El escritor y ensayista Aníbal Jarkowski arriesga la hipótesis de que Otras inquisiciones fue la novela que Borges nunca escribió: la historia de un lector, en primera persona, y su imaginación razonada
Borges, El Eterno. La mayoría de los críticos consideran Otras inquisiciones como su mejor colección de ensayos. foto.fuente: Revista Ñ |
Es conocido por todos que Borges no publicó novelas, aunque es probable
que intentara escribir alguna. Más allá de que hacia 1941 desdeñara las
escrituras extensas –“desvarío laborioso y empobrecedor el de componer
vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya
perfecta exposición oral cabe en pocos minutos”–, en un reportaje de
1945, y ante la pregunta sobre qué preparaba por entonces, respondió:
“Para el remoto y problemático porvenir, una larga narración o novela
breve, que se titulará ‘El Congreso’ y que conciliará (hoy no puedo ser
más explícito) los hábitos de Whitman y los de Kafka”.
Diez años más tarde, en otra entrevista, se entiende que no había abandonado el proyecto, aunque tampoco había avanzado en su escritura: “Deseo igualmente escribir una novela de la que ya ha nacido por lo menos el título: ‘El Congreso’. Sería una novela fantástica, no de fantasmas ni una fantasía científica, sino psicológicamente. Cuando ya tenía ese libro encontré su primera página no escrita en la primera página de Viaje de Oriente, de Herman Hesse, lo cual, por supuesto, no me hace desistir de mi proyecto. ‘El Congreso’ –un Congreso ideal– comenzaría como una novela y terminaría como un cuento de hadas. Sería un libro en el que estarían implicados todos los anteriores míos, un libro nuevo, pero que resumiría y sería además la conciliación de todo lo que hasta ahora he escrito.”
Un resumen de su obra
Sabemos que el proyecto de escribir aquella novela devino en el relato homónimo publicado de manera autónoma en 1971 –extendido a más de treinta páginas con el socorro de la tipografía– y luego incluido en El libro de arena. Es la ficción más extensa de Borges –aunque no excede en mucho a “El aleph” o “El inmortal”– pero acaso no la más feliz. “No ha agradado a mis amigos, quienes dicen que todo lo que digo ahí lo he contado mejor en libros anteriores y que su único valor es el de ser una especie de resumen de mi opera omnia.”
Efectivamente, el tema de la sociedad secreta ya había aparecido, por ejemplo, en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” o “La secta del Fénix”, pero de todos modos Borges parecía satisfecho con el resultado: “‘El Congreso’ es uno de los cuentos que más quiero. Hace treinta, cuarenta años que lo empecé a imaginar, a elaborar en mi mente. Pero no lo escribía; se lo contaba a mis amigos, y así, de tanto contarlo, poco a poco lo iba enriqueciendo”. Como se ve, el proyecto de escribir la novela se había desvanecido y la extensión de “El Congreso” se redujo a la de un cuento.
Juan José Saer razonó en más de una oportunidad las causas por las cuales Borges no escribió novelas. Propuso la influencia de Valéry y Macedonio Fernández, en tanto críticos del “realismo banal, inmediato”, que alucina una relación punto a punto entre lenguaje y mundo; propuso el rechazo de Borges hacia la novela canónica en función de su preferencia, a cambio, por la epopeya, precisamente el género que la novela había venido a desplazar en un mundo vaciado de heroicidad; propuso, en tercer lugar, que el rechazo de la novela estaba en el corazón mismo de la teoría de la narración borgeana, desconfiada de la “causalidad natural”, “de la inteligibilidad histórica”, de tal manera que en esa teoría el “acontecimiento” es desplazado por los “detalles”. Por último, Saer propuso que la “actividad múltiple” de Borges, en particular sus incesantes colaboraciones para diarios y revistas, debería “ser tenida en cuenta para explicar la característica principal de su obra, que se constituye exclusivamente a través de la forma breve”; así, “en medio de todas sus actividades debieron de faltarle el tiempo y la paciencia para escribir una [novela]”.
