Una declaración de principios que puede determinar el éxito o el fracaso de un libro
Primer acto, apertura. “Sólo una palabra. / Una palabra y se inicia la danza / de una fértil miseria”. ilustración.fuente:elespectador.com |
Es sorpresa, también misterio. Es mostrar mucho arriesgando todo, sin
dejar ver tanto. Señalar por dónde va el camino, como estar en lo alto
de un mástil y gritar el horizonte. La primera línea, el primer párrafo,
un ejercicio de disciplina y pericia.
Hay una escena de
Apocalipsis ahora, la película de Francis Ford Coppola, que ilustra en
cierto modo el punto. En medio de la noche, en la espesa negrura de la
selva en Vietnam, un soldado gringo es llamado al frente de una
trinchera para eliminar a un francotirador del Vietcong. No se ve nada,
no se sabe nada. Sólo hay miedo e incertidumbre. El gringo llega,
dispara su arma a la noche y el enemigo calla. Todo está en calma.
La
discusión puede ser tan subjetiva, como eterna. Comienzo, final...
¿Cuál es la porción más prominente de un libro? Más que relevancia
absoluta, supremacía, el principio de una obra resulta particularmente
interesante porque, claro, son los primeros atisbos de lo que se viene
páginas más adelante. Pero, más que enunciación de hechos, es
declaración de principios: esta es una historia contada por un hombre
que morirá al final de estas páginas, la narración está en manos de
alguien que entierra a los muertos, el relato viene de un inocente...
La
preocupación no es menor, como se ve. Los motivos van más allá de
captar la atención del lector (una razón obvia y a veces noble). No es
publicidad, así que la primera bocanada de aire debe durar más de 30
segundos. El comienzo debe resistir hasta el final, anudar con
suficiente fuerza la tensión de la historia en un espacio reducido, con
las palabras precisas, los piñones correctos para hacer girar
eternamente al relato.
Y, claro, está la página en blanco y la
parálisis exasperante que ha acabado con tantos aspirantes a la palabra.
En las primeras líneas se juega todo: el tono, el futuro del personaje,
el tiempo de la historia (o al menos uno de estos). Las posibilidades
son tan infinitas como las posibilidades narrativas. Semejante nivel de
libertad es, entonces, paralizante, terrorífico para algunos, muchos.
Como lo dice Truman Capote en la primera página de Música para
camaleones: “Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había
encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos
ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y este sólo tiene
por finalidad la autoflagelación”.
“Es como la primera prueba de
la sopa. En la primera cucharada, uno sabe qué tipo de sopa es”. Beatriz
Botero, doctora en literatura latinoamericana de la Universidad de
Wisconsin-Madison, hace una primera parada en El Quijote: “En un lugar
de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que
vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín
flaco y galgo corredor”.
Que sigan los clásicos. “Todas las
familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo”:
Tolstói en Anna Karenina. “Alguien debía de haber calumniado a Josef
K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”: Kafka
en El proceso.nina tiene la fuerza secreta de las
sentencias, como si fuera un epígrafe. En esas líneas de aparente
La selección es de Roberto Burgos Cantor, escritor.
“El principio de Anna Karemisterio están el tono y las tensiones de las 1.002 páginas que siguen.
Escribirlas al comienzo es un acto de clarividencia”. Eso por el lado
del ruso. En cuanto al inventor de Gregorio Samsa: “Justo, es esa
solidaria fe del autor en su personaje, la que permite hacer cómplice al
lector de un sentimiento de malestar por lo absurdo y de deseo de
redención por lo inexplicable”.
Burgos lo dice como es: Tolstói
bota en apenas dos frases una línea de pesca de más de mil páginas de
largo. No es revelador, aunque sí esclarecedor. Contundente sin mostrar
toda la mano. Algo así: “Pronto, a pesar de todo, estaré por fin
completamente muerto. El próximo mes quizás” (Malone muere, Samuel
Beckett). “¿Quién sino Beckett puede asumir el riesgo de empezar por el
innombrable final?”, se pregunta Burgos.
El comienzo sirve a un
fin: “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30
de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo”. Gabriel
García Márquez optó por revelar la carta mayor de una vez, pues así
evitaba que el lector se fuera a la última página para averiguar si
Nasar llegaría vivo a la noche. Listo. Está muerto, ahora sí a narrar.
Más
allá de las conveniencias, el arranque puede ser también solución
concentrada, todos los ingredientes suspendidos en un líquido incierto,
que debe ser guardado en una atmósfera cerrada, sin luz, ni humedad, ni
certezas. “Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres
veces en la mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien
que no era él”: Paul Auster abre así Ciudad de cristal, primera novela
de la Trilogía de Nueva York.
También hay velocidad y frenesí,
corto discurso espetado casi con desidia, el relato de uno que perdió:
“Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al
azar y me lo ganó la Violencia”. Las primeras palabras para dar paso a
la barbarie del caucho en la selva de La vorágine, de José Eustasio
Rivera.
Las primeras líneas como la gran apuesta, la entrada a una historia que vive en unas pocas palabras.
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