Alguien la comparó con un pez melancólico, encerrado en una pecera, en una sofocante sala victoriana, pugnando por salir de su prisión; pero ¿qué le pasaría al pez fuera del medio en que transcurrieron sus primeros años?
Virginia Woolf en 1927, año de la publicación de Al faro, una de sus novelas más logradas.foto.fuente:adncultura.com |
Irene Chikiar Bauer ha invertido siete
años de trabajo y novecientas páginas para responder a esa pregunta, en
esta monumental (en todas las acepciones) biografía crítica de la
célebre escritora inglesa, de quien los lectores argentinos tenemos una
imagen magistralmente trazada por Victoria Ocampo. Imagen idílica, donde
Virginia asume la figura melancólica de una ninfa de Burne-Jones, tal
como la retrató Gisèle Freund en una sesión fotográfica abusivamente
tramada por Victoria y en vano resistida por la autora de Orlando.
Virginia: ¿fue realmente así, ese ente casi inmaterial
que en las imágenes de Freund parece una ondina hecha de pura luz? Otra
pregunta a la que la señora Bauer suministra un haz de respuestas que
enfocan a la biografiada desde todos los ángulos posibles: el puramente
literario, desde ya, pero aderezado por incursiones en la fisiología, la
psicología, la política, la sexualidad, los antepasados. El método
elegido es el desmenuzamiento, año tras año (siguiendo la pauta fijada
por Virginia misma en sus famosos Diarios) y casi día tras día, de las
actividades de esta mujer singular que es, sin duda, la escritora
inglesa más famosa de todos los tiempos. A la vez, se analiza cada uno
de sus libros, cómo se gestó, de qué se trata, la recepción que tuvo y
su posteridad. En un ámbito poco propicio, en general, a este tipo de
trabajos (la biografía no es un género cultivado en lengua española
-argentina, en este caso- con el fervor con que se lo practica en inglés
y en francés), el libro de la señora Bauer es comparable, en calidad y
erudición, con la mejor producción exterior. Sobre todo, teniendo en
cuenta la cantidad de bibliografía ya existente sobre el tema.
La historia empieza, como es debido, con los
antepasados, entre los cuales asoman cortesanos de Luis XVI y personajes
de las diversas etnias que han compuesto el pueblo británico. Lo más
concreto e inmediato es el casamiento, el 26 de marzo de 1878, de dos
viudos: Julia Jackson, nacida en la India en 1846, de padres ingleses,
viuda de un tal Duckworth, de quien tuvo tres hijos -Gerald, George y
Stella-, y Leslie Stephen, que había enviudado de Minnie Thackeray, hija
del célebre novelista autor de Feria de vanidades. En una sociedad tan
estrictamente jerárquica como la inglesa, la nueva pareja ocupaba el
rango de "clase media alta londinense", o sea, el nivel inferior de la
alta burguesía. En otras palabras, gente de buen pasar, cultivada y
refinada, con intereses culturales mucho más elevados que los de la
aristocracia, pero que sabían mantenerse dignamente dentro de sus
límites, de los que eran conscientes al parecer sin resentimiento. Los
Stephen-Jackson tenían parentesco lejano con algunos nobles, y toda su
vida Virginia Woolf se sintió atraída por la aristocracia, sin dejar de
verla, a la vez, con críticos ojos burlones. El nuevo matrimonio tuvo
cuatro hijos, en este orden: Vanessa, Thoby, Virginia y Adrian. Vivían
-con su propia prole y los tres Duckworth- en un caserón de Hyde Park
Gate, que Virginia desde chica bautizó "la jaula": grandes ambientes
oscuros (el terror a las famosas corrientes de aire), con boiserie de
roble tallado, enormes muebles, alfombras y tapizados espesos, plantas
voluminosas, innumerables adornos y bibelots de todo tamaño. En suma, el
ornato victoriano. Los Stephen recibían a menudo, con elegancia
("Vanessa y Virginia jamás olvidaron el código para servir el té", anota
la biógrafa), a personajes importantes del mundo cultural: Thackeray,
desde ya, y Dickens, Henry James, Lewis Carroll, los pintores Watts y
Burne-Jones. Todos ellos servían de modelo a una tía abuela importante,
Julia Cameron, la fotógrafa que Virginia evocaría, años después, en su
obrita de teatro Freshwater.
Leslie Stephen (que a su tiempo recibiría el título de
sir) había fracasado en su intento de seguir una carrera universitaria,
pero su pasión por la cultura -las letras, sobre todo; no era ducho ni
en pintura ni en música, que no le interesaban- lo llevó a destacarse
hasta el punto de que se le confió, desde muy joven y hasta sus últimos
años, la dirección del monumental Diccionario Biográfico Nacional.
