Puestos a referir sus experiencias e incluso a transformarlas en ficciones, los detectives y policías que escriben parten de un lugar distinto que los meros escritores. En este artículo de una historiadora especializada se lee por qué
EL VALOR DE LA PRACTICA. Dashiel Hammett, sabía, por experiencia, de qué escribía.foto.fuente: Revista Ñ |
Que esto no es hacer novelas, sino vivirlas y sus resultados no
serán producto de intentos literarios donde el final es el que se le
ocurre al escritor.” Para Evaristo Urricelqui, policía retirado, hay una
diferencia sustantiva entre sus novelas Careo o Sangre bajo la lupa y
las ficciones disponibles en librerías y kioscos de estación. Lo suyo
nace de una vida de trabajo como detective en las secciones de crímenes
complejos de la Policía Federal. Lo que dicen los escritores que hablan
del homicidio sin moverse de su sillón es frivolidad de verosimilitud
dudosa. No han caminado en puntas de pie para preservar evidencia, ni
han observado la posición de cadáveres en la escena del crimen. No
manejan las argucias duras del interrogatorio. No conocen de primera
mano el otro lado de la naturaleza humana.
Para los que transitan el pasaje del métier
de la detección a la escritura de la detección, ejercer cierta recia
autoridad sobre los colegas literatos es una tentación difícil de
resistir. Al retirarse de la dirección de la más poderosa agencia de
detectives de Estados Unidos, por ejemplo, Allan Pinkerton dedicó muchas
páginas a demostrar que el trabajo de sus empleados no se parecía en
absoluto a las novelas de detección tan de moda en la vuelta del siglo
XX, como quien establece la diferencia entre profesionales y fantasiosos
amateurs . Uno de esos empleados era Dashiell Hammett, que antes de ser maestro de la novela hardboiled
, pasó varios años como agente de Pinkerton. Para construir una voz y
hacerse un lugar en el campo literario de entreguerras, Hammett utilizó
muy deliberadamente su experiencia de detective asalariado. En las
reseñas que escribía para ganarse la vida, no se privaba de subrayar las
gaffes de sus colegas del género. Incluso les dedicó un
humillante catálogo de datos: la diferencia entre un revólver y una
pistola, el sentido del uso del silenciador en escenas de homicidio, las
secuencias de dolor que producen la herida de bala y la de arma blanca,
la ubicación de las huellas dactilares relevantes para la
investigación, las estrategias de invisibilidad del que sigue a un
sospechoso, etc. Su primer héroe, el “Agente de la Continental”, es poco
más que un burócrata inteligente y obstinado, bajito y gordo, cuyo
objetivo nunca va más allá de la misión asignada por sus superiores.
Los oficiales cuentistas
Rutinas
desapasionadas y ademanes de entendido abundan también en el realismo
detectivesco de algunos policías porteños con pasado en las oficinas de
Pesquisas o Investigación. En los años setenta, la editorial Plus Ultra
reúne en dos volúmenes cuarenta y cinco cuentos escritos por cinco
oficiales (E. Zappietro, F. Carrasco, E. Urricelqui, H. Morel y P.
Donato) que reclaman un lugar en la saga literaria de nacionalización
del policial argentino. Aunque su propósito es hacer público un género
que podríamos llamar “crónica policial de la pesquisa”, no es el primer
ensayo de escritura “de afición” de los policías porteños. Muy por el
contrario, los dos tomitos coronan una tradición que a esas alturas
lleva casi un siglo, y que está compuesta de centenares de piezas. Pero
con pocas excepciones (como la de estos oficiales-cuentistas) esa
tradición no es policial en sentido literario: es costumbrista,
melodramática, sainetera, tanguera. Está hecha de partículas, es
infinitamente anecdótica, una nube de pequeños relatos.
El más
famoso escritor con orígenes policiales es, por supuesto, José S.
