El filósofo francés pasó del estalinismo a las madrazas. ¿Cómo entender su deriva?
Roger Garaudy, en 1995. foto: Javi Martínez. fuente:elmundo.es |
¿Tres ideas muy generales sobre Roger Garaudy? "Fue el prototipo de
intelectual orgánico comprometido con un Partido Comunista Francés
estalinista. Rompió al darse cuenta del engaño y se pasó a una actitud
abierta en la que pregonaba el diálogo entre comunistas y cristianos,
huyendo de la tentación totalitaria. Fue un desengañado, como muchos de su generación.
Ese desengaño le llevo a convertirse al Islam y a negar el Holocausto.
Por tanto fue un hombre que pasó del estalinismo a la democracia para
terminar en el fanatismo más irracional. Un reflejo de la locura del
siglo XX". Y una más: "Acertó más con las preguntas que con las
respuestas. Y dejo una bella frase para la Historia al romper con el
comunismo en 1970: 'No es posible callarse'".
El subdirector de Opinión de elmundo.es, Pedro Cuartango, se expresaba así, el pasado viernes, al poco de conocerse la noticia de la muerte de Garaudy,
uno de los personajes centrales de la Filosofía de los años 50, 60, 70.
Un hombre difícil, que en las fotografías aparece junto al siniestro
Jacques Vergès o debajo de un retrato de Stalin, o agarrado a un
ejemplar de 'Los mitos fundacionales del estado de Israel', el libro que
le valió una condena por "negación de Crímenes contra la humanidad" y
"difamación racista". Y sin embargo, un hombre valioso y, seguramente,
con un sentido muy moral de su vida y de su trabajo. "Simboliza la gran tragedia del siglo XX". La necesidad de creer en algo monolíticamente, el dogmatismo, la violencia intelectual...
Han pasado cuatro días desde la noticia de la muerte pero la idea de "la gran tragedia del siglo XX" aún merece una indagación. ¿Cómo hombres como Garaudy tomaron un rumbo tan errático?
Primera cuestión: da la sensación de que eso de necesitar creer en
algo en bloque, sin distancia, sin poros y sin humor (el marxismo, una
religión, el libre mercado....), es algo que viene con el carácter. ¿O
se explica por que hubo una época en la que la manera de ver el mundo
era así? Y segunda idea, al hilo: ¿fue el siglo XX una época de
violencia intelectual, un siglo en el que los hombres inteligentes se decantaban por sistemas de una pieza y renunciaban a los matices?
Patxi Lanceros, filósofo y profesor en Deusto es el primero en
contestar en un correo electrónico: "Yo conozco el trabajo de Garaudy e
incluso conocí al personaje, en su eón islámico. Hay
caracteres que tienden a la ausencia de matiz y que se afilian el bloque
a cualquier oferta de solución y salvación. Además de algún
intelectual, he visto conversiones (que no procesos) aquí, en el País
Vasco, en otro ámbito".
"Por otra parte cierto es que hubo un tiempo con el que nuestra
posmodenidad no coincide, de evidente violencia intelictual y cierto
dogmatismo (o dogmatismo cierto). Todo ello suena muy mal, pero también
sucede que ese tiempo valoraba, y acaso sobrevaloraba, el estatuto del pensamiento, de la idea,
de la escritura. En la época del simulacro, la virtualidad pura y la
mercantilización total, algunos gestos de intelectuales que hoy
admiramos o tememos, parecen sobractuaciones".
"Y no lo son".
¿Es el caso de Garaudy? Sí pero no. "Las [ideas] de Garaudy no las
considero en gran cosa: me da igual su inicial devoción comunista, como el enfático ¡Soy cristiano! con el que terminaba un (mal) libro, como el final islámico".