Algunas de las formulaciones de Saer son interesantes; otras son poco convincentes. Es evidente que Borges no habría escrito novelas como las de Balzac, Zolá o Manuel Gálvez; pero ¿por qué no otras muy diferentes, como las de Kafka o Faulkner? Por otro lado, son numerosos los escritores que, muy ocupados con las acotadas maneras discursivas de diarios y revistas, de todos modos escribieron novelas. El caso de Arlt se puede ofrecer de inmediato.
Pero será el propio Saer quien, involuntariamente, ofrezca otra idea respecto a la cuestión: “Una de las primeras dificultades que se me presentan cuando estoy preparándome a escribir algo, es saber si ese nuevo texto podrá o no adaptarse a mi ‘manera’. La idea sola, por buena que me parezca, no basta para justificar un relato. Es necesario que esa idea tenga alguna afinidad con los textos que la han precedido.”
Estas palabras de Saer, refiriéndose a las insistencias dentro de su propia obra, también podrían explicar la dedicación exclusiva de Borges a las formas breves, en el sentido de que esas formas fueron su manera.
En 1933 Borges escribió: “la literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico”. Esa afirmación, que no ha perdido nada de su aire escandaloso, al cabo resulta acertadísima para señalar que no es en las ideas, los temas, los contenidos ni las intenciones del autor donde se realiza lo literario, sino en la sintaxis, sea en formas breves o extensas.
En este sentido, basta con revisar cualquier página escrita por Borges para reconocer de inmediato, por ejemplo, su manera de adjetivar: “la noche lateral de los callejones”, “el íntimo cuchillo en la garganta”, “lámparas estudiosas”, “el desierto confuso y embarrado”, “continuos aniversarios”, “una inmejorable ignorancia”, “la pública y secreta representación”, “había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza”.
Este modo de adjetivar, inusitado por lo sistemático, se ajusta perfectamente a la normativa sintáctica, aunque produce, en lo semántico, una intensa perturbación intelectual. La mirada recorre la línea del discurso, pero el pensamiento experimenta continuos sobresaltos que transtornan la fluidez de la lectura. Esos sobresaltos –como advertía Saer– se llevan bien con una poética del detalle, pero no con la del aconteciendo, propia de la narración extensa. Es lo habitual leer de manera ininterrumpida cincuenta o cien páginas de una novela convencional, pero ¿es posible leer de ese modo cincuenta o cien páginas de Ficciones o El aleph? En verdad, sólo parece posible leerlas a condición de no leerlas; es decir, anulando la emoción y la inquietud estéticas que producen las soluciones retóricas –hipálage, oxímoron, lítote, paradoja, enumeraciones– que definen la manera de Borges.
Una revelación inesperada
Hace algún tiempo, preparando una clase, releí Otras inquisiciones de un modo en que hasta ahora nunca lo había hecho: de la primera a la última página. El libro volvió a parecerme extraordinario –la mayoría de los críticos entienden que es la mejor colección de ensayos de Borges– pero al terminarlo experimenté algo así como una epifanía según la cual ese libro –de cuya publicación se cumplen ahora sesenta años– se me revelaba como una novela; la única –e involuntaria– novela de Borges.
¿Cómo es esa novela? Está narrada en primera persona y su narrador, lo sabremos en la última línea, se llama “Borges” – “El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. En su edición original se componía de 38 capítulos de regular extensión –por momentos se asumen como simulacros de géneros: “nota”, “artículo”, “clase”–; en general son breves, con la excepción de los llamados “Nathaniel Hawthorne” y “Nueva refutación del tiempo”.
¿Qué narra esa novela de unas 230 páginas? La historia de un lector a través de la exposición de sucesivas imaginaciones razonadas. Su primera línea define la motivación de la narración entera: “Leí, días pasados...”
Como corresponde a una novela borgeana, está alejada del realismo convencional pero, a la vez, sentimos la intensa realidad de su narrador, desatento a los accidentes del presente más inmediato a la escritura, con excepción de tres breves capítulos: “Anotación al 23 de agosto de 1944” y “Dos libros”, ambos dedicados al nazismo, y “Nuestro pobre individualismo”, que comienza así: “Las ilusiones del patriotismo no tienen término.” Curiosamente, el peronismo es invisible a lo largo de la obra.
