Un hombre corpulento, fanático del ajedrez, irónico, que en la vida real no hubiera sido detective: así se deja ver el célebre personaje de Chandler ante sus lectores
MARLOWE CLASICO. Humphrey Bogart, con Lauren Baccal, en El sueño eterno (1946). foto.fuente: Revista Ñ |
Decía Raymond Chandler, no sin afectación, que no creía que a su
amigo Philip Marlowe le interesara mucho saber si era dueño o no de una
mente madura. Reconocía que ése tampoco era un tema que le preocupara a
él… inventor de Marlowe. También se animaba a opinar que, si estar en
desacuerdo con una sociedad corrupta es ser inmaduro, luego su detective
era severamente inmaduro. Marlowe fue para los lectores que iban más
allá de la peripecia de las novelas que lo tenían como protagonista,
generalmente “inmaduros”, un consuelo, un sueño soñado e irrealizado,
como todo ideal utópico, el del perdedor ganado para la causa. Chandler
hizo que Marlowe naciera en Santa Rosa, al norte de San Francisco, una
pequeña localidad que se hizo conocida porque en sus calles fue filmada
La sombra de una duda, de Hitchcock, con Joseph Cotten, un rostro que
bien pudo aportar algo al de Marlowe, no descripto en ninguna de las
siete novelas que protagoniza ni en los cuentos donde aparece, el más
cercano a la ironía con la que Marlowe nos hace reír. Varios actores lo
encarnaron en las versiones cinematográficas, pero los que nos hacen
ensoñar la verdad o sus cercanías fueron Humphrey Bogart en El sueño
eterno (1946) y Robert Mitchum en Adiós, muñeca (1975), dos extremos
que sólo confluyen en un suave escepticismo y el modo de fumar y beber.
Chandler quería a Cary Grant para su personaje, se equivocaba. Pero
entre muchas verdades Chandler formulaba una significativa: «El
detective de mis novelas es una creación ilusoria que vive y habla como
un hombre verdadero. Hasta puede ser realista en muchos sentidos menos
en uno: en la vida real, tal y como la conocemos, un hombre como él no
sería detective privado». Haciendo de Marlowe un detective privado, su
autor evita la necesidad de justificar sus contingencias. Un personaje
imposible, acaso el más real, el más humano de cuantos habitan la
literatura policial, que es un mundo, un espacio de corroboración y
aceptación del miedo y la sed de justicia. El lector se compromete con
Philip Marlowe y se hace una idea de sus soledades y los ritos
inconstantes con que trata de paliarla, sin quejarse.
Cuando
empieza a protagonizar las novelas de Chandler, Marlowe tiene poco más
de 30 años. En la última, Playback , se acerca a los 50; envejece como
si no fuera un personaje, más bien como su autor. Como personaje es
ingrávido, pero sabemos que mide algo más de un 1,80 m y pesa 93 kilos,
un tipo alto para la época, pesado pero ágil, al menos en El sueño
eterno y Adiós muñeca . Después, con el desencanto se hará más
reflexivo y por lo tanto menos raudo: en El largo adiós pone en
funcionamiento extremo su cabeza a la vez que muestra sus sentimientos;
allí tiene más la cara que le prestó Mitchum que la de Bogart. Chandler
se ocupa de darnos a entender que su Philip no se muestra como un duro,
pero en todas sus novelas, salvo quizá en Playback , nos indica que si
le hacen cosquillas, o el caso lo requiere, puede ser tan extremo como
Sam Spade, el desenvuelto detective de Dashiell Hammett también
interpretado por Bogart. En casi todas sus apariciones alude a unos
anteojos de sol con marco oscuro, pero no es una particularidad porque
en Los Angeles los usaba todo el mundo. Viste con sobriedad, pero sin
refinamiento porque no tiene dinero para gastar en ropa; también suele
aludir al piyama, quizá una agudeza del autor que así confiere a su
noche cotidiana un grado de vulnerabilidad que no pueden paliar ni la
lengua afilada ni las armas de las que se sirve con moderación: una
Lüger al principio, varios revólveres Colt y una misteriosa Browning,
pistola belga de gran fama. Marlowe, que nos relata sus propias
historias en primera persona, nunca se detiene a limpiar sus armas, ni
las considera custodia de su seguridad personal. Entre sus confesiones
está la del entusiasmo por el ajedrez, que no juega con nadie, sino
contra un libro de jugadas que le permite intervenir en una partida de
campeonato entre Gortchakoff y Meninkin (ambos ajedrecistas
imaginarios), que resulta en tablas después de setenta y dos
movimientos. Tal es la afición de Marlowe que sólo en Adiós muñeca no
alude a las piezas y el tablero. Cuando se dispone a jugar también
prepara una pipa, placeres de hombre solo; terminada la partida puede
servirse un vaso de whisky; la bebida que él mismo hará famosa, el gimlet
, aparecerá tardíamente y en la mejor novela de Chandler, El largo
adiós ; una combinación de lima y gin que compartirá con su amigo Terry
Lennox. Marlowe también fuma cigarrillos, sobre todo en presencia de
mujeres: ama el género pero por alguna razón no dicha está desencantado y
se siente atraído “generalmente por razones carnales”, aunque llegará a
enamorarse.
¿Dónde vive Philip Marlowe? ¿Dónde se repite,
reflexiona, juega al ajedrez y se pone el piyama? En El sueño eterno ,
según insinúa Chandler en Raymond Chandler Speaking , vivía en un
departamento de un ambiente con una cama plegable contra la pared y de
las que en la parte baja tienen un espejo. Después pareció haberse
mudado a un departamento que se parece al que en aquella novela ocupaba
un personaje llamado Joe Brody. Chandler opina que si se trata de la
misma vivienda Marlowe la ocupa porque habiéndose cometido en ella un
homicidio, el alquiler es bajo. Finalmente lo encontramos en una casa en
Laurel Canyon, en la avenida Yucca. En cuanto a su oficina, allí donde
responde al teléfono y recibe clientes (inquietantes son siempre las
apariciones de mujeres), está ubicada en un sexto piso y es modesta. No
tiene secretaria y, aunque en la última novela se insinúa que acaso sí
en el futuro, la intención quedó trunca con la muerte del autor y, en
consecuencia, la desaparición de Marlowe. Reapareció en cine y en la
primera novela de Osvaldo Soriano, pero siempre a modo de espectro.
Marlowe era carne en manos de Raymond Chandler y de sus apasionados
lectores, que son relectores y atesoran citas y rememoraciones. Es tan
real Marlowe que el desarrollo de sus casos, y la consabida resolución,
tiene importancia accesoria; más queremos saber cómo es, como respira y
duerme, cómo fuma y contesta los ingeniosos engaños de clientes y
policías, que cómo termina el asunto. Porque en realidad no queremos que
termine, nos gusta estar con él e intuir qué va a decir, cómo va a
reaccionar. Para el lector de novelas policiales, Marlowe fue una
revelación que lo alejaba de las deducciones inteligentes y británicas y
lo acercaba al clima salvaje de las novelas realistas estadounidenses,
Marlowe bien podría estar inserto en la multitud de Manhattan Transfer ,
de John Dos Passos y, ciertamente, se proyecta en el Lew Archer de Ross
McDonald, a quien imaginamos menos intenso y más pulcro, y en los
protagonistas suicidas de Charles Williams o los de Horace McCoy. A los
frecuentadores de Marlowe les sucede algo extraño con las novelas de
esos autores, siempre aparece la sombra de aquel personaje que en la
vida real no hubiera sido detective privado, pero nunca su rostro,
conjetural como el ajedrez.
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