Julia, en cambio, mostraba sensibilidad para todas las artes, pero como
mujer ejemplar de su tiempo, vivía tan sólo para criar y educar a sus
hijos, manejar con destreza la complicada vida doméstica de entonces y
ejercer la beneficencia. Era, según Virginia, la perfecta encarnación de
lo que los victorianos llamaron "el ángel del hogar". Capaz también
(siempre en palabras de su hija menor) de entrometerse en las vidas
ajenas -sobre todo en materia de noviazgos y casamientos- y de
arruinarlas, sin intención pero con denuedo: "Ella me hubiera coartado
la carrera de escritora, me hubiera sofocado", exclama Virginia con
incontenible exaltación.
Los cuatro hermanos Stephen mostraron desde chicos sus
capacidades. Comenzaron por editar (es un modo de decir) una suerte de
gaceta o boletín doméstico, The Hyde Park Gate News, escrito sobre todo
por Thoby, donde daban cuenta de la actividad cotidiana del caserón y
opinaban sobre lo que pasaba en el mundo, con ilustraciones de Vanessa
que anticipaban su futuro como pintora reconocida. Las notas de Virginia
-a quien sus hermanos bautizaron "la Cabra"- se destacan, desde la
primera infancia, por la agudeza y el humor irónico: era, sin duda, la
favorita de su padre. El gran acontecimiento de esos años era el
traslado de la familia en pleno, con domésticos y mascotas incluidos, a
la población costera de St. Ives, en Cornwall, donde alquilaban una casa
llamada Talland House. En la memoria de los cuatro, quedó para siempre
como la imagen del paraíso perdido. Allí daban rienda suelta a sus bríos
juveniles, reprimidos en Londres por la severa disciplina victoriana, y
disfrutaban de la naturaleza, a la que también el padre, Leslie, amaba
con pasión. Era un hábil pescador, y sus andanzas y las de sus hijos son
la materia de una bellísima novela de Virginia, Al faro (1927), cuyo
personaje principal, la señora Ramsay, es en realidad Julia Stephen. No
tenemos por qué dudar -dada su habitual y a veces desconcertante
franqueza- de la honestidad de Virginia cuando nos revela que ya desde
muy chica, al ver y oír el mar (experiencia inolvidable), sentía que
"todo lo que se viera, se oiría al mismo tiempo". Empezaba la
persecución de lo que obsesionaría a los escritores de su generación que
revolucionaron el arte de narrar: capturar la simultaneidad de lo real,
las múltiples sensaciones e impresiones que asedian al hombre
contemporáneo, tal como procuraron expresarlo John Dos Passos (Manhattan
Transfer), Joyce (Ulises) y hasta, a su modo, Proust en la Recherche, y
Virginia misma en La señora Dalloway.
También en Al faro hay un momento -sublime, en verdad-
en que se revela la sustancia inasible y misteriosa del tiempo. La
señora Ramsay está sirviendo el almuerzo, el comedor bulle de juventud,
de alegría, reluce la luz del verano. El ama de casa se da vuelta para
ir a la antecocina a buscar más comida, y en el instante en que pasa del
deslumbramiento a una relativa penumbra, sobre ella cae, como un
mazazo, la revelación de que lo que acaba de ver, un segundo antes, ya
es el pasado.
Julia murió joven (no lo era, para la época), a los 49
años, el 5 de mayo de 1895. La desolación más absoluta cundió en la
familia, que desde entonces quedó signada por una melancolía que
percibieron todos los que frecuentaron a los Stephen. Sobre todo Leslie,
hombre caprichoso y testarudo, incapaz de adaptarse a cambio alguno en
sus rutinas: fue, desde entonces, el fantasma de sí mismo, volcándose en
sus hijas, que muy al contrario advertían el arribo de una época
tumultuosa y mucho más libre. Otras muertes perfeccionarían la tristeza:
Stella Duckworth, la medio hermana mayor que en cierto modo intentó
reemplazar a Julia, murió poco después de casarse con Jack Hills, un
amigo de la familia que a partir de entonces se convirtió en un peso
muerto para sus cuñadas, a las que siempre estaba criticando y
aleccionando. La mayor pérdida fue la de Thoby, al regreso de una
excursión que los cuatro Stephen y una íntima amiga, Violet Dickinson,
emprendieron a Grecia en el otoño de 1906. El viaje en sí fue en gran
parte una decepción: pensaban encontrarse con la antigüedad clásica y
vieron, en cambio, un país empobrecido y decadente, aunque pródigo en
ruinas ilustres y paisajes admirables. Ninguno se sintió bien, ya fuere
por el agua, la comida o el precario alojamiento. Thoby y Adrian
volvieron antes a Londres, donde el mayor cayó en cama y murió, de
fiebre tifoidea, el 20 de noviembre de ese año. Ese hermano quedó para
siempre, para Vanessa y Virginia, como un dios olímpico que hubiera
condescendido a pasar un breve lapso entre los humanos y regresado a su
reino.
