La investigadora María Gabriela Mizraje analiza la Semana del Libro Prohibido, que empieza el 30 de septiembre en EE.UU., y arma un catálogo de títulos que, por diversas (y absurdas) razones, fueron censurados a lo largo de la historia
RASTROS. Un ejemplar de Siglo XXI Editores, prohíbidos durante la dictadura./Revista Ñ. |
Como en otra historia universal de la infamia, desde hace tres
décadas, a partir de 1982, acompañando el otoño boreal, un grupo de
libreros y editores norteamericanos decidió empujar la venta de
textos muy disímiles bajo el acotado cartel de una “Banned Book
Week”. En este 2012, la “semana del libro prohibido” está programada
para realizarse entre el 30 de septiembre y el 6 de octubre.
Independientemente de la apuesta comercial que ya lleva tantos años, el
itinerario de lecturas que mediante ella recrearon estas empresas
junto a la Biblioteca del Congreso de Washington D.C. merece un
seguimiento.
Pueden verse en librerías de las grandes ciudades de Estados Unidos libros que a lo largo de siglos la historia le había condenado a la literatura. Bajo una consigna que celebra la libertad de leer, en la semana especial de ediciones anteriores se han presentado algunos textos que a continuación mencionaremos.
Es evidente que, siendo fundamentales algunos, no dejan de ser, al mismo tiempo, tan sólo ejemplos del atropello que el poder indiscriminado ha ejercido siempre y en cualquier latitud, sea éste encarnado por un individuo en una coyuntura minúscula, por una institución o por un Estado. Se trata, no obstante, de censuras de muy diferente índole (distinta procedencia y desigual espesor), a veces incluso colindantes con lo irrisorio, como la que cayó sobre A Light in the Attic (Una luz en el ático) de Shel Silverstein, aunque no por ello, desde ya, menos significativas en cuanto censuras.
La censura suele tener aliados: la mafia, la impunidad, la mezquindad, la condición mediocre, la cobardía, la ignorancia –la cual, como quedó demostrado con muchas de las prohibiciones de la última dictadura militar argentina, suele acarrear el ridículo. (Esos señores llegaron a eliminar, por ejemplo, obras como La cuba electrolítica, por confundir la ciencia con el comunismo castrista.)
Las prohibiciones reconstruibles y los libros ofrecidos bajo el sponsor de la Asociación Norteamericana de Libreros (American Booksellers Association) guardan más actualidad de la que desearía imaginarse.
Catálogo de censuras
Si a propósito de Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, un lector de su época había declarado que no creía en una sola palabra del libro, con lo cual se ponía en juego erróneamente el valor de verdad de la ficción, otros valores éticos entraron en la denuncia de vil y obsceno que tuvo que soportar en Irlanda, en 1726, recién aparecido.
En español, nuestro clásico Don Quijote de Cervantes fue prohibido en Madrid por una sentencia de la novela en la que se dice que los actos de caridad realizados negligentemente carecen de mérito.
Las aventuras de Sherlock Holmes, de sir Arthur Conan Doyle, fueron prohibidas a causa de sus referencias al ocultismo y el espiritismo. Esto ocurrió en la URSS en 1929.
Sin novedad en el frente, la exitosa novela de Erich Maria Remarque, fue vetada en Alemania y en Italia por contener propaganda antibélica, en 1933. Antes, en 1929, los ejércitos austríaco y checo ya habían proscripto su lectura y en el mismo año otra prohibición la marcó en Boston (Massachussetts) por obscenidad.
Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, fue prohibido en la China de 1931 con la razón de que “los animales no podrían usar lenguaje humano, y es desastroso poner animales y seres humanos al mismo nivel”.
