Nosotros, por fortuna, nos expresamos en este exitoso dialecto del latín que llamamos español, y que hace cinco siglos hablamos también por estos lados con inflexiones paisas, cachacas o costeñas
La tentación de Adan, por Tintorretto. fotos.fuente:elespectador/blogs |
Según el mito adámico (la etimología de la
palabra Adán nos lleva a la expresión “creador de nombres”) el primer
hombre se pone a mirar las cosas y a asignarles un nombre. Señala un
gran animal con garras, amarillo, que parece un fabuloso gato peludo, y
dice: león. Y león queda para toda la vida. Ve luego un reptil frío y
pequeño, que parece el resumen de un cocodrilo, y exclama: ¡lagartija! Y
lagartija será por los siglos de los siglos, o por lo menos hasta la
catastrófica torre de Babel que con la confusión de las lenguas hizo la
difícil maroma de poder explicar con una historia el problema de la gran
variedad de los idiomas en que nos expresamos los hombres.
Nosotros, por fortuna, nos expresamos en este exitoso dialecto del latín
que llamamos español, y que hace cinco siglos hablamos también por
estos lados con inflexiones paisas, cachacas o costeñas.Adán y su
capacidad de crear palabras, en realidad, sigue reencarnando en todos
nosotros pues aún hoy en día, y día a día, es necesario inventar
palabras (o reencaucharlas) para nombrar la realidad. Es probable que
hasta antier no supiéramos lo que es un celular (que ya no es un tejido,
sino una antipática forma de no poder esconderse jamás) y que hace
algunas semanas tampoco entendiéramos tan bien lo que hoy con tanta
seguridad llamamos informantes o cooperantes. Todos los días anónimos
Adanes inventan palabras nuevas para nombrar nuevas cosas. La realidad
no deja de sorprendernos y nosotros no abandonamos la feliz manía de
nombrarla, de intentar atraparla en una combinación de sonidos.
Pero el mito de Adán ya no satisface a casi nadie cuando pensamos en
los orígenes del lenguaje humano. Uno de los más grandes interrogantes
sobre la evolución del hombre tiene que ver con la aparición del
lenguaje. Los evolucionistas y los neurólogos han encontrado cosas
interesantes en eso que podríamos llamar el órgano mental, el órgano de
las ideas, es decir el cerebro. Han encontrado por ejemplo que la zona
del córtex cerebral que corresponde al movimiento de las manos es mucho
mayor que la que corresponde al movimiento de todo el resto del cuerpo,
del cuello hacia abajo. Y han encontrado un tamaño análogo (en cantidad
de cerebro que se ocupa de una función) sólo en la parte que concierne a
la producción física del lenguaje (lengua, labios, mandíbula, laringe).
Comparado con un chimpancé, el hombre, dedica una porción análoga de
cerebro para mover los pies. Pero el chimpancé‚ le dedica lo mismo a las
manos que a los pies y, por supuesto, no le dedica casi nada a sus
aullidos, mientras que el hombre le dedica muchísimo cerebro a sus manos
y a esa especie de aullidos que son también sus palabras.
Lo anterior es una confirmación más de la importancia de la mano como
herramienta de precisión -única entre todas las especies- que fue
factor determinante en el desarrollo de la inteligencia. Esto se
sospechaba hace mucho. Ya lo había intuido el filósofo griego Anaxágoras
(hace 2.400 años) cuando sostuvo que “la mano hizo al hombre el más
inteligente de los animales”.
Tanto el homo habilis como el homo erectus
tenían ya unas manos bastante sofisticadas y precisas que les
permitieron construir herramientas rudimentarias. Estos antepasados
nuestros habitaron la tierra por unos dos millones de años sin que se
manifestaran grandes cambios. Cuando, hace unos 200 mil años, el homo
erectus salta al sapiens arcaico, con un aumento considerable de la
capacidad del cerebro (de 1.200 a 1.600 ml.), las herramientas de los
antepasados erectus y habilis se pulen un poco y varían en su forma,
pero pasan otros 170 mil años sin que haya grandes avances.
Y de pronto, hace apenas unos 30 o 35 mil años, se produce lo que los
evolucionistas llaman “una gran explosión de creatividad, quizá el
salto en nivel de inteligencia más notable que se registra en la
historia del hombre.”
