A 30 años de su muerte, la obra del escritor francés que borró los límites entre los géneros sigue sorprendiendo a los lectores. Al ciclo Celebración de Perec, que se realizará la semana próxima en Buenos Aires, se suma la edición en español de Nací, un libro que reúne sus textos autobiográficos, sus recursos y sus métodos
OBRA MAESTRA. En 1978 Perec se consagró definitivamente con La vida: instrucciones de uso, novela que ganó el Premio Médicis. foto.fuente: Revista Ñ. |
En 1964, Carlos Fuentes publicó un artículo en el suplemento
Siempre!, en México, a propósito de la “nueva novela latinoamericana”.
Allí refería cierta polémica que había tenido en la televisión
estadounidense con Gunther Grass y Alberto Moravia, cuando los tres
escritores debatieron sobre la presunta muerte de la novela. Ante el
punto de vista de Moravia, quien aceptó la muerte del género, Fuentes
señaló que “no es la novela lo que ha muerto, sino precisamente la forma
burguesa de la novela y su término de referencia, el realismo, que
supone una forma descriptiva y sicológica de observar a individuos en
relaciones personales y sociales”. Y concluía: “De la misma manera que
las fórmulas económicas tradicionales del industrialismo no pueden copar
con la revolución tecnológica, el realismo burgués (o si se quiere, el
realismo industrial, tout court ) no puede penetrar las preguntas y respuestas límite de los hombres de hoy”.
Pese
al ultrapromocionado boom de la literatura latinoamericana –que, no
olvidemos, fue un fenómeno comercial y no literario–, en otras partes
del mundo se estaban haciendo experimentos buscando esas nuevas fórmulas
por las que apostaba el autor de La muerte de Artemio Cruz. Y como
solía pasar entonces, Francia tenía algo que decir al respecto. Quien lo
dude, puede hoy leer la obra de Raymond Roussel (1877-1933), novelista
admirado por los poetas surrealistas –que buscaron una realidad que se
ubicara por encima de la realidad burguesa–, por Michel Foucault –quien
le dedicó un libro– y por Michel Leiris (1901-1990), uno de los más
influyentes escritores franceses del siglo XX, que el mundo hispanófono
no termina de descubrir.
A finales de la década de 1950, Roussel y
su curiosa manera de plasmar la realidad en la literatura llamaron la
atención de Alain Robbe-Grillet (1922-2008), exponente del nouveau roman
–vale decir, del grupo informalmente representado por Nathalie
Sarraute, Claude Simon y Michel Butor, entre otros–, cuyo rasgo
principal se apoyaba en un punto de vista extremadamente objetivo que,
en la práctica, relegaba al narrador a ser un mero presentador de
personajes espectadores del mundo en el que les tocaba vivir. Pero
Roussel también fue importante para el Oulipo (“Ouvroir de Littérature
Potencialle”, algo así como “Obrador” o “Taller” de “Literatura
Potencial”). Fundado a fines de 1960 por Raymond Queneau (1903-1976) y
François Le Lionnais (1901-1984), recogió instancias experimentales ya
planteadas por Queneau y Boris Vian (1920-1959), quienes, a su vez, se
inspiraron en Alfred Jarry (1873-1907) y la patafísica, doctrina que
considera lo extraordinario como normalidad y las reglas como anomalía.
En el caso específico de Oulipo, la norma está dada por la restricción
de naturaleza matemática, lo cual ha llevado a sus cultores a todo tipo
de problemas de resolución literaria anómala: novelas con trama mínima y
cientos de finales, sonetos cuyos versos resultan intercambiables,
palíndromos gigantescos, etc. Y ésa es la Francia donde Julio Cortázar
–otro autor del boom– escribe Historias de cronopios y de famas (1962),
Rayuela (1963), La vuelta al día en ochenta mundos (1967), 62 modelo
para armar (1968) y Ultimo round (1969).
