¿Hay un nuevo policial negro? ¿Se escribe en países europeos no centrales? ¿En La fría Suecia? ¿En Dublín, Belfast o Glasgow? Un viaje por el crimen de hoy
PAISAJES COMO DEL FIN DEL MUNDO. En la versión televisiva sueca de las novelas de Henning Mankell. foto.fuente: Revista Ñ |
El comisario Adamsberg sabía planchar las camisas; su madre le había
enseñado a aplanar la pieza de los hombros y alisar la tela alrededor de
los botones.” Con esta presentación, inimaginable en tiempos de Gideon
Fell –el protagonista de 23 novelas policiales escritas por John
Dickson Carr entre 1933 y 1967–, comienza Un lugar incierto,
la penúltima pieza de la saga de este comisario poco menos que
delirante, ideada por una arqueozoóloga francesa llamada Frédérique
Audoin-Rouzeau, autora de un monumental trabajo sobre la peste negra y
otro sobre las osamentas animales de la Edad Media. Allí, en esa
revelación doméstica, pero también en el hecho de que la escritora
elija, cuando se trata de esta clase de libros, firmar como Fred Vargas,
un nombre masculino e hispano –aunque el Fred sea la abreviatura del
verdadero Frédérique y Vargas provenga del personaje de Ava Gardner en
La condesa descalza–, se encierran algunas claves de lo que, con algo de
pretenciosidad podría denominarse “el nuevo policial negro”.
Hay, en el género, ya desde su comienzo, una cierta impronta vergonzante. Los antiguos detectives eran –como quienes los creaban– amateurs. Para unos y para otros, se trataba de un ejercicio intelectual. Sobre todo en los casos del citado Dickson Carr y de Nicholas Blake (seudónimo del poeta Cecil Day Lewis y uno de los grandes maestros del policial inglés) los investigadores no dependían económicamente de la resolución de sus casos. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, creadores, en 1945, de la colección El Séptimo Círculo fueron los introductores de estos dos autores en castellano, más allá de alguna edición suelta en la década de 1930. El número 1 de la serie fue La bestia debe morir, de Blake, y el 2, Los anteojos negros, de Dickson Carr. En esa obra hace su aparición, para los hispanoparlantes, Fell (la primera novela en la que había aparecido, en realidad, era Hag’s Nook, de 1933), alguien presentado como lexicógrafo y de quien lo único que llegaba a conocerse era la pipa y su fenomenal corpulencia, algo que ponía en escena su necesaria inmovilidad. La investigación –y los policiales, podrían agregar sus eruditos creadores– no era cuestión de movimiento sino de inteligencia. Y la parodia Seis problemas para don Isidro Parodi, de Borges y Bioy (quienes también usaron un seudónimo, H. Bustos Domecq), publicada por Sur en 1942, llevaba esta característica hasta un límite. El investigador, un ex peluquero, estaba preso y resolvía sus casos sin moverse de la celda 273 de la Penitenciaría Nacional.