La trama opera por acumulación; es sencilla y también monótona, para hacer evidente la monotonía que gobierna la vida del narrador: “Consideremos una vida en cuyo decurso las repeticiones abundan: la mía, verbigracia. No paso ante la Recoleta sin recordar que están sepultados ahí mi padre, mis abuelos y trasabuelos, como yo lo estaré; luego recuerdo ya haber recordado lo mismo, ya innumerables veces; no puedo caminar por los arrabales en la soledad de la noche, sin pensar que ésta nos agrada porque suprime los ociosos detalles, como el recuerdo; no puedo lamentar la perdición de un amor o de una amistad sin meditar que sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido; cada vez que atravieso una de las esquinas del Sur, pienso en usted, Helena; cada vez que el aire me trae un olor de eucaliptos, pienso en Adrogué, en mi niñez...”
También se repiten nombres –Kafka, Dante, Pascal, Quevedo, Kipling, Coleridge, Chesterton–, líneas o párrafos –“Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos”; “cada escritor crea a sus precursores”– pero tal vez más notable sea otra insistencia, la de la idea de que “acaso la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas”, y numerosos capítulos se dedican a verificarla. El pensamiento del narrador, su percepción del mundo, tiene la particularidad de que, donde otros sujetos verían novedades, cambios, cortes, él percibe repeticiones, continuidades que, como si fuese natural, ponen en relación de contigüidad hechos y objetos distantes en el tiempo y en el espacio. Esta costumbre mental es uno de los mayores encantos del narrador de la novela.
Una idéntica actitud –ya observada por Enrique Pezzoni en 1952– hacia la numerosa materia inquirida domina la narración; apenas alguna vez se abandona el tono mesurado y amable y se practica la diatriba: en el capítulo “Las alarmas del Doctor Américo Castro”, el narrador le atribuye al filólogo una “poderosa tiniebla” intelectual y lo descalifica como “lector inexplicable” o “incoherente redactor”. Pero es apenas uno de los capítulos y tiene el efecto de desconcertar al lector, como ocurre en muchas novelas modernas.
Otras inquisiciones ocupó a Borges durante quince años, entre 1937 y 1952 –algo menos de lo que demoró Dante en componer La Comedia–, aunque la mayor parte de los capítulos la escribió luego de febrero de 1946, cuando fue llevado a renunciar a su puesto como auxiliar en la biblioteca Miguel Cané, en el barrio de Boedo. En algún sentido, la única novela escrita por Borges la debemos al peronismo.
Diez años más tarde, en otra entrevista, se entiende que no había abandonado el proyecto, aunque tampoco había avanzado en su escritura: “Deseo igualmente escribir una novela de la que ya ha nacido por lo menos el título: ‘El Congreso’. Sería una novela fantástica, no de fantasmas ni una fantasía científica, sino psicológicamente. Cuando ya tenía ese libro encontré su primera página no escrita en la primera página de Viaje de Oriente, de Herman Hesse, lo cual, por supuesto, no me hace desistir de mi proyecto. ‘El Congreso’ –un Congreso ideal– comenzaría como una novela y terminaría como un cuento de hadas. Sería un libro en el que estarían implicados todos los anteriores míos, un libro nuevo, pero que resumiría y sería además la conciliación de todo lo que hasta ahora he escrito.”
Un resumen de su obra
Sabemos que el proyecto de escribir aquella novela devino en el relato homónimo publicado de manera autónoma en 1971 –extendido a más de treinta páginas con el socorro de la tipografía– y luego incluido en El libro de arena. Es la ficción más extensa de Borges –aunque no excede en mucho a “El aleph” o “El inmortal”– pero acaso no la más feliz. “No ha agradado a mis amigos, quienes dicen que todo lo que digo ahí lo he contado mejor en libros anteriores y que su único valor es el de ser una especie de resumen de mi opera omnia.”
