La publicación de Papeles de trabajo, el primer volumen de los cuadernos de Juan José Saer, permite analizar sus borradores, la construcción de su universo literario y también el proceso de escritura de un autor decisivo para la literatura argentina del siglo XX
UNIDAD DE LUGAR. Juan José Saer al regresar a su pueblo de Santa Fe, Serodino, en el año 2003. foto.fuente: Revista Ñ |
Varios comienzos diferentes de El limonero real
, un cuento que podría integrar En la zona , la llegada de una joven a
un prostíbulo de provincia, episodios de la vida de Tomatis, Angel Leto,
Barco, una reunión donde no pasa nada, dos jugadores que buscan plata
para una última parada, declaraciones de la hija de Fiore, el asesino de
Cicatrices , el campo santafesino bajo la tormenta:
materias saerianas en estado puro. Y también frases de Tomatis que ya
son el modelo verbal, temprano pero casi definitivo, del personaje;
experimentación con adverbios, con frases largas, muy elaboradas,
minuciosa notación de colores y luces.
Los Cuadernos iniciales,
de fin de los cincuenta hasta 1961, fueron escritos por un hombre que, a
los veinte años o poco más, ya había pisado el suelo de su
originalidad. Quien haya leído En la zona , su primer libro, sabe que
esto es así, que, en menos de 200 páginas, entre 1957 y 1960, Juan José
Saer pasó de un Borges de las orillas santafesinas al relato de un asado
donde está el futuro de su literatura. Ya lo dijo María Teresa
Gramuglio refiriéndose a “Algo se aproxima”.
Lo sabíamos. Sin
embargo, la publicación de estos Cuadernos trae esas pruebas
suplementarias que no necesitábamos por incredulidad, sino porque del
gran escritor muerto nada parece suficiente. Por otra parte, como lo
señala Julio Premat sin exageraciones, privándose de hacer un teatral
gesto de descubrimiento con el cual abriría una escena desconocida, son
textos “fragmentarios, a menudo incompletos y heterogéneos, textos en
movimiento que cambian a veces la percepción de los libros que conocemos
y nos conducen a descifrar indicios, a imaginar causas, reacciones,
momentos de inspiración y a postular etapas en el proceso de creación”.
Los
primeros Cuadernos, digamos hasta 1966, hasta el que incluye el
manuscrito de “Sombras sobre un vidrio esmerilado”, traen las páginas de
comienzo, el modo y el momento en que Saer (que se piensa siempre y sin
vacilaciones como escritor) se establece dentro de una lengua y una
literatura. Tiene que hacer sus cuentas con Borges y con nadie más
dentro de la Argentina. Va a medirse con Borges, no con Cortázar ni con
Arlt. Mira cara a cara a Rimbaud, al que traduce en el primer Cuaderno, o
a Faulkner. Por si hacía falta volver a demostrarlo, Saer comienza
desde Borges, se aparta de él porque lo ha entendido, pero ése es su
Escritor. Saer, de algún modo, sabe que, si se admira a Borges, no se lo
imita.
En una fecha desconocida escribió un sarcástico
ensayo-ficción sobre Borges. Cuando lo conocí a Saer en 1979, me dijo
que estaba terminando una novela policial (que casi dos años después se
publicó en México como Nadie nada nunca ) y algo sobre
Borges. Nos reímos mucho, caminando por el Boulevard Voltaire, mientras
me contaba la hipótesis: Borges había sido secuestrado o asesinado por
los comunistas, quienes se habían apropiado de su nombre para publicar
textos incomparablemente menores. El informe de Brodie
sería “el producto apresurado de un imitador grosero”; los
secuestradores comunistas también se las ingeniaron para “introducir una
serie lamentable de correcciones” en las reediciones de sus mejores
poemas; además le adjudicaban declaraciones que probaban “una supuesta
ignorancia de la realidad política argentina y chilena”. Ese ensayo está
completo en el Cuaderno Núcleo I, con el título “Un complot comunista”.
Nunca fue publicado. Parece una disquisición de Tomatis, cuya ironía
puede ser malévola. Cuando Saer escribió esa sátira sobre Borges, estaba
indignado; su manera de criticarlo fue cruenta y muy borgeana.
Procedimiento interesante, sin embargo no quiso que el texto se
conociera. De todos los escritores argentinos (como lo dice en uno de
los Cuadernos) los verdaderamente grandes son Borges y Juan L. Ortiz.