Detectives imperfectos
El llamado policial negro introduce, en particular, dos variantes: el punto de vista del criminal y la profesionalización del investigador. Y en este segundo caso debe habérselas con un problema que aún suele turbar a los autores, obligándolos a meandros narrativos a veces exagerados: el desprestigio, a lo largo del siglo XX, de las fuerzas policiales. La figura del detective privado es, desde la gran trilogía americana –Sam Spade, Philip Marlowe y Lew Archer– una de las soluciones posibles. A veces son ex policías, en permanente enfrentamiento con la corrupción o la burocracia; en ocasiones, simples profesionales, nunca demasiado bien vistos ni por la institución ni por aquellos a los que persiguen; a menudo deben luchar simultáneamente con malhechores y policías (suelen tener un enemigo jurado dentro de la fuerza y, también, algún aliado). Pero, de todas maneras, de estos detectives tampoco se sabía demasiado más allá de que la vida los había endurecido, de que no creían demasiado en nada y de que, para ellos, había pocos desayunos mejores que un buche de bourbon. Faltaba todavía para la última gran moda del género: los imperfectos. Una nueva camada de investigadores que se casan o se divorcian, que tienen problemas de incomunicación con sus hijos (generalmente hijas), que a veces son alcohólicos o dominan a duras penas sus impulsos más violentos, que saben cocinar (y que pueden llegar a ser verdaderos gourmets) y que deben lidiar con una vida cotidiana que está lejos de agotarse en los casos que resuelven. Uno de los subrubros es el de los policías étnicos, encabezados por el precursor Pepe Carvalho, de Manuel Vázquez Montalbán (versión barcelonesa), el comisario Montalbano –llamado así en su homenaje– de Andrea Camilieri (versión siciliana) y el comisario Kostas Járitos, de Petros Markaris (versión ateniense). Se trata, casi, del tercer mundo europeo. Y en el caso de Járitos, se hace presente una detallada descripción del patio de atrás del Mercado Común, que en su última novela, Con el agua al cuello –donde los asesinados son banqueros de los que llegan a “salvar” a Grecia–, alcanza un grado máximo de explicitación. Los tres aman las comidas populares y en todas sus novelas se entremezcla la picaresca, sin llegar al extremo del genial detective sin nombre de Eduardo Mendoza, al que, cada tanto, el Comisario Flores saca del manicomio en el que está internado (en El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas y El tocador de señoras) para que lo ayude.
Y dentro de esta pequeña categoría ocupada por los márgenes del viejo continente (y por afuera de las tradicionales Scotland Yard inglesa y Sureté francesa) hay una casilla más chica todavía, cuya pequeñez, sin embargo, no condice con la magnitud de sus ventas: el policial escandinavo. Con un marco de política estrictamente correcta, sin excesos de ninguna índole y con frecuentes reflexiones acerca de la violencia de género, su estrella es Kurt Wallander, el veterano Inspector de la policía de Ystad –localidad cercana a Malmö, en el sur de Suecia–, creado por Henning Mankell. La fugaz Trilogía Millenium de Stieg Larsson, donde la hacker Lisbeth Salander roba protagonsimo al periodista de investigación económica Mikael Blomkvist, fue otro fenomenal éxito nórdico, a pesar de su desprolijidad de escritura y de que la única trama verdaderamente bien construida es la de Los hombres que no amaban a las mujeres, el primer volumen. El furor por los policiales en las nieves ha llevado a editoriales españolas a apuntarse con cuanto apellido con doble diéresis y acento sobre las consonantes se le cruzara por delante, sin demasiado tino ni fortuna.
En el panorama actual, además de la mencionada Fred Vargas (sus novelas son editadas por Siruela) se destacan algunos de los descubrimientos de la serie Roja y Negra, de Random House, que dirige Rodrigo Fresán; en particular, los iniciales Delitos a largo plazo, una novela excelente del inglés Jake Arnott, y El poder del perro, de Don Winslow: una especie de El padrino en clave de narcotráfico mexicano, bastante plana e ingenua en su dibujo del protagonista, pero apasionante en su meticulosa reconstrucción de un entramado delictivo que tiene como mercancía principal los 3.326 km de frontera que México tiene con los Estados Unidos. Y, sobre todo, las sagas (ése es otro de los datos del policial actual) de tres autores que hacen honor a una vieja tradición literaria británica: ninguno de los tres es inglés. Dos son irlandeses, John Banville, travestido como “Benjamin Black”, y John Connolly, que ambienta sus novelas en los Estados Unidos, y el escocés Craig Rusell, que no recurre a seudónimos pero escribe dos series a falta de una y con características casi opuestas entre sí, la del pulcro Inspector Fabel, de la policía de Hamburgo, y la del casi impresentable Lennox, un detective privado canadiense que quedó –o eligió quedar– varado en Glasgow después de la Segunda Guerra Mundial.
Dublín, Belfast y Glasgow, ciudades duras
Benjamin Black ha escrito cuatro novelas que tienen como protagonista al patólogo Garrett Quirke, un huérfano à la Dickens criado en su primera infancia por los curas y luego en el seno de la alta burguesía, que describe con igual justeza ambos mundos y que actúa en una oscura Dublín de posguerra. El secreto de Christine, El otro nombre de Laura, En busca de April y Muerte en Verano (las dos mejores son la primera y la cuarta), a las que se agrega El lémur –una novela sin Quirke– fueron traducidas y publicadas por Alfaguara.
