Alexis Jenni, profesor de biología, remueve los fantasmas de su país con El arte francés de la guerra, su primera novela y ganadora del Goncourt
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Sobre las espaldas de un apasionado y romántico profesor de biología,
“escritor de domingos”, hasta hace cuatro días “coleccionista de cartas
de rechazo de las editoriales” y que con su primera obra publicada
aspiraba a hacer “una historia de aventuras”, ha recaído la
responsabilidad de haber tocado la mayoría de los tabús de la historia
de Francia, de haber escrito la “primera gran novela francesa”, según la
siempre peripuesta crítica gala. Una opinión que en lo formal ha
remachado la concesión del más prestigioso de los premios literarios de
ese país, el Goncourt. Jugando con el título del clásico de Sun Tzu, El arte francés de la guerra
(RBA; Edicions 62 en catalán) es, para muchos, un incómodo ajuste de
cuentas con la historia colonial, o sea, con la identidad de todo el
país. Y, por extensión, una lacerante reflexión sobre el horror de
cualquier guerra.
“Quizá sea influencia de la biología, que te lleva a observar primero
sin pensar, mirar cómo funcionan las cosas antes de tener ideas al
respecto, por eso creo que mi mirada ha generado sorpresa… El de la
identidad es un tema tan sensible que espontáneamente ya se toma ante él
una posición moral”, argumenta Jenni (Lyon, 1963), didáctico, cogiendo
la cucharilla del revés para ilustrar sus palabras en la mesa, querencia
de su afición por el dibujo, que en la novela traspasa a un militar.
Pedagogía rezuma también la estructura de la obra: un joven cargado de
hastío vital, indolente, conoce al hoy anciano Victorien Salagnon,
excapitán de paracaidistas del ejército galo que ha pasado por todos los
conflictos recientes de su país: la resistencia durante la Segunda
Guerra Mundial y las sucias contiendas coloniales de Indochina y
Argelia. Sus recuerdos disparan la catarsis de los personajes y de los
lectores.
“En el libro recojo los fantasmas que van flotando en la sociedad
francesa de hoy”, apunta Jenni. Hay muchos: al parecer, todos los
franceses fueron resistentes en la Segunda Guerra Mundial y nadie
entregó a los judíos; las masacres no se dieron en Vietnam; las torturas
no fueron practicadas durante la guerra de Argelia… “Todos esos hechos
son conocidos por los franceses, pero no hemos sabido, querido o podido
construir un relato coherente. Desde 1940 domina el discurso de Charles
De Gaulle, que hizo sobrevivir el mensaje de la Francia eterna; era
indispensable que lo hiciera, pero eso conllevaba disimular estos
episodios que toda la nación sabe; simplificó el discurso en exceso”.
Como ejercicio de síntesis, Jenni lanza, con un punto de ironía intelectual: “De Gaulle es el gran novelista
de Francia…”. Pausa dramática de corte profesoral: “Con sus memorias y
discursos construyó el relato moderno del país que nos ha permitido
resistir como nación; eso ha conllevado el olvido, pero quizá ha llegado
la hora de cambiar la novela nacional”, dice refiriéndose tácitamente a
su obra.
El agujero negro es el tema colonial. “Francia aún no ha resuelto el
relato de la colonización; y es delicado porque si sólo lo escribimos en
negativo millones de pieds-noirs (colonos europeos en Argelia)
no tienen ni derecho a existir; no tenemos su lugar en la historia, los
hemos sacrificado”. El resultado es que en pleno siglo XXI, un país
paradigma del Estado y la nación modernos y poderosos de Europa aún
debate sobre su identidad. “En Francia hemos sabido quienes éramos y
adónde queríamos ir hasta hace unos pocos años. ¿Por qué ahora no? Por
la desaparición de generaciones de políticos de talla como De Gaulle o
Mitterrand; por el proceso de disolución del propio país en la realidad
europea y el fenómeno contrario del auge de las regiones y, sobre todo
para mí, por un tema social: qué hacemos con las personas que proceden
de nuestros países colonizados. ¿Quién es francés y quién no? No nos lo
habíamos planteado nunca y ahora es indispensable y no sabemos cómo
responder a eso”. Resumen didáctico de nuevo: “El debate de la identidad
nacional es absurdo, no debería ser un tema de discusión: la identidad
se sabe o se siente pero organizar un debate como hizo Sarkozy cuando yo
estaba escribiendo el libro es ridículo y que, además, al final se
acaba reduciendo a si estás a favor o en contra del islam. Absurdo”.
De la lectura de las más de 600 páginas de la novela se desprende que
en Francia hay quien ha pagado muy caro la divisa del país: libertad,
igualdad, fraternidad… “La situación colonial es como un punto ciego de
la República Francesa; en los territorios coloniales esos valores
supuestamente universales no se aplicaron; ahora todo lo que rodea a la
inmigración vuelve a ser un punto ciego; se les aplica otros valores; el
pensamiento colonial ha regresado a Francia”.
La guerra y su filosofía lo inundan todo en la novela de Jenni, hasta
el extremo del que el narrador plantea la vida en sociedad como otro
tipo de guerra. “Bueno, es una imagen potente que está en el libro pero
es que creo que existe una violencia propia, inherente, una violencia
social en Francia con tradición incluso histórica: la Revolución
Francesa, las revueltas de 1830 y 1848… Y hoy no solo en las banlieues,
sino también en centros de ciudades como Lyon; es como si el espacio
verdadero de la democracia fuera la calle; no diré que a los franceses
les guste esta situación, pero la revuelta no la viven como catástrofe”.
Es ese narrador que se plantea la vida como una guerra el que, con su
pose desganada, iconoclasta, ha servido para que se engarce la obra de
Jenni --lector confeso del Soldados de Salamina de Javier
Cercas que le permitió “humanizar a mi militar como él hizo con el
intelectual falangista”-- con la de Houellebecq. “No lo veo, la verdad;
mis personajes reflexionan de manera sentida sobre el paso del tiempo y
de la vida, tienen una relación positiva con el arte y el amor, que para
Houellebecq sólo son máscaras ridículas. Yo creo en el amor y el arte;
soy un romántico”. A pesar de --o por-- las guerras.
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