En su libro Poses de fin de siglo. Desbordes del género en la modernidad, la escritora argentina reflexiona, a partir de la sexualidad, sobre las culturas finiseculares en América Latina y la dependencia respecto de los modelos europeos
El escritor irlandés Oscar Wilde retratado en 1882, durante su gira de conferencias por Estados Unidos y Canadá. foto.fuente:adncultura.com |
El momento en que el garzón arranca el loto, para
conducir su agrado al visitante. El otro garzón que apoyándose en el
azar de su memoria repite felizmente el verso. Y el poeta que enterrado
en su silencio y en el coro de los otros silencios siente como la futura
plástica en que su obra va a ser apreciada y recibe como una nota
anticipada.
José Lezama Lima, Julián del Casal
En un simposio que tuvo lugar hace años intenté resumir
el tema que me ocupa en este libro, es decir las economías del deseo en
la América Latina finisecular, considerando cómo esas economías
marcaban lo que podría llamarse, de manera muy general, las políticas
culturales del modernismo. Concretamente, dedicaba especial atención a
la desazón que provoca en ciertos intelectuales de la época la figura de
Oscar Wilde. Mi trabajo intentaba recuperar aquel momento, fugaz y sin
duda utópico, en que los dos "lados" de Wilde, el frívolo, si se quiere,
y el político, podían pensarse juntos antes de que la presión de la
ideología los separara, supeditando el primero al segundo hasta hacerlo
desaparecer.
A juzgar por la reacción de uno de los moderadores, la
ambivalencia y la desazón no se limitaban al siglo pasado, ya que su
comentario, cediendo a su vez a una ideología vuelta naturalizado hábito
de lectura, retuvo uno solo de esos aspectos de Wilde, el que llamaré,
por conveniencia, el frívolo. Pasó a considerar la relación entre Wilde e
Hispanoamérica en términos de mímica y de mistificación, recalcando su
ligereza de gesto superfluo: en Hispanoamérica se había jugado a ser (o a
parecer; volveré sobre esta diferencia) Wilde, como quien se pone un
disfraz o se coloca un clavel verde en la solapa. El decadentismo era,
sobre todo, cuestión de pose .
Esta reacción no estaba tan lejos de cierta lectura de
la literatura finisecular que se hizo en la época misma, aquella lectura
que veía la pose como etapa pasajera correspondiente a un primer
modernismo de evasión, distinto de un segundo modernismo americanista,
el que era "de veras". Fue esa, por ejemplo, la lectura de Max Henríquez
Ureña. A propósito de las "Palabras liminares" de Darío a Prosas profanas
, escribe: "Rubén asume una pose, no siempre de buen gusto: habla de su
espíritu aristocrático y de sus manos de marqués [...]. Todo esto es
pose que desaparecerá más tarde, cuando Darío asuma la voz del
Continente y sea el intérprete de sus inquietudes e ideales".
Desdeñada como frívola, ridiculizada como caricatura, o
incorporada a un itinerario en el que figura como etapa inicial y
necesariamente imperfecta, la pose decadentista despierta escasa
simpatía. Yo quisiera proponer aquí otra lectura de esa pose: verla como
gesto decisivo en la política cultural de la Hispanoamérica de fines
del XIX; verla, sí, como capaz de expresar, si no "la voz del
Continente", por cierto una de sus muchas voces, y verla precisamente
como comentario de las "inquietudes e ideales" de ese continente. Quiero
considerar la fuerza desestabilizadora de la pose, fuerza que hace de
ella un gesto político.
Dar a ver: el cuerpo (en) público
En el siglo XIX las culturas se leen como cuerpos:
piénsese en las lecturas anatómicas que hace Sarmiento tanto de España
como de la Argentina, o en las enfermedades de occidente, considerado
organismo vivo, vaticinadas por Max Nordau, para dar tan sólo dos
ejemplos. A su vez, los cuerpos se leen (y se presentan para ser leídos)
como declaraciones culturales. Para reflexionar sobre el trabajo de
pose, quiero rescatar ese cuerpo, recalcar su aspecto material, su
inevitable proyección teatral, sus connotaciones plásticas; ver qué
gestos acompañan, antes bien determinan, la conducta del poseur
. Pensar sobre todo cómo se construye un campo de visibilidad dentro
del cual la pose es reconocida como tal y encuentra una coherencia de
lectura.