Las dos series de Craig Rusell, sumamente bien escritas, recorren dos extremos de la novela negra. En un caso se trata de un oficial dentro de una policía científica y ultraespecializada y en el otro de alguien capaz de frases como “hay dos cosas que a Glasgow le salen bien: la lluvia y el humo”. Uno, Fabel, es metódico y ordenado pero los males del mundo no lo dejan indemne –e incluso pueden volver literalmente loca a una de sus colaboradoras inmediatas–; el otro, Lennox, es, en la mejor tradición de Marlowe, un cínico extremo en el medio de la ciudad más sórdida que pueda imaginarse. La Serie Fabel incluye los volúmenes Muerte en Hamburgo, Cuento de muerte, Resurrección, El señor del carnaval y La venganza de la valquiria, editados por Roca pero de muy difícil obtención en la Argentina, y A Fear of Dark Water, aún no publicado en castellano. Las novelas de Lennox son Lennox, El beso de Glasgow (las dos únicas editadas en español, también por Roca), The Deep Dark Sleep y Dead Men and Broken Hearts.
Por último, pero lejos del último lugar en importancia, Connolly ha logrado la exacta mezcla entre el policial y el terror, con asesinos seriales habitados por la maldad más pura y un detective que lleva el nombre de un saxofonista de jazz, Charlie Parker, y al que como a él llaman Bird aunque sólo escucha música country, que podría ser un ángel caído y al que secunda un dúo perfecto: la pareja gay formada por el elegantísimo Louis, un implacable asesino negro, y Angel, un ladrón blanco que se destaca por el mal gusto para vestirse. Parker es ex policía. En el comienzo mismo de la saga su mujer y su hija son asesinadas. Y a lo largo de sus novelas, que ya en el segundo volumen se desplazan de Nueva York a Maine –uno de los homenajes, no el único, a Stephen King–, se intuye que de lo que se trata no es de la clarificación de casos aislados sino de una lucha de proporciones mucho más amplias. Con escapadas hacia la historia de Louis en el Sur profundo y de los propios padres de Parker, la serie incluye nueve novelas traducidas y publicadas por Tusquets (Todo lo que muere, El poder de las tinieblas, Perfil asesino, El camino blanco, El ángel negro, Los atormentados, Los hombres de la guadaña, Los amantes y Voces que susurran), dos aún no editadas en castellano (The Burning Soul, de 2011, y The Wrath of Angels, de 2012) y una nouvelle que Tusquets no distribuyó en la Argentina, Más allá del espejo, donde aparece el personaje de El Coleccionista, central en varios de los últimos volúmenes, y que se sitúa cronológicamente entre el cuarto y el quinto de la serie.
Hay, en el género, ya desde su comienzo, una cierta impronta vergonzante. Los antiguos detectives eran –como quienes los creaban– amateurs. Para unos y para otros, se trataba de un ejercicio intelectual. Sobre todo en los casos del citado Dickson Carr y de Nicholas Blake (seudónimo del poeta Cecil Day Lewis y uno de los grandes maestros del policial inglés) los investigadores no dependían económicamente de la resolución de sus casos. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, creadores, en 1945, de la colección El Séptimo Círculo fueron los introductores de estos dos autores en castellano, más allá de alguna edición suelta en la década de 1930. El número 1 de la serie fue La bestia debe morir, de Blake, y el 2, Los anteojos negros, de Dickson Carr. En esa obra hace su aparición, para los hispanoparlantes, Fell (la primera novela en la que había aparecido, en realidad, era Hag’s Nook, de 1933), alguien presentado como lexicógrafo y de quien lo único que llegaba a conocerse era la pipa y su fenomenal corpulencia, algo que ponía en escena su necesaria inmovilidad. La investigación –y los policiales, podrían agregar sus eruditos creadores– no era cuestión de movimiento sino de inteligencia. Y la parodia Seis problemas para don Isidro Parodi, de Borges y Bioy (quienes también usaron un seudónimo, H. Bustos Domecq), publicada por Sur en 1942, llevaba esta característica hasta un límite. El investigador, un ex peluquero, estaba preso y resolvía sus casos sin moverse de la celda 273 de la Penitenciaría Nacional.
