cuatro comienzos de El limonero real , que se publicó diez años después. Todos conciernen al amanecer de Wenceslao, que es la escena inicial de la novela, pero uno de ellos tiene el interés de estar escrito en primera persona. Es Wenceslao el que cuenta: “Sabe amanecer, y ya estoy con los ojos abiertos”. ¿Cómo habría sido una novela en primera persona? ¿Cómo habrían funcionado a lo largo de todo el texto expresiones como ese “sabe amanecer”, campesinas, llegadas directamente de la oralidad? La última versión es la que hoy leemos. Pero deja prever la temprana insistencia de una idea. Antes de ella, Saer anotó un comienzo en verso libre. Nuevamente, la prosa con el ritmo de la poesía, la prueba de que podía acercarse a su deseo. Y, de verdad, esos pocos versos persuaden.
Lector desprejuiciado de literatura, Saer leía a Thomas Mann en la época en que era de buen tono decir que no interesaba. Una anotación al pasar, sobre José y sus hermanos, define la ironía de Mann con una brevedad tan inteligente como libre de pretensiones. Pero la poesía fue su suelo. Recuerdo una larga caminata por un pueblo universitario inglés, en la primavera de 1992, cuyo objetivo declarado y cumplido era comprar vino. De mil maneras diferentes, Saer recitó haikus y variaciones que inventaba sobre la marcha. Su devoción por Juan L. fue tan fiel como su amistad con Hugo Gola. Diez años antes, sin que Saer ni yo lo supiéramos entonces, Roland Barthes había dictado sus seminarios del Collège de France sobre novela y también leía haikus: el haiku como semilla de la narración.
En su prólogo, honradamente, Premat transcribe una cita del Cuaderno que Saer destinaba, hasta 1978, no a borradores o esbozos preliminares, sino para anotar ideas sueltas, aparentemente sin otro destino que su registro. El párrafo es el siguiente: “No permitiré que nadie penetre en mis cuadernos, como han hecho con Kafka y con Pavese. No me moriré. Yo elegiré con el tiempo cuál es la palabra justa y necesaria que debo decir, y el resto lo echaré al fuego. Sé que tengo madera de escritor de los grandes y mi deber consiste en no permitir que celebren como verdades mis equivocaciones, o como genialidades mis torpezas”. Saer murió escribiendo La grande , enfrentado con un tiempo demasiado breve, con una enfermedad demasiado veloz. No cumplió el propósito (probablemente abandonado) de destruir sus Cuadernos y no indicó que se destruyeran. Ya los había mostrado y quienes conocemos a su mujer, Laurence Guéguen, tenemos la certeza de que ella habría seguido sus instrucciones si las hubiera recibido. Algunos de los ensayos que Saer escribió en los Cuadernos no fueron incluidos en esta edición. Los conoceremos cuando Planeta decida publicar un libro nuevo, póstumo, en el que Saer no había pensado ya que no sumó esos ensayos inéditos a los libros aparecidos en vida.
Todavía no estoy segura si estos Cuadernos dan un Saer que no hubiera conocido sin ellos. Quizás, cuando vuelva a recorrerlos, encuentre algo imprevisto, contradictorio. Pero en una primera lectura, el efecto es precisamente el contrario. Los Cuadernos muestran un escritor extraordinariamente seguro desde el principio. Hay proyectos dejados de lado, sin duda. Pero se trata, en todo caso, de libros que habrían sido familiares a los que efectivamente escribió (como una Vida de Tomatis, por ejemplo). Es inconmovible la seguridad con la que avanza Saer desde los veinte años. Emociona su indiferencia a las ondas críticas, como si supiera cuál iba a ser, para siempre, el recorrido de sus lecturas.
Saer nunca quiso ser un escritor del momento. Es imposible decir si estaba seguro en términos subjetivos, psicológicos. Pero, frente a los Cuadernos, es imposible negar que estaba seguro en términos estéticos. Esa seguridad asombra. Los Cuadernos no son borradores imperfectos de obras futuras, escritos imprecisos de un hombre demasiado joven para sus ambiciones, pastiches de escritores admirados donde las influencias estallan como fuegos artificiales. Por el contrario, lo que no retomó, los fragmentos que quedan habrían podido pasar a sus libros y no serían en ellos piezas preliminares. Se descartaron, porque hubo otras alternativas, pero no caminos demasiados diferentes.
El gesto de comienzo de Saer no consiste ni en soportar una herencia ni en romper con ella. Ha leído a quienes continuará leyendo (Kafka, Borges, Faulkner, Pavese, Juan L. Ortiz) de manera que su “biblioteca” de comienzos es la que conservaba en la casa de París en los años ochenta. Sus Cuadernos confirman que no le importaba Puig ni la literatura del realismo mágico, que nunca cita. Cuando ya no estaba a la moda Sartre, seguía admirándolo.
Es raro comprobar el modo en que está constituido desde el comienzo, como si ya conociera toda la literatura que debía interesarle, como si, a partir de los veinte años, la cuestión era el difícil perfeccionamiento de algo que ya tenía. Sin duda, hay momentos distintos de la escritura saeriana. Un punto de giro que Premat sitúa en El limonero ; el riesgo máximo de “La mayor”. Pero, por debajo de esas transformaciones que en La grande aparecen como trabajos juveniles por su vitalidad, Saer muestra desde los primeros Cuadernos una misma sensibilidad estética frente a la sustancia del mundo. La materialidad y la percepción definen a un escritor y, en eso, Saer es poético y original. La otra nota que recorre toda su obra, como eco y tema filosófico, es la idea de la inevitable disolución de la subjetividad y de la experiencia. Esta es la perspectiva ya en textos tempranos como Responso . En los Cuadernos se comprueba que el desasosiego está desde el comienzo. Por eso, la ironía. Tomatis, con poco más de veinte años, es un desencantado.
Los Cuadernos confirman lo que, de algún modo, sabíamos. La literatura de Saer responde a una estética de la resistencia. Sin embargo, no es contorsionada. Es bella y serena, aunque casi siempre desesperada. La misma textura tienen estas páginas preliminares o desechadas, que no son filosóficamente diferentes a las que se publicaron. Las obras “juveniles” de Saer lo son por su cronología, no por torpezas o indecisiones. Hubo cambios, sin duda, y esos cambios tienen su historia. Pero el gran escritor, el escritor decisivo de la segunda mitad del siglo XX, estaba allí desde el principio.

Saer básico
Serodino, 1937- París, 2005.
Por su potencia narrativa y su proyecto estético no sería descabellado afirmar que Juan José Saer fue, después de Borges, uno de los mayores escritores de la literatura argentina. Profesor en la Universidad Nacional del Litoral, en 1968 se radicó en París y enseñó en la Facultad de Letras de la Universidad de Rennes. Escribió cuento, novela, ensayo y poesía, y entre alguno de sus títulos podemos mencionar “Cicatrices” (1969), “El limonero real” (1974), “Glosa” (1985) o su novela póstuma “La grande” (2005).
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