A propósito de la muerte del maestro Alberto Aguirre, editor y escritor antioqueño, un intercambio epistolar sobre un eterno debate
Alberto Aguirre.foto:archivo.fuente:elespectador.com/magazin |
Maestro
Tras leer en la revista ‘Cromos’ su columna “Inocentada”, me tomo el atrevimiento de compartirle la siguiente reflexión:
Soy uno de los alumnos de la recién creada Maestría de Escrituras
Creativas en la Universidad Nacional, del énfasis en narrativa (también
hay de dramaturgia y guión, a los que se añadirá el de poesía en 2008).
Curso el segundo semestre de los cuatro previstos y cada día reconfirmo
que no se trata de un “disparate”. Completo 19 años como reportero y, a
pesar de que no me puedo quejar de lo que me ha dejado mi oficio, este
programa resultó el complemento ideal para intentar el tránsito
responsable que me propuse entre periodista y escritor de ficción. Está
claro que no voy al aula en busca de fórmulas mágicas para hacer buenos
cuentos o novelas. No. Sin embargo, el ambiente que allí encontré me
hizo recordar el que Usted pintó en el prólogo de ‘Cartas a Aguirre’:
Gonzalo Arango no quería ser abogado sino escritor. Ustedes le
consiguieron cuaderno y lápiz para que se entregara a su vocación; y los
sábados él les mostraba en qué iba la novela. Leían trozos,
improvisaban discursos; y el lunes le devolvían el cuaderno, cosechaban
entre amigos. No importó que la obra resultara “mala… sin gracia alguna
en el estilo”. Valía el empeño en el objetivo, poner a Arango en el
camino que había escogido. Asumieron el compromiso a tal punto que
firmaron aquel pacto, y ese enriquecerse frente al otro cambió vidas.
Algo parecido sucede en la maestría: Con la guía de tutores (Juan Diego
Mejía, Piedad Bonnett, Roberto Burgos, Alejandra Jaramillo y ojalá
estuviera Usted) nos fijamos bibliografías, revisamos literatura clásica
y contemporánea por las costuras, discutimos, analizamos técnicas. Cada
aprendiz (somos 14) trabaja en un proyecto de libro, escribe solo, en
su Bolombolo. Luego intercambiamos textos, nos leemos con juicio; y cada
lunes nos encontramos para criticarnos con argumentos, entre amigos,
sin posar de eruditos; y muchos borradores terminan en la basura. ¿Qué
recibo que justifica pagar una matrícula? En mi caso se resume en mayor
disciplina a la hora de leer y de escribir, muchos más parámetros de
discernimiento, más inspiración. ¿Talento? Seguramente no. Me tiene sin
cuidado. Pululan periodistas que escriben libros muy malos, vacas
sagradas de la palabra, negados para la literatura. De pronto yo termine
cometiendo el mismo error pero, al menos, quiero hacerlo con
conocimiento de causa. Voy a intentarlo porque, como dejó constancia
Raymond Carver, y lo cito porque él tomó y dictó clases de escritura
creativa (de ahí el “pomposo” título), “uno de los peligros de dar o
recibir clases de Escritura Creativa radica —y hablo otra vez por
experiencia— en animar en exceso a los jóvenes escritores. Pero de
Gardner (su maestro) aprendí a correr ese riesgo antes que tomar el otro
camino”.
“Adiós, poeta”.
Nelson Fredy Padilla.
Muy estimado Nelson:
De veras que le agradezco su comentario sobre mi columna acerca de
los talleres de escritura creativa. Plantea usted asuntos de mucho
interés, y me pone a reflexionar nuevamente sobre el asunto. Hay, en su
texto, nuevos puntos de vista, valiosos, sobre el tema. Casi que me
convence. Y, al menos, he de reconocer una cierta utilidad a tales
talleres. Al fondo, y en esencia, sigo creyendo que no se aprende a
escribir sino escribiendo; aunque sería más preciso anteponer “leyendo” a
“escribiendo”. En verdad, son dos manifestaciones de una misma función.
Me pone usted el ejemplo de Gonzalo Arango, como especie de
antecedente de un taller de escritura creativa. No es exacto. Lo único,
el impulso para que siguiera escribiendo, que era su deseo; no, el de
sembrador de papas en Belén Altavista. A mí me parecía muy malo lo que
estaba escribiendo, pero, por piedad, le decía que estaba bueno. Me daba
miedo que se desengañara, para dedicarse a la papa. Y en ningún caso le
daba consejos sobre las técnicas de escritura.
Lo interesante del taller, como usted bien lo anota, es el de
encontrar lectores bien dispuestos para lo que uno escribe. Ese
auditorio, benevolente o crítico, es de importancia para la formación
del escritor, en el sentido de adquirir confianza en sí mismo. Y es
importante la disciplina para leer y escribir que allí se adquiere.
También es cierto que se forman parámetros de discernimiento, pero no
creo que se adquiera inspiración. Esta sólo brota de la más honda
intimidad.
Me pareció muy interesante el ejemplo de Carver, uno de los mejores
cuentistas de la lengua inglesa. Su cuento, “De qué hablamos cuando
hablamos de amor” es una obra maestra. No sabía que había estado en un
taller de escritura. Me gustaría que me contara más datos a este
respecto, y si por esos caminos se llega a saber por qué Carver, más
dotado que nadie, nunca escribió una novela.
Su amigo,
Alberto Aguirre
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