Memoria del olvido
De
todos los cultores de Oulipo, acaso el más importante haya sido Georges
Perec (1936-1982). Hijo de judíos polacos emigrados a Francia, a los
cinco años Perec ya era un huérfano de guerra. Icek Judko Perec, su
padre, enrolado voluntariamente en el XII Regimiento Extranjero de
Infantería (REI), murió combatiendo a los alemanes el 16 de junio de
1940, seis días antes de que Francia firmara la capitulación. Cyrla
Szulewicz, su madre, consiguió que, en el otoño de 1941, su hijo fuera
transportado por uno de los últimos convoyes de la Cruz Roja a
Villard-de-Lans, un cantón cercano a Grenoble, en el departamento de
Isère, en la región de Rhône-Alpes, por entonces libre de las leyes de
Vichy. Allí fue recibido por David Bienenfeld y Esther Perec (hermana de
Icek), quienes tenían dos hijas: Bianca y Ela. Por su parte, fracasados
los varios intentos de abandonar París para reunirse con su hijo, Cyrla
fue arrestada por la policía francesa el 23 de enero de 1943 y
deportada a Auschwitz el 11 de febrero de ese año. Allí termina su
rastro, aunque todo hace suponer que acabó en la cámara de gas.
Según
anota David Bellos, principal biógrafo de Perec y traductor de sus
obras al inglés, los Bienenfeld inscribieron a Georges –familiarmente
Jojo– en el colegio Turenne, un internado católico de varones. Pese a la
relativa seguridad que les ofrecía vivir en el sudeste de Francia, los
Bienenfeld debieron prevenirlo sobre la necesidad de ocultar su
verdadera identidad. “Sin embargo, con un niño –señala Bellos–, y para
no hacer correr riesgos al colegio, hubo que tomar ciertas precauciones.
(…) Antes de la partida de Jojo para el colegio Turenne, alguien –tal
vez su tío– tuvo que encontrar las palabras para hacerle comprender lo
que, bajo ningún pretexto, jamás debía revelar. Georges Perec no se
acuerda de ello, porque el único medio del que disponía para obedecer
esa orden terminante fue… el olvido. La orden terminante, de la que
desconocemos la forma, debió haber tenido la fuerza de un mandamiento:
“hay que olvidar”. Bellos entonces se pregunta: “¿Cómo decirle de otro
modo a un niño que es peligroso para él dejar escapar (incluso a través
de simple fruncimiento de cejas, una mirada) que entiende el yidish, que
conoce el alfabeto hebreo, que su padre se llamaba Izie, que vivía en
Belleville, que su familia viene de Polonia, que su abuela vende pepinos
en vinagre, arenques en salmuera y halvá, que su abuelo nunca está en
casa los sábados, que la mayoría de sus compañeros son judíos –en
síntesis, que él también es judío? Seguramente se le exigirá que borre
todos los recuerdos de su pasado, se le dirá que para él comienza una
vida nueva, que el apellido es bretón, que él es francés, y que nunca,
absolutamente nunca debe pensar en lo que quedó atrás. Ese fue entonces
un acto de olvido de una necesidad vital, pero también fue una traición
interior”.
Así planteadas las cosas, la recuperación de la
memoria que la historia le obligó a perder sería en Perec una suerte de
expiación y su monumental esfuerzo autobiográfico, la penitencia que él
mismo se impuso. Sin embargo, es posible que haya algo más, ya que sus
esfuerzos no se limitaron a la recuperación de la memoria de sus padres y
de su niñez. De hecho, hay una búsqueda que va mucho más allá y que,
sin dudas, lo excede.
Palabras cruzadas
Después
de la guerra, Perec se trasladó con sus tíos a París, al distrito XVI,
hasta hoy uno de los más ricos de la capital. Allí estudió en el liceo
Claude-Bernard y después, nuevamente como interno, en colegio
Geoffroy-Saint-Hilaire d’Étampes, comuna situada a 48 km al sudoeste de
París. En 1954, ya en la universidad, comenzó unos vagos estudios de
historia que abandonó dos años después. Para entonces, trabajaba de lo
que pudiera: bibliotecario, archivista, secretario y, sobre todo,
articulista para las más diversas publicaciones que podamos imaginar.