Por quién doblan las campanas, la tan difundida novela de Ernest Hemingway, de la que sólo en el primer año (1940) se vendieron 270 mil ejemplares y que fue aún más conocida por su versión cinematográfica, desencadenó más de un problema. Si desde el título –que es una cita de John Donne– la libertad estaba en juego, once editores turcos fueron a juicio en Estambul y tuvieron que enfrentar la sentencia de “estar difundiendo propaganda desfavorable al Estado”.
Oliver Twist, la famosa obra de Charles Dickens, tuvo que padecer la protesta que en 1949 llevaron a cabo los padres de familia de Brooklyn (Nueva York) porque la inclusión de esa novela en las clases de literatura violaba el derecho de sus hijos a recibir una educación libre de sesgo religioso.
Bury My Heart at Wounded Knee (Entierra mi corazón en Wounded Knee), libro de Dee Brown, fue quitado de Wisconsin School en 1974 por considerarse de sentido indirecto e intención solapada. “Si existe la posibilidad de que algo pueda ser controversial, entonces por qué no eliminarlo” fue el argumento justificativo de la censura. Por encima de este episodio del Medio-Oeste, la novela se trasladó a la pantalla chica en 2007.
La mencionada Una luz en el ático recibió además una demanda en una escuela elemental de Wisconsin porque “impulsa a los niños a romper la vajilla para no tener que lavarla”. (Sí, leyeron bien.)
El Diccionario Americano de la Herencia en 1976 se sacó de circulación de varias bibliotecas escolares norteamericanas a causa de tener un lenguaje “objetable”.
Ordinary People (Gente común), de Judith Guests, resultó demandada en 1981 después de que un padre de una high school en New Hampshire encontrara la novela obscena y depresiva.
La biografía de la actriz Doris Day, titulada Doris Day: Her Own Story (Doris Day: su propia historia), fue retirada en 1982 de dos bibliotecas de high schools en Alabama debido a sus contenidos escandalizadores, particularmente en vistas de la imagen de Miss Day que tienen todos los americanos. Pero más tarde, el texto se reincorporó sobre bases estrictas.
El tan difundido Diario de Ana Frank, que se publicó en 1947 por primera vez, y fue llevado más tarde al cine y al teatro, en 1983 fue calificado como realmente deprimente por el Comité encargado de los libros de texto en Alabama, y por lo tanto se juzgó mejor ignorarlo. Suspendamos la historia, olvidemos la Segunda Guerra Mundial y todos los horrores del universo: “Felices los felices”, como decía Borges.
En otro extremo del mundo, ya lejos del pormenor estupidizante de esas comisiones de las escuelas medias norteamericanas y cerca de otras terribles realidades, en 1985, un fiscal oficial en El Cairo se apoderó de Las mil y una noches con el fundamento de que “causó la oleada de incidentes de violación que Egipto ha experimentado recientemente”.
Volviendo una vez más de Oriente a Occidente, es llamativo lo que ocurrió con Budismo Zen: Escritos selectos, compilados por D. T. Suzuki: en un distrito escolar de Michigan se objetó porque “el libro detalla las enseñanzas de la religión budista de tal forma que el lector podría muy posiblemente adoptar esas enseñanzas y elegir ésta como religión” (1987). En este caso muy particularmente cabe preguntarse qué ocurre entonces con la famosa enmienda de su Constitución, la tan mentada libertad de expresión y la libertad de cultos.
La inocencia te valga
Por todos los ejemplos previos y muchos otros que siguen, se comprende bien que en Estados Unidos hayan vivenciado la necesidad y tenido el sentido de la oportunidad (que jamás es inocente, es decir que siempre también es comercial) de crear la “Banned Book Week”, de la que nunca se ha hablado en la Argentina.
The Dead Zone (La zona muerta) de Stephen King fue sacada de circulación de la biblioteca de una escuela comunitaria en Iowa, en 1987, a causa de “no encajar con las normas de la comunidad”.
El príncipe de las mareas, de Pat Conroy, que más tarde llegó al cine junto a Barbra Streissand, fue eliminado en otra escuela pública de South Carolina por considerarse “pornografía barata”, en 1988.
