Sagapò, o la azarosa campaña griega del Duce y la literatura que nace de la guerra
Un sospechoso de pertenecer al Vietcong, antes de ser interrogado en Thong Duc, en 1967.foto: archivo. fuente:lavanguardia.com |
De Troya a Damasco, la historia de la literatura es también la historia de la guerra. Desde La Ilíada o La Odisea,
los escritores han explicado que el hombre es un lobo para el hombre.
Las batallas han sido y son una fuente inagotable de inspiración. Y para
muchos autores, algo más.
Un oficio o una obligación.
Jenofonte (428-354 a.C.) fue uno de los primeros en cambiar la espada por la pluma. Y en descubrir que la verdad es la primera víctima de todas las guerras. Como relató en Anábasis, los mercenarios griegos que cruzaron el Helesponto con él creían que iban a enfrentarse a unas pocas tribus hostiles, y no a las tropas del todopoderoso rey Artajerjes.
Diego Hurtado de Mendoza, Francisco de Xerez, Lope de Vega, Cervantes, Calderón de la Barca... España tiene una rica tradición en soldados escritores. Para Quevedo eso era lo más natural en un país con una palabra como saeta, que tanto puede significar "mortífero dardo como lamento de poeta". Pero, incluso en el país de las saetas, pequeñas grandes joyas del género pueden permanecer ignoradas años y años.
Eso ha ocurrido con Sagapò, del italiano Renzo Biasion (1914- 1996), que vio la luz en 1953 y que acaba de ser traducida al castellano por Juan Díaz de Atauri para la editorial Acantilado. Al igual que el estadounidense Kurt Vonnegut y el alemán Ernst Jünger (para cuyo currículum militar no hay espacio en estas páginas), el subteniente Biasion participó en la Segunda Guerra Mundial. Acabó asqueado de las trincheras y de la brutalidad, como Jünger, quien confesó: "El uniforme que tanto he amado me causa repulsión". Y como Vonnegut, gracias al cual sabemos que los aliados ocasionaron en Dresde con bombas convencionales una hecatombe digna de Hiroshima, Renzo Biasion cuenta cosas terribles sin renunciar a la ternura y a una sonrisa. El autor formó parte, muy a su pesar, de la alocada invasión de Grecia y Albania ordenada por Mussolini, y que estuvo a punto de acabar fatal para los italianos -mal dirigidos y peor equipados-, si el Führer no hubiera auxiliado al Duce.
Sagapò o s'agapò era la forma que tenían los soldados italianos de decirles "te quiero" a las griegas, en griego macarrónico. Y de eso tratan los trece cuentos de su libro, del amor en los tiempos de la cólera, en los tiempos de las "tempestades de acero" de Jünger. Pero al contrario que otros italianos marcados por la devastación, como Curzio Malaparte o Primo Levi, Biasion no se refugió en la literatura. Sólo escribió dos libros, y uno de ellos, Tempi bruciati (Tiempo quemado), aún no ha sido editado en nuestro país.
El autor, soldado a la fuerza, preso sin culpa, acabó entre rejas en Alemania cuando Italia dejó de ser su aliada y firmó el armisticio. En la prisión comenzó a escribir, pero en realidad él era pintor y a los pinceles volvió al recuperar la libertad, con esos dos únicos paréntesis. Los críticos valorarán los cuadros que ganó la posteridad, pero nunca conoceremos al narrador que perdimos.
O sí. Sagapò da sobradas pruebas de un brillante talento. La pasión por la pintura se trasluce en frases como "la garza blanca era como una gran vela en el cielo, desplegada e hinchada por el viento". O como esta otra: "Las rocas, lavadas por la lluvia, se veían blancas y limpias, con cercos de humedad, como paños tendidos al sol". Las descripciones de la luz y el mar, los otros protagonistas de sus textos, son el mejor resumen de un lienzo de Sorolla: "El agua era de un color azul tan intenso que parecía una gema encastrada entre las rocas".
Dice Biasion que los italianos, "sudados, sucios, cansadísimos", se dedicaron a las únicas conquistas que les importaban, las griegas, "a las que consolaban sin dejar de hacer uso de sus manos". Eran pobres que mataban a otros pobres y que "lo soportaban todo con el fatalismo de los simples", aunque a veces "se sintieran presos de una nostalgia desesperada" o "abrumados por una sensación de espanto, como el presentimiento de una desgracia". Marionetas en manos de la fatalidad.
"Los combatientes -escribe este autor tan interesante como parco en títulos publicados- son como las hormigas; se los traslada a miles de millas y enseguida reemprenden sus actividades como si nada". La frase recuerda a otras de esa catedral que es Guerra y paz. Tolstói afirma que los pobres de uno y otro bando eran "instrumentos inconscientes de la historia" y se transformaban en "soldados que corrían como hormigas a las que hubieran destruido sus hormigueros".
