Vargas Llosa cree que la figura del intelectual declina aplastada por lo banal. ¿Está en lo cierto?. Baumann y Sloterdijk han creado teorías que interpretan la totalidad del mundo . La ciencia avanza hacia territorios antes exclusivos de la filosofía, como la ética
Mario Vargas Llosa, en una sala de estar de su casa del barrio de Barranco, en Lima. foto: Carlos González Armesto. fuente:lavanguardia.com |
El último libro del nobel Mario Vargas Llosa -La civilización del espectáculo
(Alfaguara)- ha realimentado un viejo debate sobre la banalización de
las sociedades. Vargas cree que el entretenimiento -inmediato y efímero-
ha reemplazo o desplazado a la cultura -con vocación inmortal- y al
tiempo, el papel del intelectual, oráculo de los
tiempos, declina, desvanecido en un tumulto de estímulos y en una
barahúnda de expertos y analistas reales y pretendidos.
Lo del tumulto y la barahúnda es incontestable, aunque es discutible que hubiera habido alguna vez una época donde los intelectuales tuvieran una influencia real en la población general, más allá de elitistas círculos académicos, políticos o culturales. Después de todo, la expansión de la alfabetización es, en términos históricos y estadísticos, una absoluta novedad. Sin embargo, lo cierto es que en términos de celebridad e ingresos, nunca el trabajo intelectual estuvo más reconocido y menudean los pensadores que son reclamados de aquí y de allá, cuyas conferencias se abarrotan, cuyos libros se traducen a decenas de idiomas y que no temen desencuadernarse por desempolvar sus archiperres intelectuales para pensar lo inmediato.
La nómina es tan vasta que cualquier pretensión de exhaustividad o de representatividad de los convocados sería una ingenuidad y forzosamente discutible, pero lo cierto es que es justo decir que en muchos casos hablamos de auténticas vedettes del pensamiento, celebridades mundiales reclamadas por doquier.
El trabajo del intelectual contemporáneo, no obstante, se ve comprometido por su necesidad de ser profundo y riguroso y su deber de estar presente en lo inmediato. Ese dilema lo padecen en España filósofos como Manuel Castells, Fernando Savater o Daniel Innerarity, que compatibilizan su habitual presencia en los medios con sus ensayos más académicos y conferencias.
Porque es tal el ruido y la proliferación de tesis que algunos tienen que dedicar su esfuerzo a delimitar las reglas del juego intelectual, separando la superchería de la ciencia, algo que diríase superado hace más de dos siglos. Es el caso de Richard Dawkins, autor de El gen egoísta, y que ahora se emplea a fondo en combatir el auge del mito creacionista que algunos sectores pretenden imponer a los escolares como alternativa a la ciencia evolutiva.
Es un buen principio, establecer unas reglas del juego claras. Sin embargo, una de las más evidentes ambiciones de los intelectuales, y más en concreto de los filósofos, siempre ha sido ofrecer un modelo omnicomprensivo de interpretación del mundo. Quizá el más exitoso en los últimos años haya sido el polaco Zygmunt Baumann, quien en su ensayo de 1999 Modernidad líquida dio con una sagaz metáfora para describir el mundo contemporáneo. Quizá el mayor reproche que puede hacérsele sea que, enamorado de su bella metáfora, su pensamiento sea hoy rehén de ella: Amor líquido, Tiempos líquidos o Miedo líquido son otros de sus títulos traducidos al castellano y fedatarios de su extrema fidelidad a sí mismo.
Un caso en cierto sentido similar al de Baumann es el del alemán Peter Sloterdijk quien disparó su prestigio como filósofo a partir de su trilogía esferológica, formada, de lo micro a lo macro, por burbujas, globos y espumas, una obra que propone otra audaz metáfora para interpretar la complejidad estableciendo las distintas atmósferas o esferas en las que se desarrolla la vida humana.