The Phantom Tollbooth (traducida como La cabina mágica), obra de Norton Juster sobre el viaje de un niño a la tierra de la sabiduría, fue descartado en 1988 en la Biblioteca Pública de Colorado sólo porque el bibliotecario la consideró una fantasía pobre.
The Lorax (El Lorax), por el afable Dr. Seuss (seudónimo de Theodor Seuss Geisel), en 1989 fue objetado en un distrito escolar de California por “criminalizar la industria forestal”, es decir, por inspirar a los niños la defensa del medio ambiente.
Al mismo tiempo, en varias bibliotecas públicas de Michigan, se objetaba ¿Dónde está Waldo? de Martin Handford, porque “en algunas páginas hay cosas sucias”.
Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, tras ser premiado con el Nobel en 1982, fue eliminado, en 1986, de la lista de libros de una high school en California por ser “basura que se hace pasar por literatura”. Para seguir con los latinoamericanos, Gringo viejo (1985) de Carlos Fuentes fue retenida en Guilford County después que un padre juzgó su lenguaje demasiado explícito como pernicioso, y esto ya a fines del siglo XX (1996). En el mismo año se prohibieron La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne y Moby Dick de Herman Melville, ambas por ser “conflictivas en relación a los valores de la comunidad” texana, en Lindale.
De igual modo, en distintos distritos y escuelas, desde 1996 se censuraron Shakespeare (Twelfth Night) y J. D. Salinger (Catcher in the Rye, traducida como El guardián del centeno), Mark Twain (Las aventuras de Huckleberry Finn), John Updike (Conejo es rico) y Alice Walker (El color púrpura), entre muchísimos otros. El listado es tan abrumador como exasperantes y grotescas las tachaduras.
Todos los que mencionamos figuran entre los rescatados para la promoción de las sucesivas semanas anuales del libro prohibido. Más desopilantes algunos argumentos que otros, llenos de falsa moralina a menudo, de hipercorrección según la lógica de lo políticamente correcto otras veces, son aproximadamente cien los títulos que cada año arroja el catálogo de la Banned Book Week, en su reporte Newsletter on Intellectual Freedom, amparado en la primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América, relativa a los derechos de libertad de expresión y libertad de prensa. La American Library Association (ALA) libra una lucha contra la censura.
Un mapa de la prohibición
Actualmente, Internet contribuye a la aclaración y difusión de la Banned Book Week. Desde Wikipedia hasta los videos de YouTube puede seguirse el hecho, incluyendo una lista de los libros prohibidos por los distintos gobiernos.
Existe incluso un mapa de la censura. Y, si bien resulta notorio, como ya señalamos, que no deja de ser una estrategia comercial –que no teme ni el uso de procedimientos sensacionalistas–, el hecho de estas ventas así encaradas tiene la doble utilidad de la reedición de las obras y de la memoria del derrotero histórico de sujeción que los textos debieron atravesar.
La invitación mercantil es sencilla: llévelo y ahora podrá leer usted mismo lo que en otro lugar o en otro tiempo le habría sido imposible. No deje que otros decidan por usted; compre y sea su propio censor.
No pocos de los textos de la lista de la cadena de librerías Borders, junto a otras firmas, deben su autoría a mujeres o las tienen como principal referente, aunque no sea aquí el género sexual la categoría determinante.
Algo del orden de la condición femenina y de los avatares sexuales, así como del sistema de creencias religiosas y especialmente de la inconveniencia de la fantasía, entre otros rasgos, envuelven estas censuras; claro que los sucesos más resonantes corresponden a razones de explícita política estatal.