Los Cuadernos que rodean el año 1966 preparan el mundo de Cicatrices (publicada
en 1969, escrita en Santa Fe dos años antes), y el de “Sombras sobre un
vidrio esmerilado”. Premat afirma que la escritura saeriana se
constituye en El limonero real . Pero hay algo que está
allí casi desde el principio: la agudeza de la percepción que se
detiene en los colores y las luces, los olores, los movimientos, los
reflejos, los tiempos en que se descompone una acción. Eso es la materia
misma de la escritura de Saer hasta el final. No es un procedimiento,
sino el trabajo con una sustancia.
Si hay un punto en que Saer es
diferente de Borges desde el comienzo, es en esta sensibilidad hacia lo
material. Lo representa de maneras que van cambiando con el paso de los
libros, pero la materialidad del mundo es una concepción que podría
llamarse filosófica. En estos borradores se ensayan adjetivos,
combinaciones de cualidades, refracciones, ecos, contornos que se
precisan y se esfuman.
La otra cualidad constitucional de la
ficción, que estos borradores confirman desde los años sesenta, es la
“sociedad de personajes”. Para precisar en qué hotel se suicidó Higinio
Gómez, Tomatis recorre las fuentes previsibles: diarios, archivos
policiales. En ninguna parte encuentra el dato, hasta que se le ocurre
llamar a Adelina Flores, la poeta de “Sombras sobre un vidrio
esmerilado”. Ese personaje es apenas una mención en el borrador de un
relato que Saer no retomó. Pero, un año después, será el foco del cuento
incluido de Unidad de lugar . Y también en “El fin de Higinio Gómez”, de El arte de narrar
, un poema calmo y estremecedor, donde el círculo de amigos que
acompaña al muerto al cementerio integra a Tomatis y a Adelina, a los
mellizos Garay y a Washington Noriega. De nuevo: las diferentes formas
en que se junta y se dispersa la “sociedad” saeriana, que finalmente
será arrastrada por la tormenta y perforada por las balas de la
historia.
Los personajes van y vienen de uno a otro de estos
Cuadernos. Su persistencia confirma la idea de que Saer, casi desde el
comienzo, tuvo un mundo que sobrevivió los cambios de su escritura.
Quizá los dos más persistentes sean Tomatis y Angel Leto (cada uno de
ellos tiene su propia novela). En los Cuadernos, Saer los “ensaya”. En
uno de los relatos inconclusos, al comienzo, da la impresión de que el
narrador es Tomatis y, páginas después, ese mismo narrador ve a Tomatis.
El lector queda desconcertado. Saer estaba experimentando una primera
persona de Tomatis, que luego desechó.
Sería preciso conocer la
totalidad de los Cuadernos (los textos que reposan en Princeton) para
ver hasta qué punto estos “ensayos de personajes” se repiten. Con los
materiales incluidos en este volumen, podría defenderse la tesis de una
“sociedad” completa. Con su novela final, La grande ,
Saer volvió a este proyecto de comienzo. En el prólogo, Premat indica
que, en Cuadernos posteriores a los editados ahora, Saer ya anunciaba
una novela que tuviera más de cien personajes.
Los Cuadernos
permiten pensar hasta qué punto es proustiano el proyecto inicial de
Saer. Cuando en “La mayor” se dice: “Otros, antes, podían...”, se está
indicando no sólo la reminiscencia proustiana, sino un mundo de
personajes que pasan de un tomo a otro de La recherche .
Y bien, lo que otros podían, hoy es una especie de mapa subterráneo,
que permanece desconocido para el lector de una sola obra. Pero que
persiste fuera del tiempo: “otros, antes podían...” apunta a un pasado,
no sólo a otra lengua y otra pertenencia de la literatura. Escribiendo a
partir de 1960, la “sociedad de personajes” es un desafío a la opinión
pública de la república literaria a la moda. Escritor crecientemente
experimental hasta Nadie nada nunca , al mismo tiempo Saer desea y evoca un país de personajes. Esta es una de sus grandes originalidades.
En
el Cuaderno de 1965-66, leemos la primera versión de la frase, famosa,
de “La mayor”: “Estas no son mis ‘Confesiones’. No tengo nada que
confesar. Antes los tipos se creían importantes y se ponían a confesar,
pero eran puras macanas”. Otros, antes, podían. Esta forma de inscribir
el límite de la literatura en su texto más extremo (como llama David
Oubiña a “La mayor”) es irónica. Hoy, nos dice Saer, la ironía es la
única forma de la tragicidad. El escribe cuando ya no se puede. Pero
insiste en eso, en contar, sin rellenar el texto de guiños para
profesores y estudiantes. Cuenta de manera muy compleja, entreverada,
pero la narración está allí, resistiendo.