¿Qué pasó hace 30 mil años? Recapitulemos: durante dos millones de
años el progreso de los antepasados del hombre es muy lento. El mismo
homo sapiens arcaico pasa 170 mil años sin mostrar grandes avances en
sus herramientas, es decir, en su precaria tecnología. Y de repente,
hace 30 mil años, como en una avalancha, surgen uno tras otro “el arco,
la flecha, los arpones, las herramientas compuestas”. Y aparece también
el arte, los dibujos en las piedras y las herramientas con adornos
inútiles, sólo para el goce visual. Son de ese momento mágico las
impresionantes pinturas de las cavernas. ¿Cuál fue la razón de esa gran
explosión de creatividad?
Parece ser que el gran cambio (así lo creen destacados
evolucionistas) consistió en algo que no deja huellas en las piedras ni
en las paredes de las cavernas. Apareció algo que no pesa ni deja
rastros la arcilla blanda. Apareció esa cosa hecha de aire, esa cosa
efímera que en el mismo instante en que aparece desaparece. Aparecieron,
pues, las palabras, el lenguaje articulado, este ruido hecho de hondas
que se mueven con cierto orden en el aire. Los gritos, las
interjecciones, los llamados de atención, los lamentos, los alaridos de
cólera o de miedo o de dolor o de alegría, los aullidos, se concentraron
en algo menos alharacoso y más elaborado: en palabras.
No es una coincidencia que aparezcan simultaneamente el arte y el
lenguaje articulado. No es una coincidencia porque si nos fijamos en las
primeras manifestaciones artísticas (la pintura de las cavernas y los
grabados en hueso y marfil) vemos que el arte nace como arte abstracto.
¿Qué es el arte abstracto? Este consiste en la concentración y
simplificación de una forma natural, por ejemplo de un animal. En unos
pocos rasgos visuales, en unas líneas casi esquemáticas, reconocemos un
toro, un caballo, un bisonte.
El arte nace como una abstracción de la realidad, como una
representación simbólica de la realidad. Antes había solo tigres reales,
“de caliente sangre”, como diría Borges. Con el arte aparece también el
tigre (digamos) de papel, de piedra, de hueso, el tigre pintado en la
pared; el arte nos da la representación abstracta del tigre, no de un
tigre concreto, sino de todos los tigres reales. Es algo muy parecido a
lo que hace el lenguaje articulado, capaz de evocar las cosas del mundo
mediante una señal sonora, una abstracción sonora. El lenguaje
representa simbólicamente objetos e ideas. Además del tigre de las
llanuras surge el tigre de aire, el de la palabra que lo designa.
Hace 35 mil años aparece, pues, el lenguaje, representado en alguna
lengua o lenguas arcaicas, la palabra como nueva herramienta (de
alcances insospechados e ilimitados) para expresar el pensamiento. Del
arte hay huellas precisas que se conservan en las paredes; de la voz
humana, volátil y efímera como es, no nos quedan rastros, y habría que
esperar otros miles de años hasta que a algún genio desconocido se le
ocurriera inventar la escritura. Pero la gran explosión de creatividad
en las herramientas y la aparición del arte (esa gran muestra de
capacidad simbólica) nos hace pensar que esa gran estructura de símbolos
que es el lenguaje apareció al mismo tiempo.
Es posible que el erectus y el sapiens arcaico tuviesen alguna forma
de lenguaje, aunque no plenamente desarrollado. Quizá por desviaciones
de mi oficio, pero también por las hipótesis que he leído en libros de
reputados evolucionistas, creo que la aparición del lenguaje articulado
fue el gran motor de la inteligencia y del desarrollo del hombre en los
últimos 35 mil años. Existe una inteligencia sin palabras, un
pensamiento sin palabras, eso que los científicos de la mente llaman un
“mentalese”; pero conseguir la traducción a palabras de ese mentalese
constituye un gran paso para transmitir y conservar la experiencia, el
pensamiento y el conocimiento.