La muy difundida Im Westen nichts Neues, a la cual nos referimos hace un momento, fue una novela en folletín que empezó a publicarse en 1928 y cuyo título en español más literal sería: En el frente del Oeste no hay novedad; fue traducida a quince idiomas en menos de un año, la versión inglesa la conoce como All Quiet on the Western Front y entró también con éxito resonante al cine, gracias al cual solemos conocerla como Sin novedad en el frente; como puede observarse en la doble prohibición de esta obra (por antibelicismo y por lascivia), es fácil para ciertos intereses confundir las cosas, los términos del amor, cuando la única obscenidad es la que está fuera de la obra y anima a los censores, la del criterio defensor de la guerra entendida como un gran negocio.
Los textos y sus prohibiciones atestiguan algunos cruces imposibles, el de la fantasía que no se concilia con el pragmatismo, el de la expansión del deseo que no puede comulgar con el puritanismo; las inflexiones de la ideología liberal, en muchos de los casos anteriormente mencionados, se ven en peligro. Cómo aceptar, por ejemplo, en el universo de la eficiencia y la eficacia a toda costa, algo que deprima (tal es el caso de Gente común o de gente como Ana Frank).
Un denominador unificante puede hallarse en esas perspectivas: la visión de la literatura como enseñanza, letra que debe cumplir con el objetivo político-social de adoctrinar y que en la medida que se aparte de lo esperable, por incurrir en diferentes excesos, será eliminada.
Se trata de una función paradigmática asignada a la literatura. Ella mostrará una y otra vez modelos de vida, ella deberá transmitir algo del orden de lo real y de lo verdadero, sin descuidar al mismo tiempo la apariencia. Parece que a través de los siglos esa intención normativa, para ciertos sectores, en lo esencial, poco ha cambiado; sólo se han impuesto los ajustes adecuados a cada coyuntura.
Nuestro país no lo ignoró nunca. Si decidiéramos hacer la historia de las prohibiciones en la literatura argentina –que conoce también con cierto énfasis la autocensura–, de Rodolfo Walsh a Esteban Echeverría, tendríamos que ir aún más atrás, y por ejemplo, releer con estupor a Manuel José de Lavardén, quien, en 1789, lleva a escena El Siripo [ver recuadro]. Para lograrlo, debe corregir el texto (sacrificar la letra) y escribir algunas cartas (para obtener favores). Triunfo o derrota.
En la excesiva adecuación a un medio también gana la censura, así como en la estupidez se enseñorea el ridículo.
Vale la pena estar alertas porque las prohibiciones suelen durar mucho más que una semana, tiempo en que los libros así como la gente común definitivamente tienen mucho que perder.
Pueden verse en librerías de las grandes ciudades de Estados Unidos libros que a lo largo de siglos la historia le había condenado a la literatura. Bajo una consigna que celebra la libertad de leer, en la semana especial de ediciones anteriores se han presentado algunos textos que a continuación mencionaremos.
Es evidente que, siendo fundamentales algunos, no dejan de ser, al mismo tiempo, tan sólo ejemplos del atropello que el poder indiscriminado ha ejercido siempre y en cualquier latitud, sea éste encarnado por un individuo en una coyuntura minúscula, por una institución o por un Estado. Se trata, no obstante, de censuras de muy diferente índole (distinta procedencia y desigual espesor), a veces incluso colindantes con lo irrisorio, como la que cayó sobre A Light in the Attic (Una luz en el ático) de Shel Silverstein, aunque no por ello, desde ya, menos significativas en cuanto censuras.
La censura suele tener aliados: la mafia, la impunidad, la mezquindad, la condición mediocre, la cobardía, la ignorancia –la cual, como quedó demostrado con muchas de las prohibiciones de la última dictadura militar argentina, suele acarrear el ridículo. (Esos señores llegaron a eliminar, por ejemplo, obras como La cuba electrolítica, por confundir la ciencia con el comunismo castrista.)
Las prohibiciones reconstruibles y los libros ofrecidos bajo el sponsor de la Asociación Norteamericana de Libreros (American Booksellers Association) guardan más actualidad de la que desearía imaginarse.
