Durante muchos años la colección de novelas policiales y de misterio que publicaba Emecé fue casi la única alternativa de los lectores del género. Habla uno de ellos
TITULO EMBLEMATICO. Parte de la colección, con sus tapas originales. fuente: Revista Ñ |
Dos de mis cuatro libros favoritos de El Séptimo Círculo fueron
publicados una vez que terminó el dominio de Jano Bifronte –la dirección
de Borges y Bioy, o el “Biorges” que pergeñó Rodríguez Monegal–, cuando
se ocupaba de ella Carlos Frías, creo. Son Mediodía de espectros, de John Dickson Carr, y No me apuntes con eso,
de Kyril Bonfiglioli. La de Dickson Carr podría ser, en gran medida,
inercia política de la editorial con el sello. En cambio, el estilo de
Bonfiglioli –ambiguo, sardónico estentóreo– no hubiera solicitado el
interés ni la curiosidad de los dos grandes maestros, de acuerdo con las
confesiones esporádicas en las que revisaron esa relación –acaso la más
estable y prolongada– con la edición de libros ajenos. En sus Memorias, Bioy recuerda que a Borges no le gustaba (o no le gustaba para empezar) La bestia debe morir,
de Nicholas Blake, el número uno de El Séptimo Círculo. Conozco
lectores fanáticos de la relectura, artistas supremos del arte de
sobresaltar los márgenes con interrogantes, subrayar con birome y
calificar el libro sin hesitación en la última página, que encuentran El
Séptimo Círculo “floja”, y que suspenden el crédito a Borges y a Bioy
por esta debilidad secundaria después de haber leído los primeros
libros. La preferencia de ambos por Anthony Berkeley, John Dickson Carr y
Richard Hull, por ejemplo, no determina una exclusividad, aun si no
fuera una preferencia: traza un gesto de género (como quien dice “gesto
de diseño”).
A la vez, un vistazo a los primeros treinta títulos
de El Séptimo Círculo arroja una respuesta insatisfactoria a nuestro
deseo de “coherencia” (pero la coherencia, como la madurez, no lo son
todo, en un mundo gobernado a veces por dramaturgos menos complejos que
Shakespeare). Dickson Carr y Michael Innes la simulan; Eden Phillpotts,
ya entonces desdeñado y un tanto anacrónico, parece un capricho tardío
de Borges. El permiso para un breve sobresalto –Extraña confesión–
creo que precede el gusto de Bioy por Chejov (a Borges bien podría
serle indiferente), y no está mal que una nota sobre un catálogo de
policiales contenga un enigma, una dosis de misterio. El Amorim –El asesino desvelado–
es un acto de condescendencia o de amistad (hay libros buenos de
Amorim, no éste); ocurre lo mismo con Peyrou después: curiosamente, esa
ruina perfecta –El estruendo de las rosas– funcionaba
todavía con alegórico esplendor. La recurrencia de James Cain debió de
ser idea de otros. Tampoco Patrick Quentin parece un gusto de los
directores, instruido y afinado por ellos. El maestro del Juicio Final,
de Leo Perutz, despierta la sospecha de ser Borges puro: es él quien
tiene mejores conocimientos de la literatura en lengua alemana, y
debilidad por los escritores provenientes de Praga. La omisión de
Margery Allingham, una escritora que empezó sus artesanías cuando era
apenas más grande que Daisy Ashford y después siguió haciéndolas cada
vez con más gracia, coincide con la valoración –muy poca– que le
adjudican Taylor y Jacques Barzun en su canónico A Catalogue of Crime, que es de 1971. Aunque hay dos libros de ella –La moda en mortajas, La muerte de un fantasma–,
que me parecen obras maestras, el prestigio de la dama debe de ser
producto del revisionismo posterior, un régimen que se permite sin
ambages los beneficios de la exageración.
Otras voces
En
la medida en que la gracia del género mismo se flexibiliza y se
ensancha, Bioy señala alguna paradoja. La de que algunos de los
novelistas hard boiled norteamericanos sean ingleses (como Peter Cheyney, por ejemplo, el salvoconducto –Lemmy Caution– que toma Jean-Luc Godard para conducir a Borges a Alphaville, en su film homónimo).