Efectivamente, el tema de la sociedad secreta ya había aparecido, por ejemplo, en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” o “La secta del Fénix”, pero de todos modos Borges parecía satisfecho con el resultado: “‘El Congreso’ es uno de los cuentos que más quiero. Hace treinta, cuarenta años que lo empecé a imaginar, a elaborar en mi mente. Pero no lo escribía; se lo contaba a mis amigos, y así, de tanto contarlo, poco a poco lo iba enriqueciendo”. Como se ve, el proyecto de escribir la novela se había desvanecido y la extensión de “El Congreso” se redujo a la de un cuento.
Juan José Saer razonó en más de una oportunidad las causas por las cuales Borges no escribió novelas. Propuso la influencia de Valéry y Macedonio Fernández, en tanto críticos del “realismo banal, inmediato”, que alucina una relación punto a punto entre lenguaje y mundo; propuso el rechazo de Borges hacia la novela canónica en función de su preferencia, a cambio, por la epopeya, precisamente el género que la novela había venido a desplazar en un mundo vaciado de heroicidad; propuso, en tercer lugar, que el rechazo de la novela estaba en el corazón mismo de la teoría de la narración borgeana, desconfiada de la “causalidad natural”, “de la inteligibilidad histórica”, de tal manera que en esa teoría el “acontecimiento” es desplazado por los “detalles”. Por último, Saer propuso que la “actividad múltiple” de Borges, en particular sus incesantes colaboraciones para diarios y revistas, debería “ser tenida en cuenta para explicar la característica principal de su obra, que se constituye exclusivamente a través de la forma breve”; así, “en medio de todas sus actividades debieron de faltarle el tiempo y la paciencia para escribir una [novela]”.
Algunas de las formulaciones de Saer son interesantes; otras son poco convincentes. Es evidente que Borges no habría escrito novelas como las de Balzac, Zolá o Manuel Gálvez; pero ¿por qué no otras muy diferentes, como las de Kafka o Faulkner? Por otro lado, son numerosos los escritores que, muy ocupados con las acotadas maneras discursivas de diarios y revistas, de todos modos escribieron novelas. El caso de Arlt se puede ofrecer de inmediato.
Pero será el propio Saer quien, involuntariamente, ofrezca otra idea respecto a la cuestión: “Una de las primeras dificultades que se me presentan cuando estoy preparándome a escribir algo, es saber si ese nuevo texto podrá o no adaptarse a mi ‘manera’. La idea sola, por buena que me parezca, no basta para justificar un relato. Es necesario que esa idea tenga alguna afinidad con los textos que la han precedido.”
Estas palabras de Saer, refiriéndose a las insistencias dentro de su propia obra, también podrían explicar la dedicación exclusiva de Borges a las formas breves, en el sentido de que esas formas fueron su manera.
En 1933 Borges escribió: “la literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico”. Esa afirmación, que no ha perdido nada de su aire escandaloso, al cabo resulta acertadísima para señalar que no es en las ideas, los temas, los contenidos ni las intenciones del autor donde se realiza lo literario, sino en la sintaxis, sea en formas breves o extensas.
En este sentido, basta con revisar cualquier página escrita por Borges para reconocer de inmediato, por ejemplo, su manera de adjetivar: “la noche lateral de los callejones”, “el íntimo cuchillo en la garganta”, “lámparas estudiosas”, “el desierto confuso y embarrado”, “continuos aniversarios”, “una inmejorable ignorancia”, “la pública y secreta representación”, “había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza”.
Este modo de adjetivar, inusitado por lo sistemático, se ajusta perfectamente a la normativa sintáctica, aunque produce, en lo semántico, una intensa perturbación intelectual. La mirada recorre la línea del discurso, pero el pensamiento experimenta continuos sobresaltos que transtornan la fluidez de la lectura. Esos sobresaltos –como advertía Saer– se llevan bien con una poética del detalle, pero no con la del aconteciendo, propia de la narración extensa. Es lo habitual leer de manera ininterrumpida cincuenta o cien páginas de una novela convencional, pero ¿es posible leer de ese modo cincuenta o cien páginas de Ficciones o El aleph? En verdad, sólo parece posible leerlas a condición de no leerlas; es decir, anulando la emoción y la inquietud estéticas que producen las soluciones retóricas –hipálage, oxímoron, lítote, paradoja, enumeraciones– que definen la manera de Borges.
