Se publica Liberación, novela ambientada en el cerco de Budapest, que el autor húngaro escribió en 1945. La ficción y la autobiografía se enlazan con uno de los episodios más cruentos de la Segunda Guerra Mundial en una obra memorable
Ilustración de Sebastián Dufour.fuente:adncultura.com |
El cerco de Budapest durante la Segunda Guerra
Mundial duró más de cuarenta días, desde fines de diciembre de 1944
hasta el 13 de febrero de 1945. En él murieron 40.000 civiles, casi
80.000 soldados del Ejército Rojo y 38.000 defensores que pertenecían a
las fuerzas del Tercer Reich. A propósito de ese episodio, con una
crudeza inusual en su obra, el escritor húngaro Sándor Márai (1900-1989)
muestra en la novela Liberación (Salamandra) cómo los hechos
trágicos de la historia colectiva obligan a enfrentar con los ojos bien
abiertos la verdad que no se quiere ver. Esos períodos de revelación, a
veces meros instantes, tienden a ser velados rápidamente porque muy
pocos soportan la intensidad de un tipo de luz semejante. En sus libros
de memorias, Confesiones de un burgués , ¡Tierra, tierra! , en los Diarios y en las novelas ( El último encuentro y Los rebeldes
, entre otras), también desarrolla este tema que, de un modo u otro, es
el telón de fondo y el motor de su vasta producción. De allí, la
vigencia de un autor que obtuvo la fama póstuma varias décadas después
de su muerte.
Márai escribió Liberación entre julio y
septiembre de 1945, es decir, apenas terminado el asedio. Durante la
batalla por la capital húngara, había abandonado su piso en Buda, la
parte antigua de la ciudad, para refugiarse en Leányfalu, una localidad
de veraneo sobre el Danubio, a unos 30 kilómetros de Pest. Leányfalu
estaba habitada en aquella época por campesinos pobres que vivían en las
laderas de la colina, en casas muy humildes, mientras que los burgueses
habían levantado sus residencias de descanso a orillas del río o en sus
cercanías. La pequeña ciudad, poco más que un pueblo, tenía una
tradición literaria: varios escritores se habían instalado allí o
pasaban en la zona largos períodos de reposo y aislamiento; entre ellos,
Zsigmond Móricz, uno de los grandes novelistas húngaros, muerto en
1942, cuya casa, saqueada por los comunistas, hoy se ha convertido en
museo.
Liberación responde a las tres reglas de la
tragedia clásica: la unidad de acción, de tiempo y de lugar; la acción
es el sitio de Budapest; el lugar, el refugio antiaéreo, bajo un
edificio del centenario barrio del Castillo, donde se guarecen ciento
cuarenta hombres y mujeres que sólo buscan sobrevivir; en cuanto al
tiempo, todo debería ocurrir en una jornada; y en verdad es así, porque
las seis semanas del asedio transcurren en la penumbra de un sótano
donde no hay días ni noches, sólo una larga espera. La protagonista de
la narración es una joven judía, Erzsébet, amparada por un falso
documento de identidad que le atribuye el apellido Sós. Ha debido
ocultarse no sólo por su raza, sino porque su padre es una celebridad
científica, un astrónomo cuya cara y cuyo nombre son conocidos por todos
quienes leen los diarios y están al tanto de la actividad intelectual
del país. El padre, al que quizá se le habría perdonado hasta la raza,
de haber tomado partido por los nazis, eligió, en cambio, mantener un
silencio tan desafiante como una condena explícita de la barbarie
desatada sobre su patria. Por eso, es uno de los primeros perseguidos en
cuanto los alemanes se hacen cargo de la ciudad y desplazan a las
autoridades húngaras. La hija y el padre se ven obligados a separarse y a
ocultarse en lugares distintos, hasta que Erzsébet, enterada de que el
escondite paterno ha sido descubierto, logra encontrarle un nuevo asilo,
justo enfrente del refugio donde ella misma aguarda la llegada de los
rusos.
El lujo de la soledad
Es interesante comparar la descripción que hace Márai en Liberación de esos días de angustia con lo que narra en su segundo libro de memorias, ¡Tierra, tierra!