Catálogo de censuras
Si a propósito de Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, un lector de su época había declarado que no creía en una sola palabra del libro, con lo cual se ponía en juego erróneamente el valor de verdad de la ficción, otros valores éticos entraron en la denuncia de vil y obsceno que tuvo que soportar en Irlanda, en 1726, recién aparecido.
En español, nuestro clásico Don Quijote de Cervantes fue prohibido en Madrid por una sentencia de la novela en la que se dice que los actos de caridad realizados negligentemente carecen de mérito.
Las aventuras de Sherlock Holmes, de sir Arthur Conan Doyle, fueron prohibidas a causa de sus referencias al ocultismo y el espiritismo. Esto ocurrió en la URSS en 1929.
Sin novedad en el frente, la exitosa novela de Erich Maria Remarque, fue vetada en Alemania y en Italia por contener propaganda antibélica, en 1933. Antes, en 1929, los ejércitos austríaco y checo ya habían proscripto su lectura y en el mismo año otra prohibición la marcó en Boston (Massachussetts) por obscenidad.
Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, fue prohibido en la China de 1931 con la razón de que “los animales no podrían usar lenguaje humano, y es desastroso poner animales y seres humanos al mismo nivel”.
Por quién doblan las campanas, la tan difundida novela de Ernest Hemingway, de la que sólo en el primer año (1940) se vendieron 270 mil ejemplares y que fue aún más conocida por su versión cinematográfica, desencadenó más de un problema. Si desde el título –que es una cita de John Donne– la libertad estaba en juego, once editores turcos fueron a juicio en Estambul y tuvieron que enfrentar la sentencia de “estar difundiendo propaganda desfavorable al Estado”.
Oliver Twist, la famosa obra de Charles Dickens, tuvo que padecer la protesta que en 1949 llevaron a cabo los padres de familia de Brooklyn (Nueva York) porque la inclusión de esa novela en las clases de literatura violaba el derecho de sus hijos a recibir una educación libre de sesgo religioso.
Bury My Heart at Wounded Knee (Entierra mi corazón en Wounded Knee), libro de Dee Brown, fue quitado de Wisconsin School en 1974 por considerarse de sentido indirecto e intención solapada. “Si existe la posibilidad de que algo pueda ser controversial, entonces por qué no eliminarlo” fue el argumento justificativo de la censura. Por encima de este episodio del Medio-Oeste, la novela se trasladó a la pantalla chica en 2007.
La mencionada Una luz en el ático recibió además una demanda en una escuela elemental de Wisconsin porque “impulsa a los niños a romper la vajilla para no tener que lavarla”. (Sí, leyeron bien.)
El Diccionario Americano de la Herencia en 1976 se sacó de circulación de varias bibliotecas escolares norteamericanas a causa de tener un lenguaje “objetable”.
Ordinary People (Gente común), de Judith Guests, resultó demandada en 1981 después de que un padre de una high school en New Hampshire encontrara la novela obscena y depresiva.
La biografía de la actriz Doris Day, titulada Doris Day: Her Own Story (Doris Day: su propia historia), fue retirada en 1982 de dos bibliotecas de high schools en Alabama debido a sus contenidos escandalizadores, particularmente en vistas de la imagen de Miss Day que tienen todos los americanos. Pero más tarde, el texto se reincorporó sobre bases estrictas.
El tan difundido Diario de Ana Frank, que se publicó en 1947 por primera vez, y fue llevado más tarde al cine y al teatro, en 1983 fue calificado como realmente deprimente por el Comité encargado de los libros de texto en Alabama, y por lo tanto se juzgó mejor ignorarlo. Suspendamos la historia, olvidemos la Segunda Guerra Mundial y todos los horrores del universo: “Felices los felices”, como decía Borges.
