9.6.12

Novela, masturbación y ‘gran público’

"Hubo un tiempo en que médicos, curas y demás líderes de opinión coincidían en que las novelas actuaban como auténticos estímulos de la masturbación"

Ilustración de Max. foto.fuente:elpais.com

Hubo un tiempo en que médicos, curas y demás líderes de opinión coincidían en que las novelas, lectura favorita de las mujeres, eran no sólo perniciosas para la salud física y moral, sino que actuaban como auténticos estímulos de la masturbación. Miren lo que decía al respecto el reputado médico Samuel Auguste Tissot (1728-1797), famoso, entre otras cosas, por sus estudios sobre el onanismo: “La ociosidad, la inactividad, el quedarse demasiado tiempo en una cama blanda, la dieta abundante con gran cantidad de especias, sal y vino, los amigos poco recomendables y los libros licenciosos son las causas que más probablemente conducirán a estos excesos”. En el lenguaje de entonces “libros licenciosos” no eran los pornográficos, sino las novelas de amor, las mismas que luego envenenarían los ocios de Emma Bovary y de otras malcontentas (incluyendo a Anna Karénina, que se entretenía con la lectura de “novelas inglesas”). Más tarde, cuando el Romanticismo fue difuminando el fulgor de las luces dieciochescas, la novela inició una meteórica carrera en el mercado del libro hasta convertirse en la reina absoluta de la edición, la favorita en las preferencias de los lectores de todo el planeta. En España, y según los datos (siempre mejorables) proporcionados por el Gremio de Editores, la novela es el género preferido por más del 70% de los lectores. Y, además, la narrativa es de lo poco que se vende en las librerías en estos días en que la crisis arrecia y la exigua clientela se muestra renuente a rascarse el bolsillo. De hecho, algunos editores tradicionalmente literarios perciben que su fondo de calidad no les sirve para mejorar la cuenta de resultados y se han lanzado a contratar novelas y no-ficción ligera (que antes nunca hubieran publicado) para intentar llegar ahora a públicos más amplios, inventándose nuevas colecciones y logos que trazan una frontera simbólica entre lo de antes y lo nuevo, como si les avergonzara la cohabitación de “productos” tan diferentes. Bueno, es una opción, pero eso también está inventado, sólo que corresponde a otro tipo de planteamientos editoriales. Claro que en este sector siempre se ha llevado el mimetismo: se mira por el rabillo del ojo lo que parece que le funciona al vecino y se copia con más o menos entusiasmo. Conocí a un “editor” a principios de los noventa (la década de plomo de la edición española) que sostenía que los que se dedicaban al métier no tenían que perder el tiempo en inventar nada, bastaba con que se limitaran a copiar lo que otros vendían. Con más o menos alevosía y nubes de tinta, esas nuevas colecciones son auténticos cajones de sastre en los que cabe de todo: desde “best seller literario” (¿piensan en Marías o en Dueñas?) a sagas familiares y memoirs (sic), pasando por los consabidos thrillers y por ese invento contemporáneo que es el cross-over, es decir, obras que intentan romper las barreras de la edad buscando la lectura transgeneracional y que —para encontrarles un precedente histórico de qualité— suelen emparentar con La isla del tesoro (aunque crucen los dedos para que resulten como Harry Potter). Leo los argumentos empleados para promocionar esas colecciones lanzadas por distintas editoriales y sorprende su paralelismo retórico: el énfasis se pone en el sentimiento y la emoción, en que los libros sean “inolvidables”, en que gusten “a todos los públicos” y en que “no entiendan ni de edades, ni de géneros, ni de modas”. Es decir, la cuadratura del círculo, sólo que ahora a un nivel más bajo, a ver si hay suerte. Otros sellos se nutren de las ficciones de la Red, de esas “autoeditadas” que sus autores cuelgan en Amazon o en cualquier otro rincón de Internet y se convierten en repentinos best sellers a precio mínimo, aventados a golpe de red social y de blog oportunista. Algunos editores las rastrean, y si constatan que superan la prueba de las descargas (mínimo, tres o cuatro mil), las contratan para pasarlas al papel (la consagración), quizás porque se imaginan que si su autor/a tiene tantos seguidores en Twitter y tantos amiguitos en Facebook el negocio no puede ir mal. Las novelas así re-publicadas “llegan avaladas por decenas de miles de ventas en Internet” o “han revolucionado el mercado digital”, y en los paratextos de las cubiertas (o de las fajas) no llevan ya la frase valorativa (y a menudo descontextualizada) de un crítico, sino “lo que los lectores han dicho” de ellas. Quién le iba a decir a mi admirado José María Castellet que sería justo ahora cuando iba a llegar definitivamente la “hora del lector”, convertido gracias a las redes sociales en prescriptor absoluto de una época ilusoriamente democrática. De modo que prepárense porque se avecina una nueva avalancha de obras “para el gran público” a la que habrá que hacer sitio, aunque sólo sea por un rato: hasta que sean sustituidas por otras igualmente intercambiables y tengan que regresar, derrotadas, a los almacenes editoriales. Den por seguro que a muchas de ellas nos las encontraremos más pronto que tarde en los baratillos de los grandes almacenes. Esas son las rígidas reglas del darwinismo libresco y de la fuga hacia delante.
Quevedesca
Siempre he sospechado que César Vallejo tenía en mente a Quevedo (“ese abuelo instantáneo de los dinamiteros”) cuando escribió en su hermoso poema ‘Salutación angélica’ (hacia 1931) aquello de “español de puro bestia”. Un sujeto capaz de llamar a Góngora “almorrana de Apolo” tenía que ser una mala bestia (claro que, ya puestos, el divino cordobés no le iba a la zaga). Pero también un espíritu libre. Tan libre que al lector contemporáneo le suscita sentimientos encontrados: insidioso antisemita, chabacano hasta la vergüenza ajena, implacable misógino (su odio a las mujeres “bachilleras” resulta patológico), falócrata y homófobo avant la lettre, reaccionario e intransigente cristiano viejo, cortesano oportunista, pero, a la vez, autor sutil y delicadísimo de algunos de los mejores sonetos de amor y de los poemas metafísicos de nuestra lengua, fustigador impenitente de la corrupción de los poderosos (lo que le valió prisiones y sufrimientos), maestro insuperable de la sátira y del sarcasmo dirigidos a adversarios y rivales, prodigioso prestidigitador del idioma. Estos días tengo sobre la mesa de noche el primer tomo de su prosa, que acaba de publicar primorosamente la Biblioteca Castro (la responsable de las ediciones es Cecilia Frías), y que incluye, además de la Historia de la vida del Buscón, la totalidad de sus Obras burlescas (edición de Santiago Fernández Mosquera y Abraham Madroñal). Cada noche, al acostarme, lo abro un poco al azar y leo deslumbrado alguno de sus sueños lucianescos y pesimistas o de sus sátiras implacables y disparatadas, envidiando su absoluto dominio de los registros del idioma —los más exquisitos y cultos, los más groseros y vulgares— y su prosa rebosante de ingeniosos neologismos, antítesis y anfibologías desopilantes, vertiginosas elipsis conceptistas y desinhibido sentido del ritmo. Y, sobre todo, desbordantes de liberadora y reconfortante mala uva. Luego me duermo y sueño con que Wert y Aguirre encuentran su Quevedo.

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