Del cuarto cerrado a la casa, y de esta a la ciudad, el autor de relatos de intriga ha ido conquistando espacios cada vez más amplios para el desarrollo de sus ficciones. Cómo, cuándo y por qué son algunas de las preguntas que intenta responder esta nota
AMBITOS DEL POLICIAL. “Para Poe, el espacio de la intriga no posee ninguna carga simbólica, sea un cuarto cerrado o el río Sena.” ilustración. fuente: Revista Ñ |
Decía Borges que los géneros literarios dependen menos del texto
que del modo en que este es leído. Invirtiendo esta lógica puede
afirmarse que cuando Poe dejó establecidas las reglas básicas del relato
policial, creó a su vez al lector de estos. Lo cierto, sin embargo, es
que el lector de novelas de intriga, por utilizar un término
convencional no demasiado acertado (al fin y al cabo, pocas novelas
comienzan de forma tan intrigante como Cien años de soledad , que de
policial no tiene nada), ya estaba familiarizado con la gran tradición
de la novela de aventuras y misterio que se desarrolló en el folletín
decimonónico.
En Francia, las novelas de Rocambole o la Pimpinela
Escarlata , así como la mayor parte de la obra de Sue, Ponson du
Terrail, Féval o Dumas, añaden a los elementos conformadores de la
novela gótica (la heroína amenazada, la mansión misteriosa concebida
como trampa, el acoso del destino, la irracionalidad del mal) la idea de
que al héroe ya no lo impulsa un principio de abnegación, sino la
consecución de un objetivo, por lo que no dudará en pasar por el mal
para lograr un bien. Lo importante, reconocerá el propio Dumas, será que
su pensamiento sea “superior”, inspire actos extremos y “justifique el
medio mortífero con la fecundidad del resultado”.
En Inglaterra, y
en menor medida en los Estados Unidos, las novelas de Fenimore Cooper,
en especial El último de los mohicanos , alcanzaron entre los años 1820 y
1850 una popularidad sólo comparable a la que en su momento tuvieron,
justamente, las novelas góticas. En el relato de Cooper, así como en el
Nick Carter de John Coryell, surge la pesquisa como elemento
fundamental de la trama; la aventura ya no dependerá del azar, sino de
la pericia del rastreador. Si en lo gótico la irrupción de lo malévolo
tiene éxito, tanto si la virtud triunfa como si no, en el folletín de
aventuras y misterio el orden violentado será restaurado por el héroe. A
la irracionalidad del villano se opone la razón de aquél; a la
intangibilidad romántica de lo real, la restauración positiva de sus
límites. Lo importante, todavía, es reponer un orden moral. El villano
aún es un ejecutor necesario. Se es víctima de sus ardides, se ignoran
sus planes, se corre el riesgo de su triunfo, se lo persigue hasta donde
se oculta, se le hace frente en su terreno con las únicas armas de la
valentía, la pericia y el pensamiento superior. La importancia
fundacional de Poe reside en sostener que los actos del malvado, como
los de cualquier ser humano, son previsibles, que sus crímenes, como nos
recuerda T. Narcejac, “son su pensamiento constituido en acción”, y que
por ello precisamente es posible adelantarse a sus planes y librarse
por anticipado de sus ardides.
Así pues, ya no importará ser más o
menos valiente, sino anteponer a la lógica del criminal la fuerza
superior de la inteligencia. La inteligencia que ve más allá, que no se
detiene en el detalle, no se deja llevar por la sorpresa o la impresión,
sino que se basa en él, como Sherlock Holmes, para deducir, ya que el
detalle es un signo del mundo, una puerta que se abre a su comprensión.
Para Poe el espacio de la intriga no posee ninguna carga simbólica,
puede ser tanto un cuarto cerrado por dentro como las márgenes del Sena.
El pensamiento deductivo no viene, al menos conscientemente, a reponer
nada, sino a demostrar que ningún punto del texto “se puede atribuir al
azar o la intuición, y que la obra […] se encamina hacia su desenlace
con la precisión y la lógica rigurosa de un problema matemático”. Y en
este sentido posiblemente no exista en la literatura investigador más
deductivo que don Isidro Parodi, que desde la soledad de su celda
entreteje conjeturas que devienen conclusiones cargadas de razón.
Sin
embargo, no podemos analizar una obra a partir de las intenciones de su
autor, sino de lo que de ella emana, de la función real que cumple.
Dirigido el relato policial clásico a un cada vez mayor grupo social que
disfruta de una creciente democratización del ocio, los continuadores
de Poe (con la significativa excepción de Chesterton) insistirán en la
figura del héroe investigador como restaurador de un orden (y un
espacio) violentado. Walter Houghton nos recuerda que para la clase
media victoriana “los que han llegado arriba tienen las mejores razones
para defender el círculo de respetabilidad […] en contra de intrusiones
vulgares, y a condenar toda violación de las costumbres que tan
asiduamente han cultivado”. Años después, Dorothy Sayers hablará de la
“fascinación” que sobre el público “superior” ejerce la novela policial.