En otro extremo del mundo, ya lejos del pormenor estupidizante de esas comisiones de las escuelas medias norteamericanas y cerca de otras terribles realidades, en 1985, un fiscal oficial en El Cairo se apoderó de Las mil y una noches con el fundamento de que “causó la oleada de incidentes de violación que Egipto ha experimentado recientemente”.
Volviendo una vez más de Oriente a Occidente, es llamativo lo que ocurrió con Budismo Zen: Escritos selectos, compilados por D. T. Suzuki: en un distrito escolar de Michigan se objetó porque “el libro detalla las enseñanzas de la religión budista de tal forma que el lector podría muy posiblemente adoptar esas enseñanzas y elegir ésta como religión” (1987). En este caso muy particularmente cabe preguntarse qué ocurre entonces con la famosa enmienda de su Constitución, la tan mentada libertad de expresión y la libertad de cultos.
La inocencia te valga
Por todos los ejemplos previos y muchos otros que siguen, se comprende bien que en Estados Unidos hayan vivenciado la necesidad y tenido el sentido de la oportunidad (que jamás es inocente, es decir que siempre también es comercial) de crear la “Banned Book Week”, de la que nunca se ha hablado en la Argentina.
The Dead Zone (La zona muerta) de Stephen King fue sacada de circulación de la biblioteca de una escuela comunitaria en Iowa, en 1987, a causa de “no encajar con las normas de la comunidad”.
El príncipe de las mareas, de Pat Conroy, que más tarde llegó al cine junto a Barbra Streissand, fue eliminado en otra escuela pública de South Carolina por considerarse “pornografía barata”, en 1988.
The Phantom Tollbooth (traducida como La cabina mágica), obra de Norton Juster sobre el viaje de un niño a la tierra de la sabiduría, fue descartado en 1988 en la Biblioteca Pública de Colorado sólo porque el bibliotecario la consideró una fantasía pobre.
The Lorax (El Lorax), por el afable Dr. Seuss (seudónimo de Theodor Seuss Geisel), en 1989 fue objetado en un distrito escolar de California por “criminalizar la industria forestal”, es decir, por inspirar a los niños la defensa del medio ambiente.
Al mismo tiempo, en varias bibliotecas públicas de Michigan, se objetaba ¿Dónde está Waldo? de Martin Handford, porque “en algunas páginas hay cosas sucias”.
Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, tras ser premiado con el Nobel en 1982, fue eliminado, en 1986, de la lista de libros de una high school en California por ser “basura que se hace pasar por literatura”. Para seguir con los latinoamericanos, Gringo viejo (1985) de Carlos Fuentes fue retenida en Guilford County después que un padre juzgó su lenguaje demasiado explícito como pernicioso, y esto ya a fines del siglo XX (1996). En el mismo año se prohibieron La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne y Moby Dick de Herman Melville, ambas por ser “conflictivas en relación a los valores de la comunidad” texana, en Lindale.
De igual modo, en distintos distritos y escuelas, desde 1996 se censuraron Shakespeare (Twelfth Night) y J. D. Salinger (Catcher in the Rye, traducida como El guardián del centeno), Mark Twain (Las aventuras de Huckleberry Finn), John Updike (Conejo es rico) y Alice Walker (El color púrpura), entre muchísimos otros. El listado es tan abrumador como exasperantes y grotescas las tachaduras.
Todos los que mencionamos figuran entre los rescatados para la promoción de las sucesivas semanas anuales del libro prohibido. Más desopilantes algunos argumentos que otros, llenos de falsa moralina a menudo, de hipercorrección según la lógica de lo políticamente correcto otras veces, son aproximadamente cien los títulos que cada año arroja el catálogo de la Banned Book Week, en su reporte Newsletter on Intellectual Freedom, amparado en la primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América, relativa a los derechos de libertad de expresión y libertad de prensa. La American Library Association (ALA) libra una lucha contra la censura.