, que empieza precisamente cuando el escritor se encuentra con el
primer soldado rojo. Las tropas soviéticas llegaron a Leányfalu antes
que a Budapest. En esa población de la periferia no encontraron
resistencia y en veinticuatro horas ocuparon las casas de los
residentes; en la de Márai, instalaron un taller mecánico de
reparaciones. El hogar del escritor funcionaba además como alojamiento
militar. Ese hecho le daba, por lo menos, una ventaja: en ningún momento
debió meterse en una guarida subterránea para escapar de los
bombardeos, porque estaba detrás de las líneas atacantes. Pero la
guerra, de todos modos, había llegado a él con aquel primer soldado
enemigo o liberador, según se quiera. La intrusión transformó su rutina y
los valores de su vida de inmediato. Ante todo, perdió la intimidad.
Todos los integrantes de su familia debían dormir y vivir en un solo
cuarto. Las otras habitaciones se habían convertido en una especie de
fábrica, en dormitorios o en lugares de uso común. Durante las numerosas
semanas que las fuerzas soviéticas y los húngaros compartieron bajo el
mismo techo, no lograron terminar de entenderse. Y no sólo por una
cuestión de lenguaje, sino también de modo de pensar, de actuar, podría
decirse literariamente, de "estilo". A pesar de que los soviéticos ya no
podían temer nada de los húngaros de Leányfalu, los miraban con
desconfianza, mezclada con sorna. No de otro modo Erzsébet y su "primer"
ruso se miran en el sótano de Buda cuando éste irrumpe, casi al final
del relato, en esa especie de cueva maloliente y sucia. Liberación termina con el capítulo de ese encuentro que tendrá un desarrollo dramático.
En la realidad y en la ficción, el asedio y la entrada
de los rusos desbarataron las vidas de los vencidos, particularmente de
los burgueses. Ante todo, estar solo se convirtió en un lujo. Erzsébet,
al igual que sus compañeros del agujero subterráneo, sólo puede
replegarse en sí misma, pero ante la vista de todos, como cuando se está
en la sala de espera de un consultorio médico. En definitiva, ese
espacio miserable bajo tierra no es otra cosa que una sala de espera
donde se revela, en un lapso relativamente breve, hasta qué punto toda
la vida no consiste sino en aguardar lo absolutamente desconocido, la
muerte. A su vez, Márai, en Leányfalu, había perdido la intimidad, de la
que podía disfrutar apenas por cortos lapsos, a ciertas horas, en un
cuartito de su casa. Allí, milagrosamente encerrado, leía y, sobre todo,
tomaba notas de lo que no podía entender, de cada uno de los gestos y
las reacciones de los ocupantes. Con ese material, imaginaría Liberación , a pesar de no haber estado en el centro de la acción.
La reserva y la discreción son dos virtudes burguesas
que campean en toda la obra de Márai. Esas virtudes agonizan penosamente
en el sótano de Liberación ; las ejercita, por ejemplo, un
hombre tullido, casi mudo, tendido al lado de Erzsébet. Es alguien que
sólo quiere pasar inadvertido: un judío y, por si fuera poco, un burgués
que ha aprendido a callarse y a soportar con la mayor dignidad posible
las humillaciones infligidas por los nazis al "pueblo elegido". El
silencio y la invisibilidad, o más bien saber hacerse invisible: en eso
consiste el secreto y la mejor estrategia de supervivencia. El lisiado
es un profesor de matemática, alguien con la misma formación que el
padre de Erzsébet, aunque no de la misma jerarquía científica. Una vez
al día, siempre sin quejas, se levanta con dificultad, apoyado en su
bastón. Con una expresión crispada, de dolor físico y moral, recorre los
metros que lo separan de la letrina común, es decir, de la abyección
compartida que lo rebaja al estado animal, perdido cualquier resto de
pudor. Todos, los señores "distinguidos", como los llama Márai, y la
gente "simple", se han esforzado en no ver lo evidente, en ignorar, a
sabiendas, los peldaños de degradación que deben bajar para seguir con
vida, confiados en la liberación.
Cada uno de los gestos, cada una de las palabras, los
restos ya sucios y malolientes de la ropa delatan la condición social de
los refugiados en el sótano y le dan matices distintos a la
convivencia, a pesar de que ese grupo de desdichados ha ido
despojándose, o eso creen, de los atributos detectables de su origen. Lo
mismo le ocurría a Márai en su casa invadida de Leányfalu, donde
añoraba el pasado irrecuperable. En ¡Tierra, tierra! , dice el autor:
Ser burgués nunca ha sido para mí una categoría social;
siempre he considerado que se trata de una vocación. La figura del
burgués representa para mí el mejor fenómeno humano creado por la
cultura occidental moderna, justamente porque el burgués es quien ha
creado la cultura occidental moderna.