La exhibición, como forma cultural, es el género
preferido del siglo XIX, la escopofilia, la pasión que la anima. Todo
apela a la vista y todo se especulariza: se exhiben nacionalidades en
las exposiciones universales, se exhiben nacionalismos en los grandes
desfiles militares (cuando no en las guerras mismas concebidas como
espectáculos), se exhiben enfermedades en los grandes hospitales, se
exhibe el arte en los museos, se exhibe el sexo artístico en los
"cuadros vivos" o tableaux vivants , se exhiben mercaderías en
los grandes almacenes, se exhiben vestidos en los salones de modas, se
exhiben tanto lo cotidiano como lo exótico en fotografías, dioramas,
panoramas. Hay exhibición y también hay exhibicionismo
. La clasificación de la patología ("obsesión morbosa que lleva a
ciertos sujetos a exhibir sus órganos genitales") data de 1866; la
creación de la categoría individual, exhibicionista -categoría que marca el paso del acto al individuo -, de 1880.
Exhibir no solo es mostrar, es mostrar de tal manera
que aquello que se muestra se vuelva más visible, se reconozca. Así, por
ejemplo, los fotógrafos de ciertas patologías retocaban a sus sujetos
para visibilizar la enfermedad: como muestran los archivos médicos de la
ciudad de París, a las histéricas se les pintaban ojeras, se las
demacraba, a efectos de representar una enfermedad que carecía de rasgos
definitorios. Me interesa esa visibilidad acrecentada en la medida en
que es indispensable para la pose finisecular. Manejada por el p oseur
mismo, la exageración es estrategia de provocación para no pasar
desatendido, para obligar la mirada del otro, para forzar una lectura,
para obligar un discurso. No difiere esta estrategia del maquillaje, tal
como lo entiende Baudelaire: "el maquillaje no ha de esconderse o
evitar ser descubierto; al contrario, debe exhibirse, si no con
afectación, por lo menos con una suerte de candor".
El fin de siglo procesa esa visibilidad acrecentada de
maneras diversas, según dónde se produce y según quién la percibe. Así,
la crítica, el diagnóstico o el reconocimiento simpático (o antipático)
son posibles respuestas a ese exceso, a la vez que son, no hay que
olvidar, formas de una escopofilia exacerbada. Mírese desde donde se
mire, el exceso siempre fomenta lo que Felisberto Hernández llamaría más
tarde la "lujuria de ver".
Jugar al fantasma
En dos ocasiones, al hablar de un "raro", recurre Darío a un precepto de la cábala citado por Villiers de l'Isle Adam en La Eva futura : "Prends garde! En jouant au fantôme, on le devient" . En el ensayo de Los raros
dedicado a Lautréamont, escribe en efecto Darío: "No sería prudente a
los espíritus jóvenes conversar mucho con ese hombre espectral, siquiera
fuese por bizarría literaria o gusto de un manjar nuevo. Hay un
juicioso consejo de la Kábala: No hay que jugar al espectro, porque se
llega a serlo". Y en "Purificaciones de la piedad", artículo publicado a
los pocos días de la muerte de Oscar Wilde, observa Darío, como ya he
mencionado, que "desdeñando el consejo de la cábala, ese triste Wilde jugó al fantasma y llegó a serlo
". En ambos casos la frase se usa de manera admonitoria, para señalar
los excesos de dos escritores y las trampas de una simulación que tuvo
consecuencias funestas. Pero el giro interpretativo que da Darío a la
frase es curioso. Jugar al fantasma y llegar a serlo supondría un
afantasmamiento, una desrealización, un volverse no-tangible o
no-visible. En cambio, la frase de Darío parece indicar lo contrario: un
exceso de visibilidad, de presencia. Aplicada a Wilde, que es el
"fantasma" que aquí me interesa, significa que el juego de Wilde se
volvió excesivamente visible, y que ese exceso llevó a Wilde a su ruina.
Wilde juega a ese algo que no se nombra y de tanto jugar a ese algo -de tanto posar a ese algo- da visibilidad, llega a ser ese algo innombrable.
