Se publica un texto que el argentino escribió mientras corregía las galeradas del Libro de Manuel, reflexionando así, en directo, sobre el propio proceso creativo
Portada del libro-cuaderno de Julio Cortázar RM |
Furgoneta en la que se trasladaba Julio Cortázar fotos. fuente:lavanguardia.com |
El Cortázar mágico,
el Cortázar fantástico, el Cortázar surrealista sin manifiestos ni
ortodoxias. El Cortázar comprometido, el Cortázar solidario, el Cortázar
que levanta su máquina de escribir para disparar contra los tiranos y
los déspotas. ¿Son, ciertamente, dos escritores diferentes y
diferenciados? ¿El argentino renuncia a la ficción cuando quiere hablar
de la injusticia y la realidad?
1972, Saignon. Julio Cortázar recibe las galeradas de Libro de Manuel,
una novela que el escritor sabe que podría defraudar a muchos de sus
lectores, no por su experimentación estética, a la que están
costumbrados, sino porque quiere incidir en el estado de las cosas. La
denuncia, claro, no será nunca un panfleto en manos del argentino, pero
los interrogantes acechan, incluso, a un creador con un discurso propio y
un talento admirado y admirable. Por ello, armado con latas de
conserva, cigarrillos y vino tinto, se refugia en una camioneta
Volkswagen, a la que llamará Fafner, como el dragón de Wagner, para
corregir potenciales erratas e imprecisiones y, al mismo tiempo, armar
un texto paralelo donde reflexiona sobre su literatura y su
responsabilidad social como autor.
Así nace Corrección de pruebas en Alta Provenza, que publica la Editorial RM, con prólogo de Juan Villoro. Precisamente el mexicano, que titula su texto con un elocuente Robinson deliberado,
apunta que Cortázar “entra en tensión con la novela que acaba de
terminar” y “aunque defiende su vigencia y la necesidad de publicarla,
crea un seductor entramado de dudas”. Cortázar, pues, escribe mientras
corrige, apunta mientras relee. No es una justificación, o una defensa
contra el futuro lector desilusionado, sino una suerte de crítica
literaria en el sentido más amplio del término. El escritor que vigila
la evolución del escritor mismo.
Para Villoro, “la idea de traslado es una clave”. Se mueve con su
“dragón rojo” como, años más tarde, se moverá, junto a Carol Dunlop, en Los autonautas de la cosmopista.
¿Qué es, sino movimiento, la obra de un escritor que juega y, a la vez,
no es ajeno al sufrimiento ajeno? Por lo tanto, estamos ante unas notas
al margen, un diario de un viaje que, claro, no es únicamente sobre
ruedas. Va, nos dice el propio autor, “bastante más allá de acentos,
gazapos,… tachaduras”.
Julio Cortázar ha cambiado su forma de trabajo (y la palabra trabajo
no le gustaría nada para referirnos a su escritura, posiblemente). Su
reclusión ya no es “la penumbra del escritor” de los primeros años, una
habitación cerrada y sin ruido (esto tampoco es cierto, ya que no pocas
veces escribía mientras viajaba o, incluso, mientras hacía de
traductor). Pero ahora no le molesta ni un fondo de música ni, siquiera,
“una radio que me da noticias cada cuarto de hora”. Lo que los otros
llaman realidad entra y se mezcla con la literatura.
Son interesantes estos apuntes, también, porque leemos, en boca del
propio escritor, “la negación de lo literario como proyecto humanista,
arquitectónico”. Y es que el autor de Los premios no tira de
esquemas preconcebidos, no sigue una estrategia previa, sino que hace de
“médium”, la novela o el cuento le escribe a él, que está convencido de
que la intuición es la mejor de las brújulas. Cortázar explica, a modo
de ejemplo de su metodología (o de la ausencia de ella), cómo Rayuela
fue “saliendo poco a poco de una especie de caos en el que el capítulo
del tablón fue precedido por otro” que luego no usaría, pero que le
sirvió “como una clave de bóveda que se retira al completar el arco”.
Durante la escritura del texto, un diario de trabajo que apenas
alcanza las cuarenta páginas, Cortázar tiene que pasar varias tormentas
encerrado en su furgoneta. Como si el clima, también, fuera una metáfora
de sus miedos: “se acabó el escritor araña, el escritor ermitaño, el
señor que frente al caos exterior” permanece impasible. Pero no se trata
de abandonar la literatura, ni la individualidad creativa, muy al
contrario: comprender que escribir en los momentos convulsos “exige ser
más escritor que nunca”.
Si Corrección de pruebas en Alta Provenza, entonces, es un
documento de gran valor para aquellos a los que les interesa la
metaliteratura, también lo es para los amantes de la literatura en sí y
para sí. Mientras el argentino va preguntándose por la necesidad urgente
del libro que va a publicar, la radio va informando de lo que luego se
conocería como la “masacre de Munich”, cuando, durante los Juegos
Olímpicos, un grupo terrorista tomó como rehenes a once integrantes del
equipo de Israel, que acabaron muertos, junto a cinco de los terroristas
y un policía alemán. Y Cortázar va escuchando la matanza mientras
comprueba cómo, de alguna manera, los lejanos acontecimientos,
terribles, entran en la lógica del propio texto que tiene delante de sus
narices: “me ha tocado de nuevo vivir un juego de coincidencias que
sólo los hipócritas encontrarán casuales, corregir las pruebas de un
libro donde a cada página venían a pegarse, falenas monstruosas, las
noticias que lo confirmaban”. Las dos orillas, la realidad y la ficción,
observadas por alguien que vive en el puente (que, tan sólo
aparentemente, las separa).
'Reunión', o la Historia desde la ficción
En Corrección de pruebas en Alta Provenza,
Julio Cortázar escribe: “cocodrilos diversos lamentarán una temática que
para esos saurios es retroceso lamentable en alguien que, mientras
escribía ficciones puras, les daba una de sus ansiadas cuotas
intelectuales”. Por ello, no olvida “algunas críticas argentinas de Todos los fuegos el fuego para quienes los relatos eran impecables salvo, claro está, Reunión”.
Precisamente una nueva edición de este cuento, en el se describe en
primera persona las sensaciones íntimas del Che después de desembarcar
del Granma, ha visto la luz recientemente gracias a Libros del Zorro
Rojo, y con magníficas ilustraciones de Enrique Breccia.
- Miguel Herráez: "Cortázar permanece"
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