La palabra ha sido nuestra gran herramienta para domesticar las
ideas, para ordenar nuestro pensamiento, para conseguir llegar al
razonamiento lógico explícito y al pensamiento conceptual. Con la
aparición del lenguaje el hombre, por fin, puede hablar de ayer (es
decir, transmitir experiencias) y puede hablar de mañana (o sea prever
hasta cierto punto el futuro).
Imagínense tan solo la gran ventaja que significa poder referirse a
un bisonte sin tener que tener al frente al bisonte mismo. Frente al
bisonte hay que correr, frente a la palabra bisonte se puede seguir
sentados, alrededor del fuego de la caverna. Es una frase que repiten
todos los lingüistas: la palabra bisonte no embiste, o la palabra perro
no muerde. Lo útil es que antes de arriesgarse a enfrentar al bisonte,
el hombre puede discutir con sus compañeros de cacería, puede afilar y
sofisticar sus armas, puede representar en la cabeza (y en palabras) una
simulación subjetiva de lo que hará. Remeda en el pensamiento lo que
puede suceder en la realidad. Antes de intervenir en la realidad, nombra
la realidad.
Y así llegamos una vez más al mito de Adán nombrando las cosas.
Volvemos a un grupo de hombres que habla, y quizá ahora (gracias a
ciencias modernas como la paleología y la neurología) nos expliquemos un
poco mejor cómo se fue llegando a esta posibilidad. Podemos
imaginarnos, las palabras nos pueden llevar a hacernos imaginar, unas
tribus de hombres que intercambian palabras, es decir ideas, que hablan y
contestan, que deciden hablar antes de darse un garrotazo; antes de
usar las lanzas afiladas discuten si puede haber otra solución. Todavía
hablan, todavía no han pasado a los hechos, y aquí las palabras (creo)
valen mucho más que los hechos. Dejemos a esas dos tribus discutiendo
sobre si se van a agarrar a garrotazos o no. Mientras ellos discuten
sigamos nosotros repasando otros aspectos de la fuerza de las palabras.
Todos hemos podido comprobar algo maravilloso. En el limitado espacio
de nuestro cráneo cabe, por ejemplo (y por completo) una mujer. Un ser
amado se instala en nuestro cerebro y ahí está, entero, con sus
cicatrices en el brazo, supongamos, con su pelo negro o rubio o rojo,
con muchas de las palabras que ha dicho, su sonrisa, etc. Cabe también
una ciudad, las largas avenidas de una ciudad, sus hermosos u horribles
edificios, su río de aguas turbias. Mediante ideas y palabras podemos
almacenar en el pequeño espacio del cerebro los ilimitados espacios del
mundo.
Y cabe no solo lo que de veras existe, sino incluso lo que no existe:
cabe una manada de unicornios que pasta en una pradera anaranjada a
orillas de un río por el que fluye vino tinto, caben tres dragones o
más, uno de ellos escupiendo fuego a chorros, caben todos los dioses
griegos y romanos, más todos los dioses aztecas y chibchas, caben los
gnomos y las patasolas, cabe una planta que puedo inventar, la pubirna,
excelente para prevenir la caída del cabello, caben todos los animales
fantásticos, cabe el brazo izquierdo que perdió Cervantes. A esta
capacidad de almacenar en el cerebro algo que no está presente, algo
ausente, la llamamos la capacidad de representación, de evocación. De
ahí provienen esos conjuros muy antiguos por los que creemos que
pensando mucho en algo o en alguien podemos atraerlo. Atraer por ejemplo
la lluvia concentrándonos en la lluvia, o atraer los días soleados
concentrándonos en el sol.
Por esta capacidad de evocación, se le teme a las palabras. La gente
suelta unas palabras de desgracia (tipo: “si yo llegara a rodarme en el
carro por un precipicio…”) y se precipita a tocar madera, no vaya a ser
que lo que dijo pueda atraer ese mal. O repite: “Que lo tape, que lo
tape, que el portero lo tape”. Y cree con las palabras atraer ese bien
para el propio equipo y ese daño para el equipo rival. No funciona,
claro que no funciona, sabemos que no funciona, pero tenemos a veces la
ilusión de que evocar sea también invocar.