El barrio del Castillo en la antigua ciudad de Buda,
los palacios -casi todos decrépitos-, las viejas casas señoriales de la
aristocracia y de la alta burguesía -a menudo conquistadas por el moho-
sintetizaban con su calma melancólica los ideales de Márai, amenazados
por la máquina ensordecedora de la guerra, por las balas de los cañones
rusos, "bombas baratas y pequeñas", como dice uno de los personajes de Liberación
, porque Budapest (en realidad, todo Hungría) no se merece más que esas
bombas de segunda categoría: ¿para qué desperdiciar en una capital
menor las potentes, lujosas bombas de varias toneladas de los
americanos?
El Castillo y el humanismo
La burguesía que había construido la Europa moderna se
había parapetado desde hacía siglos en la orilla derecha del Danubio.
Dice Márai en Divorcio en Buda a propósito de los vecinos de esa zona de la ciudad (aristócratas, funcionarios, jubilados descendientes de la nobleza):
Éstos eran los habitantes originales del silencioso
barrio, junto a ellos, en esas casas que trepaban por la colina, se
instalaban los nuevos ricos, generalmente de la segunda generación,
también los escritores y artistas que pretendían mantenerse alejados de
"la época moderna" y buscaban en esas cuatro o cinco calles el spleen
, el "estilo", la vecindad de la gente elegante, el aislamiento de
otras clases sociales, ese silencio peculiar, esa quietud que reinaba
entre los arcos, por encima de la ciudad, y se extendía por las
habitaciones de las viviendas bajo los techos deteriorados.
Márai era uno de los escritores aludidos en Divorcio?
Vivía amparado por la sombra de los palacetes nobiliarios, las antiguas
mansiones burguesas y las buenas maneras. Del ensueño, lo arrancó
primero el nazismo y después el bolchevismo. En todos sus escritos, el
sigilo, el tacto, la moderación encarnan las virtudes opacas pero más
valiosas de los personajes. Los sobrentendidos son el código de
elegancia moral en una sociedad cultivada y también en la literatura:
por una simple cuestión de economía. Y la economía es la principal
preocupación de un ser humano, ya que compromete la supervivencia. En
húngaro la palabra polgár designa al burgués, pero también al
ciudadano. Y cuando Márai se refiere al burgués, resulta claro que está
pensando en el humanismo y en la Europa ilustrada que él conoció. El
humanismo fue, según sus palabras, el mayor regalo de Europa a la
humanidad. Y resume aquel concepto en muy pocas palabras: "El humanismo
es la constatación de que el ser humano es la medida de todas las
cosas". Dice en ¡Tierra, tierra! :
Alguna vez existió una Europa apasionada en la que la
gente no solamente quería saber sino también apasionarse. ¿Apasionarse
por qué? Por las ilusiones, o sea por Dios. O bien por el amor, porque
sentían una energía creadora en el amor. O bien por la armonía erótica
de la belleza y la proporción. ¿Qué buscaban? No solamente la verdad,
sino una aventura noble y estimulante, caldeada por la pasión; porque
querían cultura y sin pasión no hay cultura. Una aventura que convertir
en arte o en tragedia. [?] Unas ciudades maravillosamente organizadas
que habían sabido envejecer con sabiduría y armonía y donde vivía gente
que no solamente pretendía habitar en sus casas, sino vivir, gente que
no pensaba que el abono sintético fuera tan importante como el
contrapunto.
La nostalgia de ese mundo destruido por los
bolcheviques no lo ciega. Admite que ese orden estaba basado en la
propiedad de los medios de producción y en el trabajo de una clase
proletaria que no tenía conciencia de clase y sobre la que se alzaban
los imperios económicos; para que esa clase se rebelara contra su
condición y perseverara en la lucha era necesario forjarle un mito, un pathos
que la sacudiera: Lenin creó el mito del Partido. Los rusos, hombres
orientales en definitiva, son sanjuanistas, creen o creían en la
redención y estaban dispuestos a sacrificarse por el reino futuro; los
occidentales, en cambio, son prometeicos, están esclavizados por el
deseo de posesión y de poder terrenal. A pesar de la catástrofe que se
despliega ante sus ojos, Márai formula en sus memorias y en Liberación
una postrera defensa de los ideales y los intereses de la burguesía.
Esos ideales habían permitido a los burgueses construir ciudades, una
cultura, el continente europeo, sin perder de vista que también
pretendían elevar a la masa informe a su propia altura.
