La vastedad del territorio norteamericano y la épica solitaria y ruda de los pioneros son fuentes genuinas de un género artístico emblemático de Estados Unidos
Lee Marvin, James Stewart y John Wayne, en una escena de Un tiro en la noche. foto.fuente:adncultura.com |
Si acaso resultara posible compendiar el género tomando prestado el título de una sola película, la elección sería obligada: La c
onquista del Oeste. Es que de no haber existido una frontera por
trasponer, un espacio abierto de dimensiones colosales cuyo dominio le
aseguraría a Estados Unidos su condición bioceánica y, al mismo tiempo,
un territorio hasta ese entonces mostrenco, digno de ser civilizado, los
westerns tal como los conocemos nunca hubieran existido. Hay,
entonces, un hilo conductor entre el célebre discurso pronunciado en
1893 por Frederick Jackson Turner en la Asociación Norteamericana de
Historia, sobre la importancia de la frontera en la vida de su país, y
el nacimiento de las películas de cowboys . La razón estriba
menos en una correspondencia entre la teoría de Turner y el género
cinematográfico asociado por excelencia a la frontera, que en la forma
algo bastarda -si se le quita a la palabra toda carga peyorativa- con la
cual el séptimo arte se apropió de una idea para inventar una epopeya.
En una de sus producciones más logradas y, a la vez,
discutidas, John Ford pone en boca del editor del diario de Shinbone
-localidad donde transcurre Un tiro en la noche , que así se
llama la película- esta frase arquetípica. Debe decidir si publica la
historia verdadera o una recreación mítica de los hechos y dice: "Es el
Oeste, señor. Si la leyenda se convierte en realidad, imprima la
leyenda".
Claro que de lo anterior no se sigue necesariamente que
la pantalla haya falseado, desde los primeros films mudos (La masacre,
de D. W. Griffith, por ejemplo) hasta nuestros días, la realidad. A
partir de unas coordenadas de tiempo y lugar que en términos generales
se respetan, Robert Aldrich y Anthony Mann, Raoul Walsh y John Sturges,
Sam Peckinpah y Clint Eastwood -para nombrar, al voleo, sólo a algunos
de los directores de culto- transparentan las invariantes fundamentales
de lo que fue el desordenado e incontrolable avance hacia el Oeste: la
vitalidad nerviosa de los vaqueros y su individualismo que nada le debe
al Estado; la ambigüedad frente a la ley por hacer y la exaltación de la
fuerza; la primacía de las armas y, por lógica consecuencia, la sangre y
la violencia que permean la vida de esos hombres. Analizada la cuestión
desde la óptica de la historia, el cine ha maquillado los hechos a
propósito y bien está que así haya sido. Vista, en cambio, desde el
ángulo del espíritu del Oeste, las películas que le fueron dedicadas
parecen reflejarlo si no a la perfección, sí con rigor.
Si le prestamos atención al duelo colectivo más famoso
del género, disputado en O. K. Corral entre los Clanton y los hermanos
Earp, asistidos por Doc Holliday, salta a la vista, sin necesidad de
esforzarnos demasiado, cuánto divergen la historia y la leyenda. Sea en
la versión de John Ford, La p asión de los fuertes; en la que once años más tarde filmó John Sturges, Duelo de t itanes, o en cualquiera de las últimas dos conocidas, Tombstone y Wyatt Earp
, el personaje encarnado por Henry Fonda, en un caso, y por Burt
Lancaster, en otro, no se compadece demasiado con el célebre comisario.
Lo mismo puede decirse del dentista, jugador y pistolero que
inmortalizaron Victor Mature y Kirk Douglas.
Pero más allá de no corresponderse con precisión de
centavo los acontecimientos reales con los del celuloide, sobresalen
unas generalidades que no son pura ficción. Hay una combinación del bien
y el mal que es propia de casi todos los protagonistas; el heroísmo no
resulta en ellos artificial; arrastran, los justos y los villanos,
dramas personales y suscitan pasiones que no son las convencionales de
un género en donde siempre parecen ganar los buenos y perder los malos.
Fantasía sobra, por cierto, en el retrato que la pantalla nos ha
devuelto de Billy the Kid y Jesse y Frank James, del general Custer y de
Toro Sentado, de Davy Crockett y de Jim Bowie, aunque hay razones de
peso para considerar que el espíritu del Oeste o, si se prefiere, sus
valores y desvalores, están sobriamente retratados a pesar de las
inevitables concesiones hechas a la leyenda y a cierta nostalgia que
despierta todo mundo idealizado.
¿Se parecía Earp a Burt Lancaster, Custer a Errol Flynn
y Jesse James a Tyrone Power? Seguramente no y, sin embargo, cómo no
creer que la frontera norteamericana avanzó en buena medida a partir de
la osadía demostrada por hombres con armas y de a caballo, y que las
situaciones arquetípicas de la filmografía -los duelos, la lucha contra
los indios, las grescas en el saloon , las persecuciones a muerte y los tiroteos por doquier- formaban parte de la vida cotidiana.
La ambientación de Hollywood es, fundamentalmente, el
paisaje en razón de que la del Oeste fue una empresa en contacto
permanente con la naturaleza. Casi podría decirse, sin exagerar, que
transcurre siempre a cielo abierto. Cuando Ford, en ocho de las catorce
películas que dirigió al respecto, se empecina en destacar el lugar -en
este caso Monument Valley- y confiesa que en sus westerns ha
sido "la verdadera estrella", no le agrega a la trama un elemento
postizo, haciéndolo entrar de rondón. Sus siluetas de soldados de
caballería y pistoleros polvorientos recortados sobre esas verdaderas
catedrales de piedra del famoso paisaje de Arizona no resultan un
recurso escenográfico tan sólo. Transparentan el carácter agreste del
género porque lo fue también el de la vida real. La trama se desenvuelve
bajo el sol y las estrellas pues la naturaleza, en estado puro, es el
escenario en el cual todo cobra sentido. No hay ciudades que merezcan
ese nombre y los pueblos o caseríos extendidos que se dejan ver son más
una prolongación de las llanuras y los desiertos que formas de una
civilización urbana a la que todavía no le había llegado su hora.
Los westerns no se adueñaron de la épica como
cosa propia pero le dieron una coloratura especial, precisamente por el
juego de sístole y diástole que se produjo entre la historia y la
leyenda. En realidad, si parece haber en todas las películas un héroe
clásico que debe satisfacer ciertas pautas obligatorias en términos de
valentía y destreza con el revólver, éste puede tener las
características de un solitario (Shane, Doc y el protagonista de El jinete pálido) o ser parte de una hermandad de los armados ( Siete hombres y un destino ; La leyenda de los malos y Hombres o bestias). Enmarcado el género en una sociedad cuya verdadera ley es la
de la horca y el Colt y donde se impone el más rápido en desenfundar, la
fuerza -en duelos emblemáticos, robos de bancos y masacres sin cuento-
tiene sentido para acompañar y presenciar el desenlace (clímax) del
film. No hay western , pues, sin el concurso de esa violencia administrada en dosis homeopáticas, como En la hora señalada , o con ríos de sangre, en La pandilla salvaje.
La historia norteamericana ensayó una explicación de
cómo miles de pioneros blancos y protestantes, hambrientos de aventuras,
se lanzaron a civilizar un territorio virgen. Mitad visionarios y mitad
oportunistas, acometieron una empresa que merecía ser contada.
Hollywood le agregó el vuelo de las flechas, las riñas en los bares, el
galope de la caballería y los pistoleros homéricos.
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