En los Cuadernos, el recorrido hacia Cicatrices es
esencial. Los aforismos, los chistes (“He escrito una obra maestra,
pero es necesario pasarla a máquina primero para que alcance todo su
esplendor”, dice Tomatis), las ironías, las menciones de libros o de
autores ( Tonio Kröger , Las palmeras salvajes )
son las señales de un camino. Ensayo general de materiales, que luego
aparecieron en ficciones publicadas, o desaparecieron sin llegar a
“prender”, como diría Barhes. Pero, en todo caso, han sido un
entrenamiento discursivo, un álbum de ocurrencias, un banco de pruebas.
Muchas páginas exploratorias rodean Cicatrices , por ejemplo los relatos
urbanos de ese Cuaderno de 1965-66: partidas de billar y punto y banca,
diálogos sin “desarrollo”, idas y vueltas por la ciudad, estados del
cielo o el transcurrir de una noche. Otros textos quedan en los
Cuadernos como lo que vendrá. Especialmente, en el Cuaderno utilizado
entre 1963 y 1967, un fragmento de “A medio borrar”, que deja ver lo que
será ese texto, publicado diez años después. También relatos
inconclusos, con el clima de los cuentos de Palo y hueso ,
escenarios de orillas rurales, que Saer, desde esos comienzos,
representó con dureza, sin tics naturalistas. Eso lo tuvo claro: con los
pobres, ni miserabilismo ni sentimentalismo.
Las ficciones de los
Cuadernos no son los ejercicios de un principiante. Saer era
básicamente un narrador, inventor y perfecto, desde muy joven. Escribía
ficción a partir de la poesía y, en algunos libros, como Nadie nada nunca o el final de Glosa ,
hay páginas que piden una lectura en voz alta. Muy temprano, explica
claramente lo que muchas veces repitió después. Escribir una novela en
verso: “El ritmo de la poesía empleada debe diferir muy ligeramente del
de la prosa narrativa común, pero debe, antes que nada, representar una
oposición fuertemente demarcada en lo que se refiere a la organización
del lenguaje”. Eso hizo, bordear, morder, acariciar, soñar una utopía
estética.
Entre enero de 1964 y noviembre de ese mismo año, Saer anotó cuatro comienzos de El limonero real ,
que se publicó diez años después. Todos conciernen al amanecer de
Wenceslao, que es la escena inicial de la novela, pero uno de ellos
tiene el interés de estar escrito en primera persona. Es Wenceslao el
que cuenta: “Sabe amanecer, y ya estoy con los ojos abiertos”. ¿Cómo
habría sido una novela en primera persona? ¿Cómo habrían funcionado a lo
largo de todo el texto expresiones como ese “sabe amanecer”,
campesinas, llegadas directamente de la oralidad? La última versión es
la que hoy leemos. Pero deja prever la temprana insistencia de una idea.
Antes de ella, Saer anotó un comienzo en verso libre. Nuevamente, la
prosa con el ritmo de la poesía, la prueba de que podía acercarse a su
deseo. Y, de verdad, esos pocos versos persuaden.
Lector
desprejuiciado de literatura, Saer leía a Thomas Mann en la época en que
era de buen tono decir que no interesaba. Una anotación al pasar, sobre
José y sus hermanos, define la ironía de Mann con una brevedad tan
inteligente como libre de pretensiones. Pero la poesía fue su suelo.
Recuerdo una larga caminata por un pueblo universitario inglés, en la
primavera de 1992, cuyo objetivo declarado y cumplido era comprar vino.
De mil maneras diferentes, Saer recitó haikus y variaciones que
inventaba sobre la marcha. Su devoción por Juan L. fue tan fiel como su
amistad con Hugo Gola. Diez años antes, sin que Saer ni yo lo supiéramos
entonces, Roland Barthes había dictado sus seminarios del Collège de
France sobre novela y también leía haikus: el haiku como semilla de la
narración.
En su prólogo, honradamente, Premat transcribe una cita
del Cuaderno que Saer destinaba, hasta 1978, no a borradores o esbozos
preliminares, sino para anotar ideas sueltas, aparentemente sin otro
destino que su registro. El párrafo es el siguiente: “No permitiré que
nadie penetre en mis cuadernos, como han hecho con Kafka y con Pavese.
No me moriré. Yo elegiré con el tiempo cuál es la palabra justa y
necesaria que debo decir, y el resto lo echaré al fuego. Sé que tengo
madera de escritor de los grandes y mi deber consiste en no permitir que
celebren como verdades mis equivocaciones, o como genialidades mis
torpezas”. Saer murió escribiendo La grande , enfrentado con un tiempo
demasiado breve, con una enfermedad demasiado veloz. No cumplió el
propósito (probablemente abandonado) de destruir sus Cuadernos y no
indicó que se destruyeran. Ya los había mostrado y quienes conocemos a
su mujer, Laurence Guéguen, tenemos la certeza de que ella habría
seguido sus instrucciones si las hubiera recibido. Algunos de los
ensayos que Saer escribió en los Cuadernos no fueron incluidos en esta
edición. Los conoceremos cuando Planeta decida publicar un libro nuevo,
póstumo, en el que Saer no había pensado ya que no sumó esos ensayos
inéditos a los libros aparecidos en vida.
