"Hubo un tiempo en que médicos, curas y demás líderes de opinión coincidían en que las novelas actuaban como auténticos estímulos de la masturbación"
Ilustración de Max. foto.fuente:elpais.com |
Hubo un tiempo en que médicos, curas y demás líderes de opinión
coincidían en que las novelas, lectura favorita de las mujeres, eran no
sólo perniciosas para la salud física y moral, sino que actuaban como
auténticos estímulos de la masturbación. Miren lo que decía al respecto
el reputado médico Samuel Auguste Tissot (1728-1797), famoso, entre
otras cosas, por sus estudios sobre el onanismo: “La ociosidad, la
inactividad, el quedarse demasiado tiempo en una cama blanda, la dieta
abundante con gran cantidad de especias, sal y vino, los amigos poco
recomendables y los libros licenciosos son las causas que más
probablemente conducirán a estos excesos”. En el lenguaje de entonces
“libros licenciosos” no eran los pornográficos, sino las novelas de
amor, las mismas que luego envenenarían los ocios de Emma Bovary y de
otras malcontentas (incluyendo a Anna Karénina, que se entretenía con la
lectura de “novelas inglesas”). Más tarde, cuando el Romanticismo fue
difuminando el fulgor de las luces dieciochescas, la novela inició una
meteórica carrera en el mercado del libro hasta convertirse en la reina
absoluta de la edición, la favorita en las preferencias de los lectores
de todo el planeta. En España, y según los datos (siempre mejorables)
proporcionados por el Gremio de Editores, la novela es el género
preferido por más del 70% de los lectores. Y, además, la narrativa es de
lo poco que se vende en las librerías en estos días en que la crisis
arrecia y la exigua clientela se muestra renuente a rascarse el
bolsillo. De hecho, algunos editores tradicionalmente literarios
perciben que su fondo de calidad no les sirve para mejorar la cuenta de
resultados y se han lanzado a contratar novelas y no-ficción ligera (que
antes nunca hubieran publicado) para intentar llegar ahora a públicos
más amplios, inventándose nuevas colecciones y logos que trazan una
frontera simbólica entre lo de antes y lo nuevo, como si les avergonzara
la cohabitación de “productos” tan diferentes. Bueno, es una opción,
pero eso también está inventado, sólo que corresponde a otro tipo de
planteamientos editoriales. Claro que en este sector siempre se ha
llevado el mimetismo: se mira por el rabillo del ojo lo que parece que
le funciona al vecino y se copia con más o menos entusiasmo. Conocí a un
“editor” a principios de los noventa (la década de plomo de la edición
española) que sostenía que los que se dedicaban al métier no
tenían que perder el tiempo en inventar nada, bastaba con que se
limitaran a copiar lo que otros vendían. Con más o menos alevosía y
nubes de tinta, esas nuevas colecciones son auténticos cajones de sastre
en los que cabe de todo: desde “best seller literario” (¿piensan en Marías o en Dueñas?) a sagas familiares y memoirs (sic), pasando por los consabidos thrillers y por ese invento contemporáneo que es el cross-over,
es decir, obras que intentan romper las barreras de la edad buscando la
lectura transgeneracional y que —para encontrarles un precedente
histórico de qualité— suelen emparentar con La isla del tesoro (aunque crucen los dedos para que resulten como Harry Potter).
Leo los argumentos empleados para promocionar esas colecciones lanzadas
por distintas editoriales y sorprende su paralelismo retórico: el
énfasis se pone en el sentimiento y la emoción, en que los libros sean
“inolvidables”, en que gusten “a todos los públicos” y en que “no
entiendan ni de edades, ni de géneros, ni de modas”. Es decir, la
cuadratura del círculo, sólo que ahora a un nivel más bajo, a ver si hay
suerte. Otros sellos se nutren de las ficciones de la Red, de esas
“autoeditadas” que sus autores cuelgan en Amazon o en cualquier otro
rincón de Internet y se convierten en repentinos best sellers a
precio mínimo, aventados a golpe de red social y de blog oportunista.
Algunos editores las rastrean, y si constatan que superan la prueba de
las descargas (mínimo, tres o cuatro mil), las contratan para pasarlas
al papel (la consagración), quizás porque se imaginan que si su autor/a
tiene tantos seguidores en Twitter y tantos amiguitos en Facebook el
negocio no puede ir mal. Las novelas así re-publicadas “llegan avaladas
por decenas de miles de ventas en Internet” o “han revolucionado el
mercado digital”, y en los paratextos de las cubiertas (o de las fajas)
no llevan ya la frase valorativa (y a menudo descontextualizada) de un
crítico, sino “lo que los lectores han dicho” de ellas. Quién le iba a
decir a mi admirado José María Castellet que sería justo ahora cuando
iba a llegar definitivamente la “hora del lector”, convertido gracias a
las redes sociales en prescriptor absoluto de una época ilusoriamente
democrática. De modo que prepárense porque se avecina una nueva
avalancha de obras “para el gran público” a la que habrá que hacer
sitio, aunque sólo sea por un rato: hasta que sean sustituidas por otras
igualmente intercambiables y tengan que regresar, derrotadas, a los
almacenes editoriales. Den por seguro que a muchas de ellas nos las
encontraremos más pronto que tarde en los baratillos de los grandes
almacenes. Esas son las rígidas reglas del darwinismo libresco y de la
fuga hacia delante.
Quevedesca
Siempre he sospechado que César Vallejo tenía en mente a Quevedo
(“ese abuelo instantáneo de los dinamiteros”) cuando escribió en su
hermoso poema ‘Salutación angélica’ (hacia 1931) aquello de “español de
puro bestia”. Un sujeto capaz de llamar a Góngora “almorrana de Apolo”
tenía que ser una mala bestia (claro que, ya puestos, el divino cordobés
no le iba a la zaga). Pero también un espíritu libre. Tan libre que al
lector contemporáneo le suscita sentimientos encontrados: insidioso
antisemita, chabacano hasta la vergüenza ajena, implacable misógino (su
odio a las mujeres “bachilleras” resulta patológico), falócrata y
homófobo avant la lettre, reaccionario e intransigente
cristiano viejo, cortesano oportunista, pero, a la vez, autor sutil y
delicadísimo de algunos de los mejores sonetos de amor y de los poemas
metafísicos de nuestra lengua, fustigador impenitente de la corrupción
de los poderosos (lo que le valió prisiones y sufrimientos), maestro
insuperable de la sátira y del sarcasmo dirigidos a adversarios y
rivales, prodigioso prestidigitador del idioma. Estos días tengo sobre
la mesa de noche el primer tomo de su prosa, que acaba de publicar
primorosamente la Biblioteca Castro (la responsable de las ediciones es
Cecilia Frías), y que incluye, además de la Historia de la vida del Buscón, la totalidad de sus Obras burlescas
(edición de Santiago Fernández Mosquera y Abraham Madroñal). Cada
noche, al acostarme, lo abro un poco al azar y leo deslumbrado alguno de
sus sueños lucianescos y pesimistas o de sus sátiras implacables y
disparatadas, envidiando su absoluto dominio de los registros del idioma
—los más exquisitos y cultos, los más groseros y vulgares— y su prosa
rebosante de ingeniosos neologismos, antítesis y anfibologías
desopilantes, vertiginosas elipsis conceptistas y desinhibido sentido
del ritmo. Y, sobre todo, desbordantes de liberadora y reconfortante
mala uva. Luego me duermo y sueño con que Wert y Aguirre encuentran su
Quevedo.
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