Entre la barbarie, entre tantas muertes, había tiempo para el amor y para el humor. Un teniente destinado en un desértico risco de Creta escribe apesadumbrado a sus jefes y les pregunta qué puede hacer con los doce hombres de su puesto. "Puede interpretar De Profundis", le responden. Uno de los relatos también habla de una bizca, uno de cuyos ojos "hacía la guerra por su cuenta". O de un soldado que era el blanco de las bromas de todo el batallón por su gran conocimiento sobre las mulas; más adelante se descubre que era un conocimiento en sentido bíblico.
Biasion se permite bromas, pero no comprende la indiferencia ante el dolor y se lamenta de que en los lugares no afectados por los bombardeos "todo estuviera como antes", con mujeres que iban del brazo de sus amantes, niños que jugaban en las calles y viejos que fumaban lentamente.
El primer editor italiano añadió al libro el subtítulo de Crónicas de la guerra de Grecia, una frase que nunca agradó al autor, que estaría mucho más de acuerdo con la aclaración de la edición de Acantilado: Sagapò (Te quiero). En sus páginas hay destrucción, sí, pero sobre todo hay seres humanos "con ganas de desahogarse y llorar", más preocupados por amar que por odiar.
Los lectores descubrirán que la pasión es "como la vela de un navío, que cuando no hay viento, cae del todo". Algo de eso trató de reflejar el director Gabriele Salvatores, que se inspiró en Biasion para Mediterráneo, con la que ganó el Oscar a la mejor película extranjera en 1991. Otra película menos lograda, La mandolina del capitán Corelli, del 2001, protagonizada por Nicolas Cage y Penélope Cruz, también debe mucho a Sagapò.
El escritor Albert Camus explicó que tras la primera guerra púnica, Cartago seguía teniendo poder; tras la segunda, seguía siendo habitable; y tras la tercera, desapareció del mapa. Mucho más contundente fue Albert Einstein, cuando dijo que no podía imaginarse con qué armas se combatiría en la Tercera Guerra Mundial, "pero sí con qué se luchará en la cuarta: con palos y mazas". De eso trata este libro.
Un oficio o una obligación.
Jenofonte (428-354 a.C.) fue uno de los primeros en cambiar la espada por la pluma. Y en descubrir que la verdad es la primera víctima de todas las guerras. Como relató en Anábasis, los mercenarios griegos que cruzaron el Helesponto con él creían que iban a enfrentarse a unas pocas tribus hostiles, y no a las tropas del todopoderoso rey Artajerjes.
Diego Hurtado de Mendoza, Francisco de Xerez, Lope de Vega, Cervantes, Calderón de la Barca... España tiene una rica tradición en soldados escritores. Para Quevedo eso era lo más natural en un país con una palabra como saeta, que tanto puede significar "mortífero dardo como lamento de poeta". Pero, incluso en el país de las saetas, pequeñas grandes joyas del género pueden permanecer ignoradas años y años.
Eso ha ocurrido con Sagapò, del italiano Renzo Biasion (1914- 1996), que vio la luz en 1953 y que acaba de ser traducida al castellano por Juan Díaz de Atauri para la editorial Acantilado. Al igual que el estadounidense Kurt Vonnegut y el alemán Ernst Jünger (para cuyo currículum militar no hay espacio en estas páginas), el subteniente Biasion participó en la Segunda Guerra Mundial. Acabó asqueado de las trincheras y de la brutalidad, como Jünger, quien confesó: "El uniforme que tanto he amado me causa repulsión". Y como Vonnegut, gracias al cual sabemos que los aliados ocasionaron en Dresde con bombas convencionales una hecatombe digna de Hiroshima, Renzo Biasion cuenta cosas terribles sin renunciar a la ternura y a una sonrisa. El autor formó parte, muy a su pesar, de la alocada invasión de Grecia y Albania ordenada por Mussolini, y que estuvo a punto de acabar fatal para los italianos -mal dirigidos y peor equipados-, si el Führer no hubiera auxiliado al Duce.
Sagapò o s'agapò era la forma que tenían los soldados italianos de decirles "te quiero" a las griegas, en griego macarrónico. Y de eso tratan los trece cuentos de su libro, del amor en los tiempos de la cólera, en los tiempos de las "tempestades de acero" de Jünger. Pero al contrario que otros italianos marcados por la devastación, como Curzio Malaparte o Primo Levi, Biasion no se refugió en la literatura. Sólo escribió dos libros, y uno de ellos, Tempi bruciati (Tiempo quemado), aún no ha sido editado en nuestro país.