Pero por otro lado puede ser verdad, en cierto sentido limitado, que
las palabras produzcan cierta realidad (una realidad virtual). Se dice
que los muertos no mueren del todo hasta que no hayan muerto los vivos
que los recuerdan. En mi cabeza como en la de todo el mundo, siguen
presentes -cargadas de realidad- muchas personas que ya han
desaparecido, un amigo que se suicidó, otro que se mató en un accidente,
otro que me mataron en un atentado. En las palabras conservamos incluso
a los muertos. El eco de las palabras del poeta Ovidio, que murió en el
exilio hace dos mil años, tiene todavía algo de su acento. Este es el
sueño que alimenta en su tarea a muchos escritores: no morir del todo,
dejar de sí al menos el eco de las propias palabras.
Las palabras son el vehículo de ese poder extraordinario de la mente
que consiste en imaginar, en recordar, en combinar recuerdos con
imaginación. Sin ver un árbol yo puedo convocar un árbol diciendo la
palabra árbol. Un botánico podría hablarles media hora de los guayacanes
o sobre los almendros sin tener que traerles aquí un guayacán. Sabemos
que ese árbol que yo nombro no da sombra, ni llenará jamás este suelo de
flores amarillas, o de hojas secas, como los árboles reales de las
haciendas de Montería. Pero las palabras luchan por atrapar la realidad.
También muchos convocan a ángeles o santos para que les ayuden. Los
griegos llamaban a sus dioses, les pedían servicios, y así hacen los
musulmanes y los judíos y los cristianos. Intentan captar, atrapar en
palabras a seres ultraterrenos. O detenerlos, mantenerlos alejados
también con palabras o no pensando en ellos. No nombrando su santo
nombre en vano. O diciéndole “vade retro”; aquí deben de ser expertos en
diablos, así que sobre esto no me voy a extender.
Volvamos, en cambio, a las dos tribus enfrentadas, con las armas
afiladas, que habíamos dejado hablando. Supongamos que discutían sobre
cuál de las dos podía hacer uso de un nacimiento de agua. Unos decían,
“nosotros lo vimos antes”, el otro grupo contestaba, “es que nosotros
tenemos niños y ancianos”, y los otros volvían a responder, “nosotros
también tenemos niños y ancianos”. Unos, más mansos, decían, “podemos
intentar organizarnos para que el agua alcance para las dos tribus”,
pero otros decían, al oído del jefe “las lanzas de ellos tienen menos
filo, los brazos de ellos tienen menos músculos, luchemos y les
ganaremos y el agua será sólo para nosotros”. Dejan de hablar, las
palabras a veces también sirven para dejar de hablar, o para herir e
incitar a la lucha. Dejan de hablar y empiezan a matarse. Los dejo
imaginarse la carnicería. Es muy fácil. Es la misma que sufrimos hoy en
Colombia. Sangre y más sangre.
Pero, fíjense. Hubo un momento en que las dos tribus no peleaban. Un
momento breve y frágil, un instante distinto. El momento frágil en que
estuvieron discutiendo, intercambiando palabras. Yo quisiera poder
imaginarme unas palabras tan seductoras, que distraigan tanto, en cierto
sentido tan mágicas, que uno vaya olvidando de qué es que estaba
discutiendo cuando hablaba. Unas palabras tan intensas que suplanten la
dolorosa realidad de la disputa, que doblen la realidad hacia las
inofensivas palabras.Yo sueño con unas palabras que produzcan siempre
más y más palabras. Mejor dicho, me imagino un país en el que todos nos
la pasemos conversando, intercambiando ideas, pensando en voz alta. Eso
es lo que hace la literatura, y por qué no, también lo que hace el
periodismo. Uno de mis libros preferidos enseña eso, el combate entre
los cuentos y la realidad. El sultán de las mil y una noches yace cada
día con una doncella distinta, y la hace decapitar al amanecer. En cada
una de estas vírgenes que dejan de serlo se venga de la traición que le
jugó su esposa. Hasta que llega Sheerezada y es capaz, con los cuentos,
de postergar la sentencia, de suspender la violenica. Eso es lo que
hacen los cuentos y lo que hacen las palabras: postergan, hacen más
larga y llevadera la ineludible sentencia de la muerte que todos
llevamos dentro. Los felicito por dedicar esta semana al más maravilloso
de los inventos humanos: la palabra.
Encuentro de la Palabra, Riosucio. Siglo XX.
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