Detectives imperfectos
El llamado policial negro introduce, en particular, dos variantes: el punto de vista del criminal y la profesionalización del investigador. Y en este segundo caso debe habérselas con un problema que aún suele turbar a los autores, obligándolos a meandros narrativos a veces exagerados: el desprestigio, a lo largo del siglo XX, de las fuerzas policiales. La figura del detective privado es, desde la gran trilogía americana –Sam Spade, Philip Marlowe y Lew Archer– una de las soluciones posibles. A veces son ex policías, en permanente enfrentamiento con la corrupción o la burocracia; en ocasiones, simples profesionales, nunca demasiado bien vistos ni por la institución ni por aquellos a los que persiguen; a menudo deben luchar simultáneamente con malhechores y policías (suelen tener un enemigo jurado dentro de la fuerza y, también, algún aliado). Pero, de todas maneras, de estos detectives tampoco se sabía demasiado más allá de que la vida los había endurecido, de que no creían demasiado en nada y de que, para ellos, había pocos desayunos mejores que un buche de bourbon. Faltaba todavía para la última gran moda del género: los imperfectos. Una nueva camada de investigadores que se casan o se divorcian, que tienen problemas de incomunicación con sus hijos (generalmente hijas), que a veces son alcohólicos o dominan a duras penas sus impulsos más violentos, que saben cocinar (y que pueden llegar a ser verdaderos gourmets) y que deben lidiar con una vida cotidiana que está lejos de agotarse en los casos que resuelven. Uno de los subrubros es el de los policías étnicos, encabezados por el precursor Pepe Carvalho, de Manuel Vázquez Montalbán (versión barcelonesa), el comisario Montalbano –llamado así en su homenaje– de Andrea Camilieri (versión siciliana) y el comisario Kostas Járitos, de Petros Markaris (versión ateniense). Se trata, casi, del tercer mundo europeo. Y en el caso de Járitos, se hace presente una detallada descripción del patio de atrás del Mercado Común, que en su última novela, Con el agua al cuello –donde los asesinados son banqueros de los que llegan a “salvar” a Grecia–, alcanza un grado máximo de explicitación. Los tres aman las comidas populares y en todas sus novelas se entremezcla la picaresca, sin llegar al extremo del genial detective sin nombre de Eduardo Mendoza, al que, cada tanto, el Comisario Flores saca del manicomio en el que está internado (en El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas y El tocador de señoras) para que lo ayude.
Y dentro de esta pequeña categoría ocupada por los márgenes del viejo continente (y por afuera de las tradicionales Scotland Yard inglesa y Sureté francesa) hay una casilla más chica todavía, cuya pequeñez, sin embargo, no condice con la magnitud de sus ventas: el policial escandinavo. Con un marco de política estrictamente correcta, sin excesos de ninguna índole y con frecuentes reflexiones acerca de la violencia de género, su estrella es Kurt Wallander, el veterano Inspector de la policía de Ystad –localidad cercana a Malmö, en el sur de Suecia–, creado por Henning Mankell. La fugaz Trilogía Millenium de Stieg Larsson, donde la hacker Lisbeth Salander roba protagonsimo al periodista de investigación económica Mikael Blomkvist, fue otro fenomenal éxito nórdico, a pesar de su desprolijidad de escritura y de que la única trama verdaderamente bien construida es la de Los hombres que no amaban a las mujeres, el primer volumen. El furor por los policiales en las nieves ha llevado a editoriales españolas a apuntarse con cuanto apellido con doble diéresis y acento sobre las consonantes se le cruzara por delante, sin demasiado tino ni fortuna.