El autor, soldado a la fuerza, preso sin culpa, acabó entre rejas en Alemania cuando Italia dejó de ser su aliada y firmó el armisticio. En la prisión comenzó a escribir, pero en realidad él era pintor y a los pinceles volvió al recuperar la libertad, con esos dos únicos paréntesis. Los críticos valorarán los cuadros que ganó la posteridad, pero nunca conoceremos al narrador que perdimos.
O sí. Sagapò da sobradas pruebas de un brillante talento. La pasión por la pintura se trasluce en frases como "la garza blanca era como una gran vela en el cielo, desplegada e hinchada por el viento". O como esta otra: "Las rocas, lavadas por la lluvia, se veían blancas y limpias, con cercos de humedad, como paños tendidos al sol". Las descripciones de la luz y el mar, los otros protagonistas de sus textos, son el mejor resumen de un lienzo de Sorolla: "El agua era de un color azul tan intenso que parecía una gema encastrada entre las rocas".
Dice Biasion que los italianos, "sudados, sucios, cansadísimos", se dedicaron a las únicas conquistas que les importaban, las griegas, "a las que consolaban sin dejar de hacer uso de sus manos". Eran pobres que mataban a otros pobres y que "lo soportaban todo con el fatalismo de los simples", aunque a veces "se sintieran presos de una nostalgia desesperada" o "abrumados por una sensación de espanto, como el presentimiento de una desgracia". Marionetas en manos de la fatalidad.
"Los combatientes -escribe este autor tan interesante como parco en títulos publicados- son como las hormigas; se los traslada a miles de millas y enseguida reemprenden sus actividades como si nada". La frase recuerda a otras de esa catedral que es Guerra y paz. Tolstói afirma que los pobres de uno y otro bando eran "instrumentos inconscientes de la historia" y se transformaban en "soldados que corrían como hormigas a las que hubieran destruido sus hormigueros".
Entre la barbarie, entre tantas muertes, había tiempo para el amor y para el humor. Un teniente destinado en un desértico risco de Creta escribe apesadumbrado a sus jefes y les pregunta qué puede hacer con los doce hombres de su puesto. "Puede interpretar De Profundis", le responden. Uno de los relatos también habla de una bizca, uno de cuyos ojos "hacía la guerra por su cuenta". O de un soldado que era el blanco de las bromas de todo el batallón por su gran conocimiento sobre las mulas; más adelante se descubre que era un conocimiento en sentido bíblico.
Biasion se permite bromas, pero no comprende la indiferencia ante el dolor y se lamenta de que en los lugares no afectados por los bombardeos "todo estuviera como antes", con mujeres que iban del brazo de sus amantes, niños que jugaban en las calles y viejos que fumaban lentamente.
El primer editor italiano añadió al libro el subtítulo de Crónicas de la guerra de Grecia, una frase que nunca agradó al autor, que estaría mucho más de acuerdo con la aclaración de la edición de Acantilado: Sagapò (Te quiero). En sus páginas hay destrucción, sí, pero sobre todo hay seres humanos "con ganas de desahogarse y llorar", más preocupados por amar que por odiar.
Los lectores descubrirán que la pasión es "como la vela de un navío, que cuando no hay viento, cae del todo". Algo de eso trató de reflejar el director Gabriele Salvatores, que se inspiró en Biasion para Mediterráneo, con la que ganó el Oscar a la mejor película extranjera en 1991. Otra película menos lograda, La mandolina del capitán Corelli, del 2001, protagonizada por Nicolas Cage y Penélope Cruz, también debe mucho a Sagapò.
El escritor Albert Camus explicó que tras la primera guerra púnica, Cartago seguía teniendo poder; tras la segunda, seguía siendo habitable; y tras la tercera, desapareció del mapa. Mucho más contundente fue Albert Einstein, cuando dijo que no podía imaginarse con qué armas se combatiría en la Tercera Guerra Mundial, "pero sí con qué se luchará en la cuarta: con palos y mazas". De eso trata este libro.
ESCRITORES EN EL FRENTE:
Primera Guerra Mundial (1914-1918)
'Las aventuras del buen soldado Svejk'
Jaroslav Hasek (1883-1923), el padre de ese Sancho
Panza moderno que es el soldado Svejk, se enroló durante la Primera
Guerra Mundial en las filas austrohúngaras. Luego abrazó la causa
bolchevique y combatió en el Ejército Rojo. Su novela, una sátira
antimilitarista y la cumbre de las letras checas, desarma la guerra con
el humor:
"Bautze, el jefe del tribunal médico militar, era un hombre
inexorable que veía por todas partes intentos de librarse del servicio
militar, del frente, de las balas y de las bombas. Una expresión suya se
hizo famosa: 'Todos los checos no son más que un hatajo de cobardes'.
