En un balance irónico, el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger recuerda los fiascos y frustraciones de su carrera
Confieso que he fallado. En su libro: Mis traspiés favoritos, Enzensberger cataloga sus reveses en poesía, cine y televisión. foto. fuente: Revista Ñ. |
Pasados los ochenta, Hans Magnus Enzensberger decidió asumir con
humor el momento del inevitable balance de su carrera como escritor, en
la que no escasean logros en los distintos géneros que, siempre con
gran originalidad, abordó a lo largo de su vida. El relato de sus
reveses y frustraciones profesionales son el tema de su último libro, Mis traspiés favoritos, seguidos de un almacén de ideas, aparecido después de El gentil monstruo de Bruselas o Europa bajo tutela,
un ensayo breve (forma de la que es un maestro) sobre las iniquidades
de la Unión Europea, y de otra obra (también traducida por Anagrama), Hammerstein o el tesón,
“de la que es difícil decir si es una biografía, una investigación
histórica o una novela”, como explica con justicia aquí, consagrada a
una curiosa figura histórica.
Kurt von Hammerstein, noble y
conservador, fue un general alemán que se mostró hostil al nazismo desde
antes del ascenso de Hitler. Las simpatías de sus hijas por el
comunismo eran conocidas. Llegó a arrancarle al mariscal Paul von
Hindenburg la promesa de que jamás nombraría a un cabo austríaco al
frente del Estado prusiano, y renunció como jefe del estado mayor cuando
los nazis tomaron el poder. Conspirador, falleció antes de que los
conjurados de 1944 atentaran ese año contra Hitler y fueran eliminados
por la represión.
Hammerstein o el tesón resultó un éxito, pero en Mis traspiés favoritos
Enzensberger se ocupa más bien del abortado proyecto por llevarlo a la
pantalla. Cronológicamente, fue quizá el último fiasco, pero no el
primero ni el principal de su dilatada trayectoria.
La lista de
reveses abarca, como su propia producción, casi todos los registros:
poesía, narrativa y traducción, guiones y libretos, proyectos para la
televisión y la radio, la ópera y el cine.
Los traspiés en
cuestión no tienen todos ni la misma jerarquía ni el mismo impacto. La
biografía diferencia entre los dolorosos resbalones de un primerizo y
los de un profesional curtido que los asume con distancia irónica,
porque se integran a la ridiculez general del mundo en el cual se mueve.
Según aclara este poeta alemán, también hay que distinguir los
tropiezos específicos de cada rubro.
El naufragio de un libro se
disuelve en el tiempo y así atenúa la penuria que genera. Tras una
breve, aunque quizá lacerante, exposición a la crítica, sobreviene un
lento, discreto olvido del público. El malhumor del editor no es nada
comparado a los derrumbes teatrales, cuyos efectos son fulminantes. El
desaliento o el resentimiento contagian a todo el grupo la noche de un
fallido estreno o tras una penosa primera semana en cartel. El público y
los actores están allí, frente a frente. Cada integrante de la troupe
se formula la amarga pregunta: “¿quién tuvo la culpa?”, y tiende a
dirigir su índice lejos de sí mismo. En el catálogo de ruinas, la obra
que se levanta después de la primera función es la que produce los
mayores flagelos.
Existen planes que se hunden antes de comenzar, o
que se terminan evaporando durante las tratativas preliminares. Otros,
en cambio, estallan en las negociaciones donde se mezclan el dinero de
los hombres de traje y el ego hipertrofiado de los artistas; o arden
lentamente en las combustibles luchas entre guionista y director, o
entre éste y el equipo. En ocasiones el arte se rinde a las inclemencias
de la biología y la muerte de alguna persona esencial para el
desarrollo de un proyecto lo arrastra consigo a la nada. Una quebradura
de la estrella cancela a último momento una puesta llamada a convertirse
en un suceso artístico y comercial. Irónicamente, se trataba de una
versión de Jacques, el fatalista.
La producción
de los programas y las películas aporta a la literatura un género tan
importante como secundario, de letra equívoca y fría: el contrato. Allí
es donde cualquier gran escritor experimenta la fragilidad de su otro yo
jurídico: el autor. La singularidad alemana del asunto consiste en que
Enzensberger apenas deja asentada alguna queja sobre el cumplimiento de
los honorarios pactados. Una versión latina de Mis traspiés favoritos abundaría en reclamos.
La
arbitrariedad de los fervores parece, en cambio, algo universal. Ideas
impracticables, para sorpresa de los creadores, pueden entusiasmar hasta
el delirio a los financistas, mientras que otras, promisorias y
realistas, suelen ser rechazadas en nombre de un indiscutible sentido
común profesional. La última sección de Mis traspiés favoritos
acumula propuestas y borradores que han quedado en el cajón. El autor
los ofrece a quien quiera aprovecharlos y promete que no exigirá
compensaciones económicas.
Integrante de una generación de
luminarias de la literatura alemana, Enzensberger relata también el
frustrado intento de lanzar una revista literaria, cuyo primer título
fue Aleluya, pero que terminó llamándose Gulliver.
El nombre es
todo lo que quedó de ella, pese a los esfuerzos de su colega también
alemán Uwe Johnson y el apoyo de Günter Grass, Martin Walser e Ingeborg
Bachmann. El plan llegó a concitar interés en Francia e Italia,
agrupando a figuras como Jean Genet, Roland Barthes y Maurice Blanchot;
Calvino, Moravia y Pasolini, en lo que pudo haber sido un formidable
foro internacional de experimentación y crítica.
Los manuscritos
olvidados y las revistas imaginarias representan, por supuesto, asuntos
relevantes para cualquier historia literaria, y Enzensberger contribuye
al capítulo alemán con su libro. Pero el fracaso no suele tener quien le
escriba.
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