Fue también Thoby quien les presentó a las hermanas los
compañeros de estudios en Cambridge que compondrían el famoso Grupo de
Bloomsbury, el barrio bohemio al que los Stephen se mudaron cuando murió
sir Leslie en 1904. Su muerte fue la liberación definitiva: Vanessa, en
su condición de artista plástica, se encargó de levantar el caserón de
Hyde Park Gate, pintar de blanco deslumbrante las paredes de la nueva
casa -el 46, Gordon Square-, ubicar en ellas sus propios cuadros
(admiraba a Matisse y los fauves), distribuir algunos muebles y adornos
valiosos: tenían ahora luz eléctrica, agua caliente a discreción y
calefacción a carbón. La mudanza a Bloomsbury escandalizó a los
parientes más convencionales: no era un barrio elegante sino más bien de
mala fama, pero les gustaba a las Stephen, que se consideraban "por
naturaleza, exploradoras y revolucionarias".
Los compañeros de estudios de Thoby en Cambridge,
enrolados en una suerte de sociedad secreta universitaria llamada Los
Apóstoles, eran, principalmente, Lytton Strachey, Clive Bell, Leonard
Woolf, Desmond MacCarthy, Maynard Keynes y Saxon Sydney-Turner.
Comenzaron a reunirse los jueves al anochecer en la casa de Gordon
Square, y siguieron haciéndolo tras la muerte de Thoby. Con total
libertad de pensamiento y de palabra, conversaban acerca de "todo lo
humano y lo divino", empezaban a publicar, aquí y allá, en diarios y
revistas (Virginia lo haría desde 1904, en el Guardian de Manchester,
luego en The Times Literary Supplement y otros medios), algunos
conseguían editar sus primeros poemas y relatos. Lentamente se fueron
haciendo camino y formando a sus lectores: el Grupo de Bloomsbury
terminaría siendo el de mayor influencia literaria en la Inglaterra de
los años 10 a los 30 del siglo XX, y sus veredictos eran aguardados con
ansia (y terror) por los escritores noveles.
El 29 de mayo de 1912, Virginia se comprometió en
matrimonio con Leonard Woolf, en lo que su sobrino, Quentin Bell (el
segundo hijo varón de Vanessa con Clive Bell), califica, en la biografía
de su tía famosa, como "la decisión más sabia de su vida". El libro de
Irene Chikiar Bauer vuelve una y otra vez sobre el tema: ¿por qué esta
hija de la alta burguesía londinense (dentro de los límites más arriba
señalados), admiradora de la aristocracia, se casa con un judío pobre,
para nada apuesto -ella, que manifestó siempre pasión por la belleza
física, de la que Thoby habría sido un modelo ideal- y dotado de una
familia a juicio de Virginia impresentable? Veintinueve años estuvieron
juntos y, tal como surge de los Diarios, de la correspondencia y de los
recuerdos de Leonard, fueron años en su mayoría felices, con absoluta
fidelidad de parte de él (no tanto de ella, como veremos) y abnegación
para soportar la frágil salud física y mental de su mujer, sometida
desde chica a frecuentes ataques de pánico, con síntomas cercanos a la
locura, tan temida. Sin olvidar un tema fundamental: se trató mayormente
de un matrimonio blanco, Virginia nunca disfrutó del sexo con su marido
y se lo hizo saber bien temprano. Él se resignó y se dedicó a rodearla
de cuidados y precauciones semejantes a los que se tienen con materiales
de alta peligrosidad. La conclusión sería que es el caso, excepcional,
de una unión intelectual que logra sublimar la sexualidad,
transformándola en una amistad amorosa sobre la base de compartir
criterios de excelencia -y, por lo tanto, de exigencia- en cuanto al
arte. Tuvieron en común, además, una casa editorial, la Hogarth Press,
que les dio, con el tiempo, suficiente holgura económica como para
editar los libros que se les antojara, empezando por los de Virginia y
los "bloomburianos", casi siempre con tapa e ilustraciones de Vanessa.
Esta última, sin divorciarse nunca de Clive Bell (quien aspiró antes a
la mano de Virginia y siempre la cortejó, para gran diversión y tedio de
ella), trabó una larga y compleja relación con el pintor Duncan Grant,
un bisexual que llevó a la práctica, con fervor, uno de los principios
rectores de Bloomsbury: todos se acostaban con todos (menos Virginia,
fiel a su nombre), y así Grant fue amante de Strachey y de Keynes, y
engendró con Vanessa una hija, Angelica, a la que Bell dio su apellido.