Claro que la civilización burguesa había sido violada
por los nazis antes que por los comunistas y la guerra no había hecho
sino sacar a luz el odio latente de los seres humanos, ávidos de
ventilar cada tanto las propias miasmas. Erzsébet reflexiona:
Ese destello en la mirada de la gente. El odio con que
se miran en los refugios oscuros y en las calles más oscuras, o durante
el día, por encima de los cadáveres cubiertos con papel de estraza. Esa
mirada en que arde una luz tenebrosa, la misma que está en ojos de
todos. Trasluce odio, miedo, remordimiento, crueldad, furia demencial,
codicia que hace rechinar los dientes.
En Liberación , se asiste a la destrucción en
cuarenta días de lo poco que quedaba del clima civilizado de los salones
húngaros. Los buenos modales se convierten en una ficción que resulta
casi inverosímil y que lentamente casi todos dejan de practicar. Sólo
quedan ruinas, pero por medio de ellas se comprende que el universo
afelpado de los hogares acogedores en el barrio del Castillo encerraba
el huevo de la serpiente. Los habitantes del sótano se acostumbran a
todo con bastante rapidez. Primero, a la promiscuidad; después, al
encierro, a la suciedad, al aburrimiento, al bombardeo incesante, al
sobresalto de las explosiones cercanas, al hedor que emana de los
cuerpos bañados en el sudor del pánico.
Apenas llegan a ese cobijo precario los rumores de que
los rusos están a las puertas de la ciudad, más aún, que han entrado en
ella y que ya se está combatiendo cuerpo a cuerpo, manzana por manzana;
los "señores distinguidos" confraternizan con la gente "simple", abaten
las últimas barreras de clase con premura y cuentan anécdotas en las que
protegieron a indigentes, a trabajadores, tratan de mostrar de mil
modos que son todos iguales; y la gente simple no deja de adular a los
que fueron poderosos: saben, por experiencia, que los poderosos casi
siempre vuelven a ser poderosos. La supervivencia se juega en pocas
horas y la "patria" se ha reducido a una "manzana".
La crueldad por decreto
El sitio es tan prolongado y, a la vez, tan fulminante
que hasta hay tiempo para los escrúpulos. De pronto, en la oscuridad,
irrumpe un grupo de cruces flechadas, es decir, los secuaces húngaros de
los nazis, que ya se saben condenados. Han salido a matar porque
necesitan hacer lo que en breve harán con ellos y, naturalmente, buscan a
algún judío. Lo encuentran, pero no se trata del tullido, sino de un
farmacéutico. Se lo llevan sin que nadie proteste. Un minuto después, se
oye un disparo. Entre los refugiados, alguien encuentra la fórmula
adecuada para expresar con tono enfático y fariseo una noble y ardiente
indignación, la inocencia sorprendida de todos y, en particular, la
pretendida falta de responsabilidad del grupo indefenso: "Es demasiado".
Son los términos precisos que todo pueblo azotado por una dictadura,
pero que no se atrevió a reaccionar de modo apropiado en el momento
justo, pronunció alguna vez en circunstancias semejantes. Son
ciudadanos, no héroes. ¿Quién podría reprocharles algo? ¿Quién habría
hecho otra cosa? Lo más prudente es la absolución general y recíproca.
"Hoy por ti, mañana por mí."
En verdad, lo "demasiado" a que se refieren los
asilados en el sótano no es la atrocidad cometida por los opresores sino
el hecho de que ellos, honestos ciudadanos, la hayan visto. No pensaban
que alguna vez les tocaría ser testigos de algo similar, de aquello que
hasta pocas horas antes era una murmuración, algo que se decía, pero de
lo que no se tenían pruebas y, por lo tanto, era conveniente dejar lo
que era "demasiado" en el limbo epistemológico de la duda, casi del
chisme. Pero el asesinato del judío no pueden ignorarlo. Todos han
quedado involucrados. Negar lo que ocurrió ante ellos sería esconder
"demasiado". En ¡Tierra, tierra! hay una frase imborrable como
la marca infamante que el verdugo aplicaba con un hierro candente en el
cuerpo de los criminales: "El testigo ocular se identifica no solamente
con la víctima, sino también con el asesino".