Claro, no todos los intelectuales tienen la aspiración de proponer un modelo de interpretación global, lo que no significa que su influencia y seguimiento se reduzca. El lingüista canadiense Steven Pinker, por ejemplo, doctorado en Harvard y exdirector del centro de neurociencia del prestigioso MIT -autor, entre otros de La tabla rasa y Cómo funciona la mente-, ha preconizado teorías evolutivas sobre la mente y el lenguaje a la vez que se ha preocupado por enterrar mitos de gran éxito pero anticientíficos como el de la inmanencia de la violencia humana -ha aportado datos sobre cómo la violencia ha declinado siglo tras siglo y ha propuesto algunas teorías interesantes sobre el predicamento el argumento contrario-. Combinar la lectura de su trabajo con el de la reciente premio Príncipe de Asturias Martha Nussbaum puede aportar luz sobre la ética del presente.
En otros casos, el ensayista no persigue tanto proporcionar modelos de interpretación como modelar conductas, como es el caso de la escritora canadiense Naomi Klein, heroína de los movimientos antiglobalización gracias a su sonado ensayo del 2001 No logo, sobre el poder de las marcas. La provocación, además de una forma de notoriedad es un acicate para desencadenar debates deseables. Quizá por eso, justo cuando la biología recobraba protagonismo al analizar la influencia de factores objetivos -medio ambiente, predeterminación genética, herencia evolutiva...- en los comportamientos humanos, aun los más íntimos (¿Por qué es divertido el sexo? de Jared Diamond, por ejemplo), la filósofa Judith Butler desarrollaba toda una teoría sobre el género e incluso la orientación sexual como meros constructos sociales.
De hecho, esta contradicción ilustra una de las más estimulantes guerras abiertas del pensamiento contemporáneo, y en la que el papel del intelectual clásico, de formación humanista, al que aludía el lamento de Vargas Llosa, efectivamente parece declinar: los avances científicos hacen que cada vez se vea más reducido el campo para la especulación ética y filosófica, conforme la ciencia -singularmente, la neurociencia- va arrojando luz sobre espacios de penumbra hasta ahora vedados: los comportamientos humanos. Como antaño ocurriera con la astrología, acorralada por la astronomía, filósofos y sociólogos se las tienen que ver con estudios como los del británico Adrian Raine, que afirman que hay una predeterminación genética del mal. Juan Cueto, cuyos proféticos textos ya hablaban del hombre digital en los ochenta, fue un firme defensor de la llamada tercera cultura -que aúna ciencia y letras-, pero en la práctica esa deseada fusión ha sido desplazada por el creciente declive de lo literario frente a lo científico. La biología amenaza con destruir a la filosofía. Quizá de eso habla el Nobel. O tal vez sea el suyo un justificado temor ante una sociedad frívola, un mundo bobo y risueño, como si la pesadilla del venerable Jorge de Burgos se hubiera hecho real y la risa floja campara a sus anchas: "La risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara, hace que el hombre parezca un mono".
Lo del tumulto y la barahúnda es incontestable, aunque es discutible que hubiera habido alguna vez una época donde los intelectuales tuvieran una influencia real en la población general, más allá de elitistas círculos académicos, políticos o culturales. Después de todo, la expansión de la alfabetización es, en términos históricos y estadísticos, una absoluta novedad. Sin embargo, lo cierto es que en términos de celebridad e ingresos, nunca el trabajo intelectual estuvo más reconocido y menudean los pensadores que son reclamados de aquí y de allá, cuyas conferencias se abarrotan, cuyos libros se traducen a decenas de idiomas y que no temen desencuadernarse por desempolvar sus archiperres intelectuales para pensar lo inmediato.
La nómina es tan vasta que cualquier pretensión de exhaustividad o de representatividad de los convocados sería una ingenuidad y forzosamente discutible, pero lo cierto es que es justo decir que en muchos casos hablamos de auténticas vedettes del pensamiento, celebridades mundiales reclamadas por doquier.
El trabajo del intelectual contemporáneo, no obstante, se ve comprometido por su necesidad de ser profundo y riguroso y su deber de estar presente en lo inmediato. Ese dilema lo padecen en España filósofos como Manuel Castells, Fernando Savater o Daniel Innerarity, que compatibilizan su habitual presencia en los medios con sus ensayos más académicos y conferencias.
Porque es tal el ruido y la proliferación de tesis que algunos tienen que dedicar su esfuerzo a delimitar las reglas del juego intelectual, separando la superchería de la ciencia, algo que diríase superado hace más de dos siglos. Es el caso de Richard Dawkins, autor de El gen egoísta, y que ahora se emplea a fondo en combatir el auge del mito creacionista que algunos sectores pretenden imponer a los escolares como alternativa a la ciencia evolutiva.
Es un buen principio, establecer unas reglas del juego claras. Sin embargo, una de las más evidentes ambiciones de los intelectuales, y más en concreto de los filósofos, siempre ha sido ofrecer un modelo omnicomprensivo de interpretación del mundo. Quizá el más exitoso en los últimos años haya sido el polaco Zygmunt Baumann, quien en su ensayo de 1999 Modernidad líquida dio con una sagaz metáfora para describir el mundo contemporáneo. Quizá el mayor reproche que puede hacérsele sea que, enamorado de su bella metáfora, su pensamiento sea hoy rehén de ella: Amor líquido, Tiempos líquidos o Miedo líquido son otros de sus títulos traducidos al castellano y fedatarios de su extrema fidelidad a sí mismo.
Un caso en cierto sentido similar al de Baumann es el del alemán Peter Sloterdijk quien disparó su prestigio como filósofo a partir de su trilogía esferológica, formada, de lo micro a lo macro, por burbujas, globos y espumas, una obra que propone otra audaz metáfora para interpretar la complejidad estableciendo las distintas atmósferas o esferas en las que se desarrolla la vida humana.
Claro, no todos los intelectuales tienen la aspiración de proponer un modelo de interpretación global, lo que no significa que su influencia y seguimiento se reduzca. El lingüista canadiense Steven Pinker, por ejemplo, doctorado en Harvard y exdirector del centro de neurociencia del prestigioso MIT -autor, entre otros de La tabla rasa y Cómo funciona la mente-, ha preconizado teorías evolutivas sobre la mente y el lenguaje a la vez que se ha preocupado por enterrar mitos de gran éxito pero anticientíficos como el de la inmanencia de la violencia humana -ha aportado datos sobre cómo la violencia ha declinado siglo tras siglo y ha propuesto algunas teorías interesantes sobre el predicamento el argumento contrario-. Combinar la lectura de su trabajo con el de la reciente premio Príncipe de Asturias Martha Nussbaum puede aportar luz sobre la ética del presente.
En otros casos, el ensayista no persigue tanto proporcionar modelos de interpretación como modelar conductas, como es el caso de la escritora canadiense Naomi Klein, heroína de los movimientos antiglobalización gracias a su sonado ensayo del 2001 No logo, sobre el poder de las marcas. La provocación, además de una forma de notoriedad es un acicate para desencadenar debates deseables. Quizá por eso, justo cuando la biología recobraba protagonismo al analizar la influencia de factores objetivos -medio ambiente, predeterminación genética, herencia evolutiva...- en los comportamientos humanos, aun los más íntimos (¿Por qué es divertido el sexo? de Jared Diamond, por ejemplo), la filósofa Judith Butler desarrollaba toda una teoría sobre el género e incluso la orientación sexual como meros constructos sociales.
De hecho, esta contradicción ilustra una de las más estimulantes guerras abiertas del pensamiento contemporáneo, y en la que el papel del intelectual clásico, de formación humanista, al que aludía el lamento de Vargas Llosa, efectivamente parece declinar: los avances científicos hacen que cada vez se vea más reducido el campo para la especulación ética y filosófica, conforme la ciencia -singularmente, la neurociencia- va arrojando luz sobre espacios de penumbra hasta ahora vedados: los comportamientos humanos. Como antaño ocurriera con la astrología, acorralada por la astronomía, filósofos y sociólogos se las tienen que ver con estudios como los del británico Adrian Raine, que afirman que hay una predeterminación genética del mal. Juan Cueto, cuyos proféticos textos ya hablaban del hombre digital en los ochenta, fue un firme defensor de la llamada tercera cultura -que aúna ciencia y letras-, pero en la práctica esa deseada fusión ha sido desplazada por el creciente declive de lo literario frente a lo científico. La biología amenaza con destruir a la filosofía. Quizá de eso habla el Nobel. O tal vez sea el suyo un justificado temor ante una sociedad frívola, un mundo bobo y risueño, como si la pesadilla del venerable Jorge de Burgos se hubiera hecho real y la risa floja campara a sus anchas: "La risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara, hace que el hombre parezca un mono".
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