No está de más recordar aquí la densa textura semántica
que adquirió el término "posar" en los procesos judiciales de Wilde. En
carta a su hijo Lord Alfred Douglas del 1º de abril de 1894, escribe el
marqués de Queensberry: "No es mi propósito analizar esta intimidad [se
refiere a la relación entre Wilde y su hijo], y no hago denuncias. Pero
en mi opinión posar como algo es tan malo como serlo [ to pose as a thing is as bad as to be it
]". Cuando unos meses más tarde se presenta Queensberry en casa de
Wilde, lo acusa nuevamente de pose: "No digo que usted lo sea, pero lo
parece, y posa de serlo, lo que es igualmente malo". En carta a su
suegro, por la misma época, escribe Queensberry: "Si estuviera seguro
del asunto [ the thing ], mataría al tipo de inmediato, pero
solo puedo acusarlo de posar". Por fin, el 18 de febrero de 1895, a
manera de provocación, deja Queensberry una tarjeta para Wilde en el
Albemarle Club de Londres con la errata que pasó a ser célebre: "To Oscar Wilde posing Somdomite" -"para Oscar Wilde, que posa de somdomita [sic]"-. El resto, como dicen, pertenece a la historia.
Lo que no se nombra (el algo , el lo , el asunto
) es desde luego el ser homosexual de Wilde, lo que no cabe en palabras
porque no existe todavía como concepto (es decir, el homosexual como sujeto
), pero que el cuerpo, los gestos, la pose de Wilde anuncian. "Es
importante recordar -escribe Moe Meyer- que Wilde no fue procesado
inicialmente por actividad sexual perversa (sodomía) sino por un acto
perverso de significación (posar de sodomita). Fue inicialmente un reo
semiótico, no un reo sexual". Que la corona iniciara luego un segundo
proceso, acusando a Wilde ya no de posar sino de ser ,
muestra la fuerza identificatoria de esa pose. La pose abría un campo
político en el que la identificación -en este caso, el homosexual-
empezaba a cobrar cuerpo, era re-presentado, inscripto. Los juicios de
Wilde, iniciados por la denuncia de una pose , brindaron un
espacio de clasificación. Como observa Jeffrey Weeks, "Los juicios no
solo fueron muy dramáticos, fueron altamente significativos en que
crearon una imagen pública para el homosexual".
El amaneramiento voulu
Si bien no toda pose finisecular remite directamente al
homosexual, sujeto en vías de ser formulado y para cuya formulación,
tanto cultural como específicamente legal, será decisivo el aporte de
Wilde, el concepto de pose remite a un histrionismo, a un derroche, y a
un amaneramiento tradicionalmente signados por lo no masculino , o por un masculino problematizado
; amaneramiento que, a partir de Wilde, y acaso más en Hispanoamérica
que en Europa, se torna cada vez más sospechoso, sujeto de ese ya
mencionado pánico teorizado por Eve Sedgwick. Es decir, la pose
finisecular -y aquí está su aporte decisivo a la vez que su percibida
amenaza- problematiza el género, su formulación y sus deslindes,
subvirtiendo clasificaciones, cuestionando modelos reproductivos,
proponiendo nuevos modos de identificación basados en el reconocimiento
de un deseo más que en pactos culturales, invitando a (jugando a) nuevas
identidades. Se trata ahora no meramente de actitudes -languidez,
neurastenia, molicie-, sino de la emergencia de un sujeto y, se podría
agregar, atendiendo a las connotaciones teatrales del término, de un
nuevo actor en la escena político-social.
En Hispanoamérica, la pose finisecular plantea nuevos
patrones de deseo que perturban y tientan a la vez. Por eso -para
conjurar su posible carga transgresiva, por lo menos homoerótica- se la
suele reducir a la caricatura o neutralizar su potencial ideologico
viéndola como mera imitación. Se la acepta como detalle cultural, no
como práctica social y política. Se la reduce al afeminamiento jocoso;
para citar a un crítico, a "una fastidiosa cháchara de snobs que van a nuestras selvas vírgenes con polainas en los zapatos, monóculo impertinente en el ojo, y crisantemo en el ojal".
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