¿Cuál es la causa de la crueldad? Márai se pregunta si
no reside en la conciencia de nuestra muerte, en el hecho de hallarnos
condenados a luchar y vagar en un universo indiferente cuya única salida
es algo tan definitivo como la aniquilación. La desesperanza nos
impulsa a la maldad. Por si fuera poco, la única salida tiene un precio
feroz que se paga por anticipado: la agonía, morirse? Morirse es peor
que la muerte. En ¡Tierra, tierra! se lee:
Un mundo superpoblado y masificado ha inventado, para
completar la crueldad individual, sofisticada y humana, nuevos géneros
de tortura: la tortura de la autoridad y la tortura por decreto, la
constante molestia oficial en la vida privada y la limitación, mediante
norma legal, de los derechos humanos naturales. Esta crueldad
institucionalizada no es más suave que la crueldad individual.
Durante semanas, los refugiados esperaron la llegada de
los rusos, la liberación. Esa espera podría haber terminado con la
muerte. Los que sobrevivieron, entre ellos Erzsébet, pueden ver a los
soldados del nuevo poder. Con la aparición del primer soldado rojo, se
abren otras preguntas y otras esperas. ¿Cómo son los bolcheviques? ¿Qué
futuro impondrán a los vencidos? El profesor tullido, con lucidez, se
responde que los rusos no traerán más que lo que provenga de su modo de
ser. No van a perseguir a los judíos por el hecho de ser judíos, pero
tampoco los van a adorar. Porque ningún grupo humano se merece como tal
que se lo adore. El sufrimiento no mejora a las personas. "Nadie aprende
nada. Todo el mundo quiere retomar las cosas donde las interrumpió."
Con su propia conducta, el profesor dará prueba en el desenlace de la
novela del escepticismo, la desesperanza y el miedo envilecedor que
anida en los seres humanos.
La verdadera liberación no depende de los rusos, ni
tampoco de algo exterior. Según Márai, sólo quien es lo bastante fuerte
para conocer la realidad de su propia naturaleza sin ofenderse y la
acepta, como debería aceptar el final, está cerca de la libertad. El
encuentro, a solas, con su primer ruso le mostrará a Erzsébet cuál es
el sentido de la suya.
Márai dejó Leányfalu y volvió a Budapest cuando la
ciudad quedó liberada. Su piso de Buda había sido destruido. De la
biblioteca de seis mil volúmenes, unos pocos se habían salvado del fuego
y del agua. Se instaló de un modo precario en otra casa. Terminó Liberación
en unos pocos meses y comprendió muy pronto que no podría publicar
nunca más en su patria. Las nuevas autoridades no le tenían simpatía,
pero tampoco lo veían como un enemigo peligroso. Era un escritor burgués
prestigioso, de enorme éxito, que escribía libros burgueses. Para los
comunistas, habría sido una conquista importante que colaborara con las
nuevas revistas, que tuviera una columna o que publicara de tanto en
tanto. Le hubieran tolerado hasta artículos críticos, siempre que las
críticas al gobierno fueran ligeras. Habrían confiado en él porque era
un "caballero" y un "caballero" sabe hasta dónde puede llegar y cómo
debe comportarse en los lugares adonde es invitado. Con un acuerdo de
esa clase -no era necesario especificar las condiciones, naturalmente-
las obras de Márai habrían podido aparecer. Márai prefirió el silencio.
Se apartó. Lo prohibieron. Pero llegó un momento en que no bastaba estar
explícitamente en contra, no era suficiente callarse porque callarse
era ser culpable.
En 1948, el novelista de El último encuentro
se exilió en Estados Unidos. Sus libros no volvieron a editarse en la
patria durante décadas. Su nombre cayó casi en el olvido. Vivió con su
mujer y su hijo adoptivo en San Diego. Así como en un tiempo los
estadounidenses iban a Reno a divorciarse y a Las Vegas para casarse de
nuevo, elegían San Diego para suicidarse. Márai no pensó en nada
semejante cuando se instaló allí. Pero la vida es una película que
siempre termina mal. Las muertes de sus tres hermanos, la de su mujer,
Lola, y la de su hijo, en un lapso de un año y medio, lo dejaron en la
soledad más absoluta. Tenía la visión muy reducida, leía a duras penas, a
modo de consuelo, las obras de grandes autores húngaros como Krúdy (que
buscó difundir), y caminaba casi desvalido por una ciudad que nada
tenía en común con la altiva y hermosa colina del Castillo de Buda. A
los 88 años, aprendió a tirar. Le tomó poco tiempo. Los caballeros,
según un pensamiento de Pascal que el escritor húngaro acostumbraba
citar, hacen todo bien porque sólo hacen lo que saben. De propia mano,
con un disparo en la cabeza, la liberación le llegó el 21 de febrero de
1989.
No hay comentarios:
Publicar un comentario