Todavía no estoy segura
si estos Cuadernos dan un Saer que no hubiera conocido sin ellos.
Quizás, cuando vuelva a recorrerlos, encuentre algo imprevisto,
contradictorio. Pero en una primera lectura, el efecto es precisamente
el contrario. Los Cuadernos muestran un escritor extraordinariamente
seguro desde el principio. Hay proyectos dejados de lado, sin duda. Pero
se trata, en todo caso, de libros que habrían sido familiares a los que
efectivamente escribió (como una Vida de Tomatis, por ejemplo). Es
inconmovible la seguridad con la que avanza Saer desde los veinte años.
Emociona su indiferencia a las ondas críticas, como si supiera cuál iba a
ser, para siempre, el recorrido de sus lecturas.
Saer nunca quiso
ser un escritor del momento. Es imposible decir si estaba seguro en
términos subjetivos, psicológicos. Pero, frente a los Cuadernos, es
imposible negar que estaba seguro en términos estéticos. Esa seguridad
asombra. Los Cuadernos no son borradores imperfectos de obras futuras,
escritos imprecisos de un hombre demasiado joven para sus ambiciones,
pastiches de escritores admirados donde las influencias estallan como
fuegos artificiales. Por el contrario, lo que no retomó, los fragmentos
que quedan habrían podido pasar a sus libros y no serían en ellos piezas
preliminares. Se descartaron, porque hubo otras alternativas, pero no
caminos demasiados diferentes.
El gesto de comienzo de Saer no
consiste ni en soportar una herencia ni en romper con ella. Ha leído a
quienes continuará leyendo (Kafka, Borges, Faulkner, Pavese, Juan L.
Ortiz) de manera que su “biblioteca” de comienzos es la que conservaba
en la casa de París en los años ochenta. Sus Cuadernos confirman que no
le importaba Puig ni la literatura del realismo mágico, que nunca cita.
Cuando ya no estaba a la moda Sartre, seguía admirándolo.
Es raro
comprobar el modo en que está constituido desde el comienzo, como si ya
conociera toda la literatura que debía interesarle, como si, a partir
de los veinte años, la cuestión era el difícil perfeccionamiento de algo
que ya tenía. Sin duda, hay momentos distintos de la escritura
saeriana. Un punto de giro que Premat sitúa en El limonero ; el riesgo máximo de “La mayor”. Pero, por debajo de esas transformaciones que en La grande
aparecen como trabajos juveniles por su vitalidad, Saer muestra desde
los primeros Cuadernos una misma sensibilidad estética frente a la
sustancia del mundo. La materialidad y la percepción definen a un
escritor y, en eso, Saer es poético y original. La otra nota que recorre
toda su obra, como eco y tema filosófico, es la idea de la inevitable
disolución de la subjetividad y de la experiencia. Esta es la
perspectiva ya en textos tempranos como Responso . En
los Cuadernos se comprueba que el desasosiego está desde el comienzo.
Por eso, la ironía. Tomatis, con poco más de veinte años, es un
desencantado.
Los Cuadernos confirman lo que, de algún modo,
sabíamos. La literatura de Saer responde a una estética de la
resistencia. Sin embargo, no es contorsionada. Es bella y serena, aunque
casi siempre desesperada. La misma textura tienen estas páginas
preliminares o desechadas, que no son filosóficamente diferentes a las
que se publicaron. Las obras “juveniles” de Saer lo son por su
cronología, no por torpezas o indecisiones. Hubo cambios, sin duda, y
esos cambios tienen su historia. Pero el gran escritor, el escritor
decisivo de la segunda mitad del siglo XX, estaba allí desde el
principio.
Saer básico
Por su potencia narrativa y su proyecto estético no sería descabellado afirmar que Juan José Saer fue, después de Borges, uno de los mayores escritores de la literatura argentina. Profesor en la Universidad Nacional del Litoral, en 1968 se radicó en París y enseñó en la Facultad de Letras de la Universidad de Rennes. Escribió cuento, novela, ensayo y poesía, y entre alguno de sus títulos podemos mencionar “Cicatrices” (1969), “El limonero real” (1974), “Glosa” (1985) o su novela póstuma “La grande” (2005).
Para especialistas y aficionados
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