Entre 1958 y 1959, cumplió con su servicio militar en el XVIII
Regimiento de Paracaidistas, ubicado en Idron, localidad cercana a Pau,
en el sudoeste de Francia. En 1960 se casó en primeras nupcias con
Paulette Pétras para poder instalarse en Sfax, a 270 km de la capital de
Túnez, donde ella había conseguido trabajo como docente. Entre 1961 y
1978, año de su consagración total con La vie mode d’emploi (La vida:
instrucciones de uso), vivió de un modesto salario como archivista en el
Laboratoire Associe 38 del CNRS, dedicado a la investigación médica.
Sus ingresos se completaban escribiendo palabras cruzadas para varios
medios y con eventuales artículos. En 1976 se enamoró de la cineasta
Catherine Binet, quien lo acompañó durante los últimos seis años de su
vida. En febrero de 1982, Perec se enteró de que tenía un cáncer de
pulmón y que éste ya no era operable porque había hecho metástasis.
Murió el 3 de marzo de ese año.
Desde la prematura muerte de
Georges Perec, en 1982, hasta la actualidad, se publicaron no menos de
18 nuevos volúmenes que llevan su firma y que vienen a sumarse a los 17
títulos que había publicado en vida. Esos libros póstumos, ordenados
temáticamente, incluyen desde artículos circunstanciales hasta
verdaderos relatos, pasando por entrevistas, cartas, textos de tarjetas
postales, notas personales, prólogos, reseñas bibliográficas,
desgrabaciones de conferencias, respuestas a encuestas y apostillas de
todo tipo. La cosa no concluye ahí: todavía estamos lejos de haber
terminado con la inmensa cantidad de textos que Perec desperdigó por el
mundo en los escasos 46 años que le tocó vivir.
Con todo, aun
cuando al rompecabezas que constituye su obra todavía le falten piezas,
es lícito pensar que los núcleos centrales, aquéllos alrededor de los
cuales se organiza el dibujo, ya están dispuestos. El mismo los había
definido en “Notes sur ce que je cherche” (“Notas sobre lo que busco”),
cuando señaló que los libros que escribió están asociados a cuatro
campos diferentes, cuatro modos de interrogación que plantean la misma
pregunta según perspectivas particulares las cuales determinan, a su
vez, un cierto tipo de trabajo literario. Dice Perec, “La primera de
esas interrogaciones puede ser calificada de ‘sociológica’: cómo mirar
lo cotidiano (…); la segunda es de orden autobiográfico (…); la tercera,
lúdica (…); la cuarta, finalmente, concierne a lo novelesco, al gusto
por las historias y por las peripecias, al deseo de escribir libros que
se devoren panza abajo en la cama”.
La subversión del yo
Ahora
bien, más allá de las proezas lipogramáticas, de los múltiples juegos
matemáticos y de haber escrito una novela sin la letra “e” –la más
frecuente en francés– donde se investiga quién se la robó, lo que aquí
importa destacar, y lo que probablemente va a quedar, es su monumental
proyecto autobiográfico basado en algo así como una subversión del yo.
De hecho, Perec no habla de sí, sino de lugares y objetos asociados a su
propia experiencia; en síntesis, la materialidad de los días. Con todo
eso, inaugura un nuevo concepto de narración en la que se borran los
límites genéricos, y plantea una suerte de realismo a ultranza que
supera los límites de la mera realidad transformándola en algo
extraordinario.
Llegamos así a un nuevo concepto de literatura
autobiográfica que desdeña el aburrimiento que provoca la autonarrativa,
la crónica autocentrada, y que permite una nueva mirada sobre los datos
que aportan la vida cotidiana y la historia común.
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