Una revelación inesperada
Hace algún tiempo, preparando una clase, releí Otras inquisiciones de un modo en que hasta ahora nunca lo había hecho: de la primera a la última página. El libro volvió a parecerme extraordinario –la mayoría de los críticos entienden que es la mejor colección de ensayos de Borges– pero al terminarlo experimenté algo así como una epifanía según la cual ese libro –de cuya publicación se cumplen ahora sesenta años– se me revelaba como una novela; la única –e involuntaria– novela de Borges.
¿Cómo es esa novela? Está narrada en primera persona y su narrador, lo sabremos en la última línea, se llama “Borges” – “El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. En su edición original se componía de 38 capítulos de regular extensión –por momentos se asumen como simulacros de géneros: “nota”, “artículo”, “clase”–; en general son breves, con la excepción de los llamados “Nathaniel Hawthorne” y “Nueva refutación del tiempo”.
¿Qué narra esa novela de unas 230 páginas? La historia de un lector a través de la exposición de sucesivas imaginaciones razonadas. Su primera línea define la motivación de la narración entera: “Leí, días pasados...”
Como corresponde a una novela borgeana, está alejada del realismo convencional pero, a la vez, sentimos la intensa realidad de su narrador, desatento a los accidentes del presente más inmediato a la escritura, con excepción de tres breves capítulos: “Anotación al 23 de agosto de 1944” y “Dos libros”, ambos dedicados al nazismo, y “Nuestro pobre individualismo”, que comienza así: “Las ilusiones del patriotismo no tienen término.” Curiosamente, el peronismo es invisible a lo largo de la obra.
La trama opera por acumulación; es sencilla y también monótona, para hacer evidente la monotonía que gobierna la vida del narrador: “Consideremos una vida en cuyo decurso las repeticiones abundan: la mía, verbigracia. No paso ante la Recoleta sin recordar que están sepultados ahí mi padre, mis abuelos y trasabuelos, como yo lo estaré; luego recuerdo ya haber recordado lo mismo, ya innumerables veces; no puedo caminar por los arrabales en la soledad de la noche, sin pensar que ésta nos agrada porque suprime los ociosos detalles, como el recuerdo; no puedo lamentar la perdición de un amor o de una amistad sin meditar que sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido; cada vez que atravieso una de las esquinas del Sur, pienso en usted, Helena; cada vez que el aire me trae un olor de eucaliptos, pienso en Adrogué, en mi niñez...”
También se repiten nombres –Kafka, Dante, Pascal, Quevedo, Kipling, Coleridge, Chesterton–, líneas o párrafos –“Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos”; “cada escritor crea a sus precursores”– pero tal vez más notable sea otra insistencia, la de la idea de que “acaso la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas”, y numerosos capítulos se dedican a verificarla. El pensamiento del narrador, su percepción del mundo, tiene la particularidad de que, donde otros sujetos verían novedades, cambios, cortes, él percibe repeticiones, continuidades que, como si fuese natural, ponen en relación de contigüidad hechos y objetos distantes en el tiempo y en el espacio. Esta costumbre mental es uno de los mayores encantos del narrador de la novela.
Una idéntica actitud –ya observada por Enrique Pezzoni en 1952– hacia la numerosa materia inquirida domina la narración; apenas alguna vez se abandona el tono mesurado y amable y se practica la diatriba: en el capítulo “Las alarmas del Doctor Américo Castro”, el narrador le atribuye al filólogo una “poderosa tiniebla” intelectual y lo descalifica como “lector inexplicable” o “incoherente redactor”. Pero es apenas uno de los capítulos y tiene el efecto de desconcertar al lector, como ocurre en muchas novelas modernas.
Otras inquisiciones ocupó a Borges durante quince años, entre 1937 y 1952 –algo menos de lo que demoró Dante en componer La Comedia–, aunque la mayor parte de los capítulos la escribió luego de febrero de 1946, cuando fue llevado a renunciar a su puesto como auxiliar en la biblioteca Miguel Cané, en el barrio de Boedo. En algún sentido, la única novela escrita por Borges la debemos al peronismo.
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