Lo cierto es que Conan Doyle, la propia Sayers, Christie, Van Dine y
tantos otros harán de la casa el lugar por excelencia de la tragedia. La
casa, “el centro de un ensueño que podemos confundir con nosotros
mismos”, como la ha definido Bachelard, no sólo será el lugar de la
evocación (en tanto refuerzo de la felicidad de habitar), sino de la
fortaleza, allí donde los valores más íntimos se observan, afirman y
perviven.
Si W. H. Auden, en sus ensayos sobre el relato
policial, requería la imposibilidad de que el asesino estuviese fuera de
esta “sociedad cerrada” para evitar que la misma fuese totalmente
inocente y convertía, deducimos, al investigador en una suerte de
“asesino impune” que la purificara, y aunque el medio representado
responda a las necesidades del procedimiento, lo cierto es que, aun
involuntariamente, la casa (o sus equivalentes, como un tren o un barco
de paseo) adquiere un peso metafórico propio. El grupo social requiere
un espacio restringido y debidamente protegido (en un sentido
restitutivo y en tanto privilegiado universo de privacidad) de toda
alteración. Y asombra constatar, como señala Rivière, que a partir del
crimen (cometido preferentemente por alguien “que valga la pena”, en
palabras de Van Dine) “ya no ocurrirá nada”, pues todo se reducirá a
recoger indicios. La novela policial se convertirá entonces en el relato
de un relato ausente (el crimen), y este “no ocurrir nada” porque en
realidad lo más importante ha ocurrido ya, no vendrá sino a afirmar la
inmutabilidad ideal del espacio de la tragedia, el lugar donde los
procedimientos se justifican.
La irrupción de la ciudad
Con
la novela negra, un espacio mayor (la ciudad, el país) irrumpe en la
casa desquiciando el orden edénico. La crisis de 1929 da paso al pulp , a Black Mask
, al consumo masivo de literatura policial, a un precio ínfimo, por
parte de aquellos que han visto su mundo destruido por la irrupción
masiva del mundo. El relato coincidirá con la acción, y el interés del
lector no se concentrará ahora en la reconstrucción del pasado (que ha
desparecido definitivamente) sino en el futuro incierto del héroe, que
nuevamente ha dejado de ser inmune; es decir, lo que Raymond Chandler
llamó “sacar el crimen de su vaso veneciano y lanzarlo a la calle”. El
porqué y el quién ya no importan, el entorno se multiplica y con él sus
excrecencias: los ruidos de fuera, los rostros de fuera no tendrán
sonido ni rasgos definidos y los indicios se confundirán, como en las
novelas del citado Chandler, en una vasta urdimbre cuyo significado a
menudo deviene un elemento secundario. Si el relato policial clásico
había restituido el imperio de la razón, la novela negra volverá los
ojos a lo gótico y “liberará el mundo irracional de la subconsciencia”,
como ha escrito Lambert Joassin, devolviéndole al hombre una “ilusión de
plenitud vital” ajena a toda moral de trascendencia. Así, el
investigador dejará de ser el guardián del concreto orden inmutable para
convertirse en cuestionador efectivo del difuso orden imperante, a
menudo asumiendo los valores de esa sociedad perversa, como ocurre con
el Mike Hammer de Spillane o tantos personajes de Ed McBain.
En la
novela negra, al igual que antes en la de aventuras, todo vuelve a ser
posible. El relato ya no se constituye en torno de un procedimiento de
presentación, sino a un medio representado. La moral será el marco de la
inquietud y la corrupción, el lugar donde los jueces (que ya decía
Gaston Leroux “cuidan las fincas de los ricos”) se venden en la
Poisonville imaginada por Dashiell Hammett al mejor postor. Y aun en los
casos en que el relato se desarrolle en un lugar cerrado hasta la
asfixia (tal el caso de Viernes 13 , de David Goodis), éste no será sino
metáfora de lo urbano como lugar del infierno, la indefensión y la
muerte.
Al igual que para Poe, el crimen será el lenguaje de una
lógica, pero en este caso de una lógica de supervivencia y
desesperación, la misma que lleva al Nick Corey concebido por Jim
Thompson en 1280 almas a asesinar a cuantos lo amenazan real o
imaginariamente, la misma que hace que los acorralados personajes de
William Irish cometan crímenes absurdos. La restauración cede el paso a
la mera huida hacia adelante.
Con la novela negra, el relato
policial pierde el espacio de la tranquilidad, el lugar en que los
sueños eran apenas perturbados. Pero quizá, y a pesar de Bioy Casares y
sus consejos a los jóvenes escritores, quien haya ganado sea quien lee, o
al menos quien busque, debajo del sutil y dulce veneno de la hojarasca
del ingenio, la palabra verdadera, aquella que aparece como un punto
luminoso, que muy probablemente no guíe a puerto alguno, en medio de la
tormenta. Después de todo, la patafísica novela imaginada por Le
Lyonnais en la cual el asesino es el lector, quizás haya sido finalmente
escrita.
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