Explicaciones sencillas
Siguiente respuesta: José Sánchez Tortosa, también filósofo, profesor
y colaborador en varios medios de comunicación: "Los códigos de
creencias son el alimento del animal simbólico, y por tanto político,
que convencionalmente denominamos ser humano. No creo que se trate de
una cuestión de carácter en el sentido psicológico, que no puede agotar
la realidad de esos sujetos que hacen cosas y dicen cosas. Me parece más
razonable tratar de buscar la explicación en el modo más sencillo y
económico de organizar grupos humanos. Los sistemas de creencias garantizan una estabilidad que sin ellos sería excepcional,
por no decir imposible. Lo fascinante, pero que invita al desasosiego,
es constatar que la creciente complejidad de las sociedades humanas no
barre esa necesidad social (política), como ingenuamente soñó la
Ilustración (olvidando a Spinoza). Sencillamente, hace necesaria su
sofisticación, su adaptación a contextos geográficos, demográficos,
económicos, culturales, tecnológicos nuevos. En ese marco, los
intelectuales, raza que nació con el caso Dreyfuss propiamente, según
los expertos, encuentra encaje sólo si contribuye a esa labor de
sofisticar creencias, de envolver en retórica ajustada a los tiempos
determinados sistemas simbólicos. Cuando se dedica a aquello para lo que
se inventó la Filosofía, a saber, destruir tópicos, derribar
estupideces con el arma de la lógica dialéctica, de la crítica
combativa, dinamitar el sentido de la Historia y la autocomplacencia de
la sociedad, suele ser marginado o, simplemente, ignorado o desactivado
institucionalmente.
"Por lo que respecta al carácter dogmático de un intelectual", continúa Sánchez Tortosa, "ya desde
los griegos podemos encontrar el choque entre sistemas cerrados de
creencias y modos del discurso que escapan a todo dogmatismo habilitando
un acabado relativismo y aún un escepticismo paralizador. Entre Homero y
Gorgias, es decir, entre los Poetas de la tradición y los sofistas de
la innovación, queda aplastada la posibilidad de un dogmatismo racional,
como lo es la Geometría, de donde nace la Filosofía. Un pensador no
puede dejar de ser dogmático, a condición de que su dogmatismo no sea
cerrado y esté justificado racionalmente, porque no se puede pensar
desde la nada ni contra nada. El pensamiento toma impulso en algo y se
enfrenta a algo. El dogmatismo mitológico conduce al fanatismo.
El escepticismo absoluto al silencio. Y tanto en el fanatismo de las
opiniones como en el silencio de las ideas lo que suenan son las armas".
¿Y sobre la violencia intelectual del siglo XX? "Es cierta. Hay un
par de libros que son muy reveladores al respecto: el de Julien Benda,
'La traición de los intelectuales', publicado en fecha tan temprana como
1927, y el de Maurice Blanchot, 'Los intelectuales en cuestión'.
Blanchot, en particular, muestra cómo el siglo XX con sus avances
tecnológicos y su crecimiento económico no apagó la 'sed de Absoluto' entre los intelectuales.
Al contrario, al adquirir nuevas máscaras revolucionarias, liberadoras
con respecto al pasado, los pensadores de vanguardia no pudieron sino
verse seducidos o hipnotizados por esas experiencias que, rompiendo
moldes, abrazaban la causa del sentido en la Historia, de la Utopía, que
son las formas que Dios y la Redención adoptan en culturas
secularizadas. Por eso no es casual ni anómalo que Garaudy, desde un
comunismo, digamos, ortodoxo, desembocara en el islam. La política del
siglo XX ha sido la de un mesianismo sin Dios. La política, como la
educación o incluso el Arte, pasaron de ser meros mecanismos de gestión
de sociedades, de transmisión de saberes o de producción de belleza, a
proyectos de Salvación (del Pueblo, del niño, del artista). Blanchot cita a Heidegger,
que se aferró al nacional-socialismo como otros al socialismo-nacional
en 1933, cuando se podía empezar a ser nazi sin mucho escrúpulo público:
'En el movimiento que llegaba al poder vi, entonces, la posibilidad de
unir y renovar interiormente al pueblo y una vía para encontrar su
destino en la historia de Occidente'".
"Como se puede ver la frase condensa esas claves que hacen del intelectual un guía y no un tábano (un tocapelotas, vamos),
como pretendía Sócrates. El intelectual o es odioso o es cómplice.
Benda lo dice con más suavidad: 'Puede decirse de antemano que el
intelectual alabado por los seglares es traidor a su función'".
Y termina Sánchez Tortosa: "Este peligro de un intelectual ('clerc' es el término que Benda utiliza) consagrado a la dirección sacerdotal del Pueblo hasta su 'glorioso Destino' es mucho mayor en épocas de mudanza (de crisis) como las que padecemos".
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