En el panorama actual, además de la mencionada Fred Vargas (sus novelas son editadas por Siruela) se destacan algunos de los descubrimientos de la serie Roja y Negra, de Random House, que dirige Rodrigo Fresán; en particular, los iniciales Delitos a largo plazo, una novela excelente del inglés Jake Arnott, y El poder del perro, de Don Winslow: una especie de El padrino en clave de narcotráfico mexicano, bastante plana e ingenua en su dibujo del protagonista, pero apasionante en su meticulosa reconstrucción de un entramado delictivo que tiene como mercancía principal los 3.326 km de frontera que México tiene con los Estados Unidos. Y, sobre todo, las sagas (ése es otro de los datos del policial actual) de tres autores que hacen honor a una vieja tradición literaria británica: ninguno de los tres es inglés. Dos son irlandeses, John Banville, travestido como “Benjamin Black”, y John Connolly, que ambienta sus novelas en los Estados Unidos, y el escocés Craig Rusell, que no recurre a seudónimos pero escribe dos series a falta de una y con características casi opuestas entre sí, la del pulcro Inspector Fabel, de la policía de Hamburgo, y la del casi impresentable Lennox, un detective privado canadiense que quedó –o eligió quedar– varado en Glasgow después de la Segunda Guerra Mundial.
Dublín, Belfast y Glasgow, ciudades duras
Benjamin Black ha escrito cuatro novelas que tienen como protagonista al patólogo Garrett Quirke, un huérfano à la Dickens criado en su primera infancia por los curas y luego en el seno de la alta burguesía, que describe con igual justeza ambos mundos y que actúa en una oscura Dublín de posguerra. El secreto de Christine, El otro nombre de Laura, En busca de April y Muerte en Verano (las dos mejores son la primera y la cuarta), a las que se agrega El lémur –una novela sin Quirke– fueron traducidas y publicadas por Alfaguara.
Las dos series de Craig Rusell, sumamente bien escritas, recorren dos extremos de la novela negra. En un caso se trata de un oficial dentro de una policía científica y ultraespecializada y en el otro de alguien capaz de frases como “hay dos cosas que a Glasgow le salen bien: la lluvia y el humo”. Uno, Fabel, es metódico y ordenado pero los males del mundo no lo dejan indemne –e incluso pueden volver literalmente loca a una de sus colaboradoras inmediatas–; el otro, Lennox, es, en la mejor tradición de Marlowe, un cínico extremo en el medio de la ciudad más sórdida que pueda imaginarse. La Serie Fabel incluye los volúmenes Muerte en Hamburgo, Cuento de muerte, Resurrección, El señor del carnaval y La venganza de la valquiria, editados por Roca pero de muy difícil obtención en la Argentina, y A Fear of Dark Water, aún no publicado en castellano. Las novelas de Lennox son Lennox, El beso de Glasgow (las dos únicas editadas en español, también por Roca), The Deep Dark Sleep y Dead Men and Broken Hearts.
Por último, pero lejos del último lugar en importancia, Connolly ha logrado la exacta mezcla entre el policial y el terror, con asesinos seriales habitados por la maldad más pura y un detective que lleva el nombre de un saxofonista de jazz, Charlie Parker, y al que como a él llaman Bird aunque sólo escucha música country, que podría ser un ángel caído y al que secunda un dúo perfecto: la pareja gay formada por el elegantísimo Louis, un implacable asesino negro, y Angel, un ladrón blanco que se destaca por el mal gusto para vestirse. Parker es ex policía. En el comienzo mismo de la saga su mujer y su hija son asesinadas. Y a lo largo de sus novelas, que ya en el segundo volumen se desplazan de Nueva York a Maine –uno de los homenajes, no el único, a Stephen King–, se intuye que de lo que se trata no es de la clarificación de casos aislados sino de una lucha de proporciones mucho más amplias. Con escapadas hacia la historia de Louis en el Sur profundo y de los propios padres de Parker, la serie incluye nueve novelas traducidas y publicadas por Tusquets (Todo lo que muere, El poder de las tinieblas, Perfil asesino, El camino blanco, El ángel negro, Los atormentados, Los hombres de la guadaña, Los amantes y Voces que susurran), dos aún no editadas en castellano (The Burning Soul, de 2011, y The Wrath of Angels, de 2012) y una nouvelle que Tusquets no distribuyó en la Argentina, Más allá del espejo, donde aparece el personaje de El Coleccionista, central en varios de los últimos volúmenes, y que se sitúa cronológicamente entre el cuarto y el quinto de la serie.
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