¿Es acaso todo una ilusión dentro de una ilusión? ¿Lo único que hacen los escritores es mentir y regodearse en sus vanidades?
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Desde que la primera novela de Amélie
Nothomb llegó a mis manos, no he podido dejar de leer sus libros con una
compulsión que me hermana con sus cientos de miles de seguidores. La
novela en cuestión era Estupor y temblores, una narración que contaba con humor su experiencia laboral en una empresa japonesa. De allí seguí a Ni de Eva ni de Adán, Metafísica de los tubos, Cosmética del enemigo,
y otros más. Todas estas novelas cortas hablan de esa inteligencia
privilegiada que caracteriza a la escritora belga: esa capacidad de
abstraer los temas en apariencia más disímiles para unirlos y
simplificarlos, hacerlos divertidos aun cuando puedan ser graves, con
esa “profundidad de la superficie” de la que hablaba Oscar Wilde.
Siempre que leía una nueva novela de Nothomb me preguntaba: ¿cómo lo
hace?, y también: ¿cuándo va a equivocarse? ¿Cuándo va a dejar de
escribir tan bien?
Su nueva novela traducida al español, Una forma de vida, no es
la excepción a la regla. Hay quienes dicen que es la mejor novela de la
autora. La historia es simple: Amélie Nothomb (con nombre propio)
inicia una correspondencia con un soldado norteamericano acuartelado en
Bagdad, quien pelea en la guerra de Irak, de nombre Melvin Mapple. Es
conocido por todos los seguidores de la escritora que ella suele
responder a todas las cartas que le envían, al menos una vez, y este es
el pretexto que utiliza el soldado para iniciar la comunicación.
Nothomb nos advierte en un momento: “Ya eran muchos los que me escribían
para contarme sus penas con todo lujo de detalles”, destino tragicómico
inevitable de quien se dedica a escribir, en particular si a sus
puertas ha tocado la fama. Con el soldado Mapple se plantea el mismo
problema que con el cien por ciento de los seres, humanos o no: la
frontera.
Sin
embargo, ese límite es atravesado con facilidad por el soldado, quien
(al ser un ávido lector de la autora) sabe de los temas que ella carga
en cuanto al cuerpo (no en vano ella sufrió de anorexia durante dos
años, condición de la que nació su libro Biografía del hambre).
Se presenta como un hombre de treinta y nueve años quien ganó ciento
treinta kilos durante su permanencia en Irak, realidad que aqueja a un
gran número de soldados norteamericanos en Oriente Medio. No en vano,
en una de sus cartas escribe: “La grasa humana será para George W. Bush
lo que el napalm fue para Johnson”. Siente que su obesidad es la
muralla que ha puesto contra las atrocidades que ha visto y ha
perpetrado durante la guerra, su obesidad quiere mostrarle al mundo los
horrores de la guerra. Incluso le ha puesto un nombre de mujer a la
grasa que le cuelga del cuerpo, con quien tiene una relación que
podríamos llamar amorosa: Sherezade.
Siente que ella es una de esas mujeres iraquíes que ha matado.
Literalmente lleva encima el peso de sus crímenes.
Siente que ella es una de esas mujeres iraquíes que ha matado.
Literalmente lleva encima el peso de sus crímenes.
Nothomb aviva la correspondencia, le da consejos, incluso intenta
organizarle una exposición en una galería de Bruselas, a la que Melvin
llama (en honor a su apodo) Body Art; siempre perseguida por esa idea de
que el escritor es ese ser poroso al que la gente otorga un papel
crucial en su vida. Tras una brutal vuelta de tuerca, la historia salta a
otras honduras en las que la autora se pregunta el lugar de la
escritura dentro del mundo, dentro de su mundo, un lugar en el que el
lenguaje representa el grado máximo de realidad. ¿Es acaso todo una
ilusión dentro de una ilusión? ¿Lo único que hacen los escritores es
mentir y regodearse en sus vanidades? En algún momento escribe: “Todo
escritor lleva un estafador en su interior”, solo para terminar con las
más implacables preguntas: “¿Qué es lo que buscas? ¿Qué codicias con un
ardor sin parangón desde hace tanto tiempo? ¿Para ti, escribir qué
significa?”.
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