José Manuel Caballero Bonald, Juan Goytisolo, Julio Ortega y el director del Instituto Cervantes, Víctor García de la Concha rinden tributo al autor de Aura
José Manuel Caballero Bonald, Julio Ortega, Juan Goytisolo y Víctor García de la Concha en el homenaje a Carlos Fuentes. foto:Luis Sevillano.fuente:elpais.com |
Como escritor de ambición y huella, Carlos Fuentes no se conformaba
con dominar la imaginación y el lenguaje: quería redimensionar el
tiempo. Rendirlo a sus pies. Como Joyce, como Cervantes, como Proust,
como Dios en la Biblia, sabían que la creación de un mundo en donde
cupieran las desdichas de los vivos y la presencia fantasmal de los
muertos jugando con los relojes blandos de la eternidad era cuestión de
superación, entrega y trabajo.
Ese maestro del mestizaje que ya ha trascendido a sus latidos desde que murió el 15 de mayo
en México fue homenajeado ayer en el Instituto Cervantes de Madrid por
cuatro amigos: José Manuel Caballero Bonald, Juan Goytisolo, Julio
Ortega y el director de la institución, Víctor García de la Concha. Será
el primero en un mes donde también se le rendirá tributo en la Casa de
América la próxima semana.
A Carlos Fuentes no le gustaba hablar de la muerte: “Le resultaba una
pérdida de tiempo. Literalmente. Porque lo detiene, el tiempo, y porque
una vez ocurre, no hay mucho que decir”, recordaba su entrañable amigo
Ortega. Por eso se fue de repente este mes, dejando una inmensa obra
agrupada bajo el título La edad del tiempo, como no, que es
cartografía de un mundo inabarcable a la manera del perfil que Goytisolo
trazó de él: “Entre los cronistas de indias, la curiosidad de Humboldt y
la cólera de Bartolomé de las Casas”, dijo el escritor español.
Ambos, Ortega y Goytisolo, incidieron e insistieron en la importancia
y la obsesión de Fuentes con el tiempo. “Quería crearlo para
trascenderlo”, aseguró Goytisolo. Mientras, Ortega contaba que se
encontraba inmerso en la reorganización de su obra y que, para ello, esa
constante resultaba crucial: “La temporalidad cambiante según el
momento en que se lee”, comentaba. Así se fija una verdad inapelable:
“Cada persona, al leer y releer encontrará otro sí mismo”.
El primer libro de Carlos Fuentes fue Aura, de la que este años se cumplen 50 años y que será leída íntegramente en Casa de América. Pero también lo fue Federico en el balcón,
trabajo que dejó inédito y apareció en las páginas de EL PAÍS a raíz de
su muerte. “Nunca escribió dos novelas parecidas”, aseguró Goytisolo.
Quizás porque resultaba un escritor ajeno a las clasificaciones,
regateador de estilos, obsesionado con la reinvención. Para él, cada
nueva obra era la primera. Así, alguien puede encontrar obsesiones
similares en Aura, Terra nostra o La muerte de Artemio Cruz, ligazones azarosas en La silla del Águila o Diana y la cazadora solitaria y Los años con Laura Díaz,
pero jamás hallará la misma estructura, ni el mismo discurso, ni
personajes que se le parezcan o tiempos narrativos redundantes.
Fuentes era la aventura y el delirio experimental, la dedicación, la
indagación y el trabajo sin excusas volcado en su literatura sin
distracciones para redondear esa suma literaria del tiempo de todos
nosotros que es pasado, presente y futuro, ese aire que acoge sin
precisión matemática a la especie.
Sobre todo después de que un día, su íntimo amigo García Márquez, en
los días que se ganaban buena parte de su vida inventando guiones para
pagar las facturas, le exhortara: “Pero Fontacho, ¿qué vamos a hacer?
¿Salvar el cine mexicano o escribir nuestras novelas?”, rememoraba ayer
García de la Concha.
A partir de ahí ya merodeaba por el ánimo de ambos romper con todo y
perdurar. Caballero Bonald expresó toda la hondura y el pulso entre
eterno y transgresor que le movió en sus certeras y profundas líneas de
ayer basadas en un análisis del ensayo de Fuentes, ‘La nueva novela
hispanoamericana’.
Para el poeta jerezano, la clave del mexicano y del ‘boom’ fue seguir
la estela de los antiguos cronistas de indias. “Como ellos tuvieron que
nombrar cosas no antes vistas, como en Macondo y así pertenecen a una
cadena de acordes léxicos y sintácticos que busca en el mestizaje sus
raíces poéticas. Revitalizan y rescatan el verbo, lo utilizan contra el
dogma y la musaraña académica. Que magnífica lengua impura la que hablan
esos personajes que deben acudir a sus novelas para saber que existen”.
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