Un mapa de la prohibición
Actualmente, Internet contribuye a la aclaración y difusión de la Banned Book Week. Desde Wikipedia hasta los videos de YouTube puede seguirse el hecho, incluyendo una lista de los libros prohibidos por los distintos gobiernos.
Existe incluso un mapa de la censura. Y, si bien resulta notorio, como ya señalamos, que no deja de ser una estrategia comercial –que no teme ni el uso de procedimientos sensacionalistas–, el hecho de estas ventas así encaradas tiene la doble utilidad de la reedición de las obras y de la memoria del derrotero histórico de sujeción que los textos debieron atravesar.
La invitación mercantil es sencilla: llévelo y ahora podrá leer usted mismo lo que en otro lugar o en otro tiempo le habría sido imposible. No deje que otros decidan por usted; compre y sea su propio censor.
No pocos de los textos de la lista de la cadena de librerías Borders, junto a otras firmas, deben su autoría a mujeres o las tienen como principal referente, aunque no sea aquí el género sexual la categoría determinante.
Algo del orden de la condición femenina y de los avatares sexuales, así como del sistema de creencias religiosas y especialmente de la inconveniencia de la fantasía, entre otros rasgos, envuelven estas censuras; claro que los sucesos más resonantes corresponden a razones de explícita política estatal.
La muy difundida Im Westen nichts Neues, a la cual nos referimos hace un momento, fue una novela en folletín que empezó a publicarse en 1928 y cuyo título en español más literal sería: En el frente del Oeste no hay novedad; fue traducida a quince idiomas en menos de un año, la versión inglesa la conoce como All Quiet on the Western Front y entró también con éxito resonante al cine, gracias al cual solemos conocerla como Sin novedad en el frente; como puede observarse en la doble prohibición de esta obra (por antibelicismo y por lascivia), es fácil para ciertos intereses confundir las cosas, los términos del amor, cuando la única obscenidad es la que está fuera de la obra y anima a los censores, la del criterio defensor de la guerra entendida como un gran negocio.
Los textos y sus prohibiciones atestiguan algunos cruces imposibles, el de la fantasía que no se concilia con el pragmatismo, el de la expansión del deseo que no puede comulgar con el puritanismo; las inflexiones de la ideología liberal, en muchos de los casos anteriormente mencionados, se ven en peligro. Cómo aceptar, por ejemplo, en el universo de la eficiencia y la eficacia a toda costa, algo que deprima (tal es el caso de Gente común o de gente como Ana Frank).
Un denominador unificante puede hallarse en esas perspectivas: la visión de la literatura como enseñanza, letra que debe cumplir con el objetivo político-social de adoctrinar y que en la medida que se aparte de lo esperable, por incurrir en diferentes excesos, será eliminada.
Se trata de una función paradigmática asignada a la literatura. Ella mostrará una y otra vez modelos de vida, ella deberá transmitir algo del orden de lo real y de lo verdadero, sin descuidar al mismo tiempo la apariencia. Parece que a través de los siglos esa intención normativa, para ciertos sectores, en lo esencial, poco ha cambiado; sólo se han impuesto los ajustes adecuados a cada coyuntura.
Nuestro país no lo ignoró nunca. Si decidiéramos hacer la historia de las prohibiciones en la literatura argentina –que conoce también con cierto énfasis la autocensura–, de Rodolfo Walsh a Esteban Echeverría, tendríamos que ir aún más atrás, y por ejemplo, releer con estupor a Manuel José de Lavardén, quien, en 1789, lleva a escena El Siripo [ver recuadro]. Para lograrlo, debe corregir el texto (sacrificar la letra) y escribir algunas cartas (para obtener favores). Triunfo o derrota.
En la excesiva adecuación a un medio también gana la censura, así como en la estupidez se enseñorea el ridículo.
Vale la pena estar alertas porque las prohibiciones suelen durar mucho más que una semana, tiempo en que los libros así como la gente común definitivamente tienen mucho que perder.
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