Descubrió 10.999 farsantes entre 11.000 civiles, y habría hecho pasar
por el aro incluso al que hacía once mil si en el momento en que gritó:
'Media vuelta', aquel hombre afortunado no hubiera muerto de un
fulminante ataque al corazón".
Segunda Guerra Mundial (1939-1945)'Matadero Cinco'
'Matadero Cinco'
Kurt Vonnegut (1922-2007), uno de los autores
estadounidenses más importantes del siglo XX, luchó en las Ardenas,
donde fue capturado por la Wehrmacht y enviado como prisionero a
Alemania. Sobrevivió a los bombardeos aliados que arrasaron Dresde, una
experiencia que le marcó de por vida. Su obra es muy amena y ferozmente
pacifista:
"Fuera caía una tormenta de fuego. Dresde se había convertido en
una gran llama, una llama única que consumía todo lo combustible. No
pudieron salir del refugio hasta el día siguiente. El cielo estaba negro
de humo. El sol era un pequeño punto malhumorado. Dresde parecía un
paisaje lunar. No quedaba nada. Las piedras estaban calientes. Todos
habían muerto (...) El edificio estaba todavía en pie, pero no tenía
ventanas ni tejado y en su interior no había otra cosa que cenizas y
pequeños charcos de cristal fundido".
Guerra de Vietnam (1964-1975)
'Las cosas que llevaban los hombres que lucharon'
Tim O'Brien, natural de Minnesota, de 65 años, se
hizo escritor gracias a Vietnam, donde combatió como soldado de la
compañía A, en el quinto batallón de la división de infantería 23.ª. Las
cosas que llevaban... es su libro de más éxito. Su ingenuidad le hizo
preguntarse por qué le miraron con tanto odio en My Lai. Todavía no
conocía la infame masacre que tuvo lugar allí apenas un año antes:
"Vi morir a un hombre en un sendero cerca de la aldea de My Khe.
Yo no le maté. Pero estaba presente, y mi presencia fue culpa
suficiente. Recuerdo su cara, que no era hermosa, porque la mandíbula
estaba en la garganta, y recuerdo que sentí la carga de la
responsabilidad y la pena. Me culpé a mí mismo. Y con razón, porque
estaba presente.
-Papa, di la verdad -puede preguntarme mi hija-, ¿mataste alguna vez a alguien?
Y yo puedo decir, con honestidad:
-Por supuesto que no.
O puedo decir, con honestidad:
-Sí".
-Papa, di la verdad -puede preguntarme mi hija-, ¿mataste alguna vez a alguien?
Y yo puedo decir, con honestidad:
-Por supuesto que no.
O puedo decir, con honestidad:
-Sí".
Guerra del Golfo (1990-1991 Y 2003)
'Estimado Sr. Bush'
El texano Gabe Hudson, de 41 años, formó parte de un
cuerpo de fusileros en la reserva durante la primera guerra del Golfo.
Aunque no entró en combate, las experiencias de sus compañeros se
tradujeron en los relatos de Estimado Sr. Bush, su debut literario. Las
secuelas, físicas y psicológicas, que padecen los soldados presiden la
obra:
"Supe que algo no iba bien cuando, dos meses después de volver al
mundo, procedente de la operación Tormenta del Desierto, el pelo de la
cabeza se me puso totalmente blanco (...) Y luego, cuando se me cayó y
me acerqué a ver al doctor Himmons, descubrí que tenía el esqueleto
acribillado a agujeros. Parecía que un gusano se hubiera dedicado a
hacer túneles en mis huesos (...) El doctor Himmons lloraba. Era el
síndrome de la guerra del Golfo. No se podía hacer nada. Iba a
convertirme en un bulto humano".
Guerra de Chechenia (1994-1996 Y 1999-2009)
'La guerra más cruel'
Arkadi Bábchenko, de 35 años, tuvo que suspender sus
estudios de Derecho en Moscú para cumplir su servicio militar
obligatorio en la primera guerra de Chechenia. A la segunda se alistó
voluntario, algo difícil de entender cuando se lee La guerra más cruel,
su descarnado alegato contra la brutalidad y la sinrazón de la
maquinaria militar:
"¡Nuestro ejército estaba formado por trabajadores y campesinos
al límite de la desesperación por la pobreza, el hambre atroz, la falta
de vivienda, las palizas y la injusticia. No era un ejército, sino una
jauría que había absorbido de las capas sociales más bajas lo peor, la
ausencia total de leyes. ¿Qué les íbamos a importar los soldados a
nuestros jefes cuando no tenían con qué alimentar a sus propios hijos?
Los oficiales competentes duraban muy poco y sólo permanecían en la
tropa los que no tenían dónde vivir".
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La guerra más cruel
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