Alvarez (Fray Mocho). “Nadie hizo hablar mejor al criollo recalcitrante
que resiste las nuevas costumbres y al snob que las preconiza; al gringo
apaisanado y al argentino que regresa de Europa; al compadrito, al
‘pechador’, al clubman, al loco-lindo, al chiflado, al ´titeador´, al
tilingo, al vivo y al vividor – tipos genuinos de nuestra falsa
cultura”, dice Ricardo Rojas en Cosmópolis (1908). En sus Memorias de un vigilante,
Alvarez relata el aprendizaje de la observación que lo transformará en
el mejor taquígrafo de aquella Buenos Aires babélica. Aburriéndose en
los grises destinos de vigilante novato, observa los tics de los
personajes que pasan por salas de espera ministeriales: “Yo, en mi
facción al lado de la Mesa de Entradas y Salidas, que es su teatro, las
veía en toda su magnificencia y gozaba en grande, viéndolas desfilar en
su opulenta variedad.” Este ejercicio pronto se extenderá a los ladrones
“mansos” de la gran ciudad: los punguistas, “escruchantes” y cuenteros
del tío también tuvieron su retratista.
Al utilizar literariamente aquel pasado de policía y plantear una continuidad entre su métier
de origen y una zona importante de su obra, Alvarez autoriza el uso de
la experiencia policial como repertorio de temas. Muchos colegas (menos
talentosos, en su mayoría) compartirán con él una premisa fundamental:
el policía puede hablar de cosas que los legos no saben (y, se supone,
quieren saber). Tiene experiencia, en el doble sentido de acumulación de
vivencias y de intimidad con el peligro. Su quehacer los ha aventurado
en lo que no es familiar, en lo incierto y potencialmente amenazante: en
lo que es oscuramente desconocido a los profanos.
Algunos
oficiales –como el veterano memorialista Laurentino Mejías (autor de dos
tomos de “Policíacas”), el historiador y guionista radioteatral Ramón
Cortés Conde, o los cuentistas de las compilaciones difundidas en los
años setenta– mantienen la labor literaria en paralelo a su carrera
institucional. Otros, como el precoz lunfardista Benigno Lugones, el
letrista de tango José Pagano o el mismo Alvarez, utilizan en el mundo
periodístico o literario saberes recogidos en un paso (largo o corto,
profundo o superficial) por la policía.
La condición policial
Una
parte de este repertorio canaliza lo que podríamos llamar el “excedente
de experiencia” del vigilante. Plácido Donato, editor actual de la
revista Mundo Policial y compilador de cuatro tomos de la
antología de cuentos y poemas Letras en azul , describe la necesidad de
expresión que proviene de la condición policial: “La escritura del
agente es fruto de la vigilia y la soledad. Es encontrarse mucho tiempo
solo en una esquina, y ver muchas cosas. (…) Esas vivencias se acumulan,
y se escribe. Mal, bien, la calidad no importa”. En este caso,
entonces, la escritura continúa por otros medios la charla de guardia y
la anécdota de cantina. Los poemas a la sacrificada esposa o al café del
barrio vigilado antaño, las elegías al colega caído y las anécdotas
humorísticas son géneros cultivados puertas adentro por decenas de
agentes de cada generación, nutren el humus identitario de la “familia
policial”.
Mucho más ambiciosos en escala y expectativa de
difusión son los libros de memorias, género predilecto del oficial
retirado y culto (algunos, como las Confesiones de un comisario
de Donato, están en el catálogo de grandes editoriales comerciales).
Desde el nacimiento mismo de las industrias culturales, ha habido
oficiales-guionistas en la radio, la historieta, el cine y la
televisión. Tampoco faltan historiadores. A las grandes reconstrucciones
del pasado de la institución escritas por oficiales eruditos como
Francisco Romay o Adolfo Rodríguez, se agrega un memorialismo histórico
más personal: si un joven vigilante inclinado a las letras ha
presenciado escenas de la revolución de 1890, la Semana Trágica de 1919,
o el 17 de octubre del 45, es probable que al final de su carrera se
siente a dar testimonio de la trastienda de aquellos momentos decisivos.
Y luego está, claro, el torrente de materia literaria que ofrece
la experiencia de la comisaría. Dice el prólogo de la colección Relatos de la oficina de guardia,
del escribiente Natalio Castro (1937): “No hay institución humana en
contacto más directo con la vida (…) Magnífico material que el policía
tiene a su alcance con sólo ver, aunque sabiendo ver.” Lo que el
policía-escritor “sabe ver” depende de la calidad de la vigilia del
vigilante, apostado en la calle o en esa ventana sobre la calle que es
la comisaría. Por la naturaleza amorfa e intersticial del poder
policial, por su misma multiplicidad de inserciones y escasez de
mediaciones, la verdad que reclaman estos cronistas es contigua a la
sociedad, fruto de un contacto “en caliente”. El policía está “donde
está la sociedad”, se mezcla con ella a la vez que se diferencia de
ella. Caleidoscopio humano, la guardia (y el mostrador de comisaría) es
el desfile de la caída personal, de la ira y la miseria, de lo cómico y
lo ridículo. Por eso, “lo policial” puede ser el simple escenario de la
comedia, el melodrama o el sainete costumbrista. Y el policía, el Gran
Testigo de una verdad sobre la ciudad y sus habitantes.
Los géneros breves
La
galería de personajes o el anecdotario de la “sección del agente” de
las revistas de tropa marcan el predominio de los géneros breves, que la
brevísima pluma de Fray Mocho también anticipa. Esta producción hecha
de fragmentos nace –según se indica una y otra vez– de los ratos robados
a las mil exigencias de la institución. El policía escribe entre otras
tareas, en los paréntesis que le deja la interacción real con su tema de
escritura. Por eso se disculpa de su modesta ambición estética. A
veces, esa disculpa es un ademán defensivo, indica conciencia de
inadecuación (social, profesional) al intimidante mundo de la palabra
escrita. Pero no siempre, porque lo rudimentario puede ser testimonio de
la veracidad del lazo con el objeto, del desdén por los formalismos
distorsivos de la literatura. “No pulí mis trabajos”, dice un oficial al
presentar sus cuentos. “De los borradores puede decirse que pasaron a
la imprenta. (...) Pido disculpas por ello [los errores de forma], y
entrego mis páginas no a la crítica sino a las almas comprensivas.” Es
que además de ventaja cognitiva, el policía reclama ventaja moral sobre
el escritor profesional, que ha podido permitirse el lujo de la
consagración a los placeres del espíritu. “No alimento semejante
pretensión, desde que la ruda labor de mi vida impidió la caricia
aterciopelada de la esquiva fortuna”, advierte el comisario Mejías.
Defensa de la llaneza de estilo –“estilo coloquial, desprovisto de
fiorituras”– la superación “criollaza” de los vicios y amaneramientos
que acechan a los profesionales de las letras reafirma ese pertinaz
sentido común (de clase y de género) que sustenta toda una cultura
institucional. Esa cultura reclama para sí una escritura que es plebeya y
es viril.
Ventaja moral e indulgencia estética sustentan una
concepción puramente realista, que no reconoce mediaciones con el objeto
narrado. Y dice: otros supuestos detentores de este tesoro no pueden
reclamar la autoridad que proviene del contacto directo (vital, físico)
con la trastienda de la ciudad (de la vida). No la tiene el periodista,
que consigue sus primicias de boca del policía, y debe probarse
merecedor de esa confianza. Ni el criminólogo ni el jurista, que la
deducen de su aséptica tarea en los laboratorios del crimen o los
escritorios de Tribunales. Mucho menos puede competir en autoridad el
novelista que narra el peligro sin incurrir en ningún peligro.
Al
consultar el archivo policial, el escritor y el periodista están
ofreciendo al policía (que a veces lee novelas, y siempre, crónicas del
crimen), una oportunidad de ejercer su autoridad fatigada y paternalista
sobre los falsos detentores, o los que posan como tales, o los sinceros
pero alejados de las verdades de Buenos Aires por las mediaciones de su
condición. Porque en última instancia, sabe que la única relación
genuina con “lo policial” es la que se acumula en la memoria del cuerpo y
de la mente. Y que sólo puede provenir de quienes han pasado por la
institución que custodia ese saber.
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