Una
reacción similar va a despertar en Kingsley Amis el cacareado (sobre
todo por los franceses) ejercicio de violencia que inauguran los
novelistas “duros” respecto de los “blandos” (la tradición inglesa); el
premio a su inspección rigurosa de los estilos cae en manos de Mickey
Spillane (he aquí un novelista con nombre de personaje).
Sin
embargo, el contorno de la definición de El Séptimo Círculo lo dan los
lectores que a lo largo de los años supo encontrar, en lugares de
aparente afinidad o de contraste disimulado. Encontré –o supe de–
fanáticos de algunos libros de la colección en todas partes. Juan Marsé,
de Laura, de Vera Caspary; Sergio Pitol de Mr. Byculla, de Erik Linklater (sobrevolado con ternura por Borges y Bioy); Carlos Monsiváis –sumisión plebeya– de La especialidad de la casa,
de Stanley Ellin. En Cambridge, Eliza Karavedin, una estudiante
sefaradí que leía muy bien en español, me reveló e inculcó tan lejos de
su casa como de la mía, el amor por La línea sutil, de
Edward Atiyah, en la colección El Séptimo Círculo. Es la novela
increíble de un libanés que escribió también, antes de la moda de los
estudios culturales, uno de los mejores libros del siglo veinte sobre
los árabes.
El armado de la colección
Cualquiera
que haya participado en cualquier función del estreno y el
mantenimiento de una colección conoce los pormenores de orgullo y
frustración que acumula y acaudala (visires visibles de mil y una noches
de insomnio) la tarea. En alguna parte de su diario, Bioy enumera las
actividades y desdichas complementarias, que rara vez se disciplinan, y
que se disparan en direcciones inesperadas una vez que los libros (vale
decir, los derechos) se consiguieron: la revisión de la traducción, la
confección de la contratapa, el remordimiento anticipado por algo que se
nos pudo haber pasado, un título de la competencia que pone en peligro
el nuestro, la elección del título de la versión en castellano. En estos
últimos aspectos, Borges y Bioy trabajaban con libertad y confianza,
por lo que el sello distintivo se mantenía estable, una especie de
secreto de manufactura.
Sin embargo, en algunos casos funcionaba
mejor que en otros. La comitiva de traductoras (en general eran
traductoras) adoptaba con rapidez los consejos –y hasta los prejuicios–
de los directores de colección, si bien el esfuerzo de Bioy como rector
del estilo resulta indisimulable.
Este principio de identidad de
la colección acarreaba también cierto matiz de monotonía. Pero un matiz
es un matiz, no cualquiera lo merece. Borges se abstenía de intervenir
de manera tajante, de “borgear”, como lo hacía a veces con títulos de
cuentos (recordemos el giro genial que convierte “Los sicarios de
Midas”, de Jack London, en “Las muertes concéntricas”).
Trial and Error (Ensayo y error), de Anthony Berkeley, pasa a llamarse El dueño de la muerte
sin ganancias ni pérdidas ostensibles. Alguna vez, la angustiosa
distancia entre el momento de lectura del original y el de escribir la
contratapa adelgaza hasta la pereza –no tomarse, ay, el trabajo de
contar– la sinopsis argumental; otra, no hay concordancia, entre la
sustancia de la novela y ese postrero inkling ; otra, otra más,
el estilo de Borges o el de Bioy mejora con elegancia una apretujada
trama indefendible de personajes penosos y penosas situaciones.
No
sé si sobrevive hoy algo parecido a un lector de colecciones; yo mismo
nunca lo fui. Con el tiempo, la abundancia de títulos de alguna en mi
biblioteca, me alarma, porque en la hacienda me gusta la variedad (al
revés de lo que me pasaba de chico, que me conmovían la homogeneidad de
los lomos). Conté cincuenta y cuatro volúmenes de El Séptimo Círculo en
mi biblioteca. Uno por cada uno de los años vividos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario