El laberinto del mundo, de Marguerite Yourcenar, es su búsqueda del tiempo perdido: el más mínimo recuerdo desata una retrospección colosal. El libro reúne sus tres tomos de memorias: Recordatorios, Archivos del Norte y ¿Qué? La eternidad
Marguerite Yourcenar (Bruselas, 1903-Maine, 1987), fotografiada en 1979 en su casa de Maine (Estados Unidos). foto: JP Laffont / Corbis. fuente:elpais.com |
La conversión de la realidad en literatura es uno de los más curiosos
empeños del ser humano. Por eso mismo es uno de los rasgos que nos
definen como humanos. Y fue el principal empeño de Marguerite Yourcenar. El laberinto del mundo
conforma una monumental autobiografía a la que dedicó quince años de
escritura, los últimos de su vida. El primer volumen de la trilogía, Recordatorios, vio la luz cuando su autora estaba a punto de cumplir los setenta años. El segundo, Archivos del Norte, cuando se acercaba a los ochenta. Y el último, ¿Qué? La eternidad,
se publicó póstumo e inconcluso. En esta evocación general de su pasado
se cumple la tendencia general de Marguerite Yourcenar a ser más una
narradora que una novelista: una narradora que pone al día la antigua
tarea de hacer poética la realidad. La primera frase, “el ser humano al
que llamo yo”, va más allá de una sorprendente perífrasis. Con ese
principio prodigioso inicia un relato en el que ella misma es tratada
como “un personaje histórico que hubiera intentado recrear”. A la manera
de su admirado Borges, Yourcenar se deja llevar por el sueño cervantino
y el quijotesco con todas las consecuencias.
Si lo pensamos bien, Marguerite Yourcenar es en realidad un personaje
literario inventado por Marguerite de Crayencour cuando modificó su
apellido real por un anagrama lleno de consecuencias. Al elegir un
apellido “por el placer de la Y” se conectó con un linaje cultural, que
tiene su origen en Grecia. Al mismo tiempo, dio el primer paso para
desvincularse definitivamente de su familia de sangre. Yourcenar acabó
siendo su apellido legal. Cuando escribe El laberinto del mundo,
el universo de la escritora ha dado un giro completo: ahora Marguerite
de Crayencour es el personaje literario de Marguerite Yourcenar. Las
nociones narratológicas son ya muy precisas: la narradora es M. Y. Su
protagonista es M. de C. Naturalmente, todo esto no se reduce a un
juego. Quijotesca, más que cervantina, es esta apuesta para cambiar el
mundo con lo que uno ha leído y con lo que uno mismo escribe. Cambiar el
mundo con la literatura.
En una autora que estuvo influida por Gide y por Montherlant, nos encontramos con una obra final bajo el signo de Proust. El laberinto del mundo
es su búsqueda del tiempo perdido. El más mínimo recuerdo, suyo o de
cualquiera de sus familiares o informantes, desata un relato por el que
merece la pena extraviarse, hasta llegar al origen del mundo en una
retrospección colosal. Pugnan en el relato general dos conceptos del
tiempo antagónicos: el lineal y el circular. Lineal, porque las palabras
se suceden como el agua que fluye, por utilizar otro título
yourcenariano. Pero una fuerte circularidad tiende a que todo retorne.
Es el tiempo cíclico de los orientales, pero también el de nuestros
antiguos griegos y romanos. Ahí se encuentra la clave de una de las
últimas escritoras que merecen realmente la calificación de humanista:
el pasado grecolatino, Oriente, especialmente Japón, y el Renacimiento.
Esta mujer, que tanto ha despejado nuestro futuro, se pasó la vida
inmersa en el pasado. Al principio de Archivos del Norte
cita dos versos célebres de Homero: “¿Por qué me preguntas por mi
linaje? Como la generación de las hojas, así la de los hombres”. En
ellos se resume la visión pagana del mundo: el paso del tiempo no es ni
bueno ni malo. Los seres humanos se suceden como las hojas que caen cada
otoño y renacen cada primavera.
Los archivos en un sentido muy amplio contaban con una realidad casi
literaria, en la que se englobaba todo lo que ya estaba escrito sobre
esa región y sobre su propia familia. En los datos familiares entra todo
tipo de textos: la familia paterna es muy consciente de su posición en
el mundo, editaba un boletín interno con sus noticias propias, y
contaban con datos de todo tipo, anotados por distintos parientes. Todo,
desde los archivos más grises hasta los apuntes más humildes de su
madre, es leído poéticamente por Yourcenar. Por eso, al dibujar el trazo
último de uno de sus tíos, cambia la expresión habitual “de piadosa
memoria” por otra nueva, polivalente y despejada, más acorde con el
retratado: “De poética memoria”.
La frase “el ser humano al que llamo yo” inicia
un relato en el que ella misma es tratada como “un personaje histórico
que hubiera intentado recrear”
Ya los patricios romanos solían escribir sus memorias como una
contribución a la historia futura. Yourcenar aplica una doble paradoja.
En primer lugar, estos relatos se orientan hacia la novela, no hacia la
historia. La narradora no duda a la hora de atribuir a sus personajes
pensamientos, sueños o palabras sin documentar. Y —ésta es la paradoja
más curiosa— los miembros de la familia de Yourcenar ya han sido protagonistas de sus novelas anteriores. Por poner sólo un ejemplo, la pareja formada por Jeanne y Egon inspiró la primera novela de Yourcenar, Alexis o el tratado del inútil combate, y otra posterior, El tiro de gracia.
Uno de ellos maneja para otros asuntos el título mismo de El laberinto
del mundo. Sin embargo en esta autobiografía es cuando los conocemos de
verdad. A cambio, la propia Yourcenar se inscribe en su propia obra de
ficción: “Me gustaría tener por antepasado al imaginario Simon Adriansen
de Opus Nigrum”. Unos años más tarde, encontraremos en el
epitafio de la escritora unas palabras de esa novela suya. En resumen:
todos los materiales biográficos recogidos no se destinan a la historia futura, sino a la ficción pasada.
Esta mujer lúcida se autorretrata inscrita “en las coordenadas de la
Europa cristiana y del siglo XX”, que en gran medida siguen siendo las
nuestras. Contempla, de cerca y de lejos, la Primera Guerra Mundial y
vislumbra los horrores siguientes. No obstante, le cuesta olvidar que
perteneció a otro mundo. Un mundo presidido por la cortesía. Todos o
casi todos se hablan de usted, incluso los miembros de un matrimonio.
Yourcenar es la mujer que sólo tuteó a tres personas en su vida. En su
mundo perdido los personajes son aludidos elegantemente por sus
iniciales. Se habla de la vida “en provincias” como categoría literaria.
Se llama “el siglo” al tiempo. Se distinguía el latín de sacristía del
latín del bachillerato. El homoerotismo masculino y el femenino
constituyen regalos preciosos, igual que la iniciación sexual temprana,
porque todo lo relacionado con el cuerpo es natural.
Es posible que todo haya sido visto ya, pero “no ha sido narrado”,
dice la escritora. Puesto que tiende a comportarse como sus personajes,
hay que entender simbólicamente algunas de sus explicaciones. En cierta
ocasión su padre conversa con un cura. “Más que confesarse lo que hace
es contar su vida”. También ella, en este juego de paradojas, más que
contar su vida lo que hace es confesarse. A la manera de las Confesiones
de Agustín, de los Ensayos de Montaigne, de los Diarios de Stendhal.
Esta mujer, que tanto ha despejado nuestro
futuro, se pasó la vida inmersa en el pasado. Es posible que todo haya
sido visto ya, pero “no ha sido narrado”
Lo que en su momento apareció como tres volúmenes sucesivos (tanto en
francés como en español) se publica ahora en un solo tomo. Esto supone
una edición definitiva, que cumple el proyecto unitario de su autora.
Merece una celebración en condiciones. Por eso me atrevo a descender a
los detalles, como algunas erratas que deben de haber nacido del
escaneado (“aterrarme” en vez de “aferrarme”). Creo igualmente que
deberían transcribirse al español los nombres y apellidos que tengan
tradición en ello, como Alberto I (y no Albert I), o el príncipe Félix
Yusupov (no Youssoupoff). No son un detalle, en cambio, las erratas en
la cita de la Ilíada, al principio de Archivos del Norte.
Procede del canto VI (no del VII) y la alfa debe ocupar el lugar que le
corresponde. Tanto si el lector puede leer aquí los dos versos en griego
como si acude a leerlos en Homero, la referencia debe ser impecable.
Cuando Marguerite Yourcenar citó a Homero en griego confió en unos
ciudadanos futuros capaces, como ella, de transmitir lo mejor del pasado
para cambiar el mundo. Probablemente pensó en ciudadanos que pudieran,
como ella, leer con soltura los dos idiomas clásicos. Pido, en fin, un
índice onomástico, similar al que la editorial incluyó en las Cartas a sus amigos,
otro gran volumen con el que comparte muchos personajes. Sería lo
lógico en un libro de memorias, cuyos protagonistas son reales, más allá
de la leve tendencia a la ficción. Sería bueno poder localizar con
facilidad a Julio César o al zar de Rusia, a Robespierre o Goethe. O
simplemente el momento en el que la joven Yourcenar se encuentra con el
rey Alberto I de Bélgica, en el estreno de una obra de Pirandello. Sería
bueno poder rastrear las variadas y esclarecedoras referencias a
España, “ese país salvajemente autóctono”.
A El laberinto del mundo le conviene una afirmación de Italo Calvino,
según el cual un clásico es un libro que equivale al universo.
Marguerite Yourcenar, acostumbrada a comparar lo grande y lo pequeño,
escribe: “Los retazos de una vida son tan complejos como la imagen de la
galaxia”. También le conviene una teoría de Umberto Eco sobre la línea y
el laberinto. Piensa Umberto Eco
que es un mérito del pensamiento latino (seamos precisos: del que se
formuló en la lengua de Roma) el haber convertido el laberinto en línea.
Sólo al cerrar el libro comprendemos que la línea tan nítidamente
trazada por Yourcenar no es recta, sino curva.
El laberinto del mundo. Marguerite Yourcenar. Traducción de Emma Calatayud. Alfaguara. Madrid, 2012. 800 páginas. 26 euros (electrónico: 12,99).
La Villa Yourcenar
En su batalla contra el tiempo, los grandes narradores se amaran al
espacio. Por eso Yourcenar convierte en literatura su territorio natal.
Un país en el centro de Europa, crucial para la historia del continente,
que sin embargo necesitaba de una gran precisión poética, como le
sucede a la biografía de la propia Yourcenar. En la fórmula Archivos del Norte
puede parecernos que la categoría prosaica es “archivos” y la poética
es “Norte”. Pero la realidad que se encontró Yourcenar era justamente la
contraria.
Como La Mancha para Don Quijote, el Norte es la región poética de
Yourcenar. Ella nos cuenta otra vez la victoria de César sobre galos y
belgas. Encuentra en la Edad Media un primer nombre literario: Flandes.
Posesión de sus condes y de los duques de Borgoña. Y de los reyes de
España, ya que el Flandes español es para ella otra unidad narrativa.
Después, se convierte en provincia de la monarquía francesa, y
finalmente en departamento de la república. La Revolución le cambia el
nombre por el del Norte, aparentemente más prosaico. Yourcenar lo ha
poetizado para siempre, convirtiendo la denominación administrativa en
una categoría poética. La prefectura en literatura. A partir de ahí,
todo. Por ejemplo, este retrato de su padre: “Un hombre del Norte que
amaba todo lo que fuera del Sur”.
En la frontera de Francia con Bélgica transcurrió la infancia de
Yourcenar. Entre dos grandes ciudades como Lille y Bruselas. Cerca de
otras cada vez más pequeñas, como círculos concéntricos: Bailleul y
Saint-Jans-Cappel. El punctum de ese mundo es el Mont-Noir, la
finca familiar con la gran mansión en la que vive su abuela, terrible
como una Bernarda Alba nórdica. Yourcenar tardó 75 años en volver a esos
parajes, para inaugurar en el pueblo un sencillo museo. No sé si en
aquel momento pudo imaginar que unos años más tarde, cuando ella no
estuviera ya en el mundo, el Mont-Noir, su casa solariega, se
convertiría en un parque natural protegido, abierto a todos los
ciudadanos. Aunque el castillo fue derruido en la Primera Guerra
Mundial, el Departamento del Norte (hablamos de la entidad gubernativa,
sin dejar de hablar de literatura) ha habilitado la casa del guarda, una
especie de mansión en miniatura, como residencia para escritores
europeos. El ciclo de la vida y la escritura se renueva en las mismas
tierras en las que la niña Marguerite recogía frutos del bosque.
Hablando de otra finca, de su familia materna, Yourcenar evoca los
gritos de los pavos reales y el té que se servía en la terraza. Nos
cuenta algo muy parecido: que había pasado a ser un parque natural. “La
mansión gozaba de una de las suertes más hermosas que pueden caerle
encima a una vivienda desafectada: servía desde hace poco de biblioteca
comunal”. Esa sencilla anticipación de lo real, lo que en otro tiempo se
llamó profecía, también es propia de un libro clásico.
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