Tras sucesivas mudanzas e idas y vueltas entre Londres y
el campo, los Woolf se instalaron en Rodmell, una aldea al sur de
Lewes, en una casita del siglo XVII, sin agua corriente ni cuarto de
baño, Monk's House, a la que fueron añadiendo comodidades a medida que
prosperaban: los sucesivos libros de Virginia, a partir de su primera
novela, Fin de viaje (1915), se vendieron muy bien y empezó a ser
conocida y editada en Estados Unidos, país al que, sin embargo, siempre
se negó a ir, por más que le ofrecían sumas siderales por hacer giras de
conferencias.
Irene Chikiar Bauer reseña el proceso de creación de
cada uno de los libros -novelas, ensayos- que hicieron famosa y próspera
a Virginia, y que el lector argentino ha conocido sobre todo a partir
de las ediciones de Sur, continuadas por Sudamericana. Fue Victoria
Ocampo la que instaló entre nosotros el culto de la Woolf, a quien
conoció -mejor dicho, persiguió hasta alcanzarla- en una exposición en
Londres, en 1931. El comienzo de la relación no fue auspicioso. En su
Diario, Virginia habla de una "rastacueros [sic] sudamericana", que sin
cesar la abruma con referencias a la pampa, las estancias, la flora y la
fauna de esas tierras, todavía por entonces exóticas. Comenta su piel
sonrosada ("como duraznos conservados bajo vidrio") y sus aros de perlas
("como si las avispas hubieran depositado allí sus huevos"). Y por una
asociación común en la época, confunde la Argentina con Brasil y ve a
Victoria rodeada de un halo de mariposas. Así empezó una amistad que fue
afianzándose por cartas -ambas eran ávidas corresponsales- y amenazó
romperse en 1938, cuando "la Okampo" (así escribió siempre Virginia el
apellido) introdujo de contrabando en la residencia londinense de la
escritora, en Tavistock Square, a la fotógrafa Gisèle Freund, empeñada
en retratar a la Woolf, que detestaba que la fotografiaran y mucho más
figurar en un catálogo de celebridades que Freund llevaba consigo como
señuelo para atraer a las personalidades del momento.
¿Fue Vita Sackville-West el gran amor de la vida de
Virginia? Otra incógnita que este libro intenta dilucidar. Desde la
infancia -"poliforma perversa" según Freud (a quien Leonard y Virginia
visitaron, en 1938, en su exilio londinense)- la escritora admiró por
igual la hermosura y sobre todo la gracia y la distinción, tanto de
hombres como de mujeres. Cuando Vita, descendiente de una antigua
familia noble, criada y residente en el espléndido castillo de Knole,
empezó a perseguirla declarándose su admiradora más ferviente, Virginia
se sintió por demás halagada y respondió con entusiasmo al asedio. Vita
estaba casada y tenía hijos con un diplomático renombrado, Harold
Nicolson, pero tanto él como ella vivían sus vidas amorosas con total
independencia. Él también era bisexual, con marcada preferencia por los
hombres, pero nada de esto impedía que se llevaran bien, como buenos
amigos, y comentaran francamente sus respectivos romances. La relación
con Vita -una mujer majestuosa y muy bella, con un dejo exótico debido a
una abuela gitana española, Pepita, a la que su nieta dedicó un libro
encantador- fructificó en la más famosa novela de Virginia, Orlando
(1929), la historia de un noble apuesto y poeta inglés, nacido en el
siglo XVI, que enamora a la ya vieja reina Isabel I; Orlando vive para
siempre y a través de los siglos (en algún momento se transforma en
mujer, mientras es embajador en Persia) escribe su magno poema, "El
roble", una descripción de los amados paisajes de su patria. El éxito
fue colosal: Al faro vendió 3873 ejemplares en el primer año; Orlando
vendió 8104 en el primer mes. De paso, Irene Bauer advierte sobre
algunos errores en la canónica (y admirable) traducción de Borges.
Ni la fama ni la fortuna lograron sustraer a Virginia
de un final trágico, que pareció estar siempre inscripto en sus genes.
La muerte de su sobrino mayor, Julian Bell, en la Guerra Civil Española,
fue como el eco, amplificado, del inacabable duelo por la muerte de
Thoby. La salud mental de la escritora se tornó cada vez más inestable,
con el agravante de que era consciente del deterioro y lo consignaba
puntualmente en su Diario. El estallido de la Segunda Guerra, en 1939,
precipitó el fin: casi segura de que los bárbaros -los nazis-
triunfarían finalmente, y segura también de que iba en camino a la
locura definitiva, se ahogó voluntariamente en el río Ouse, cerca de
Monk's House, el 28 de marzo de 1941. Leonard la sobrevivió largamente,
dedicado a preservar su memoria, ordenar y revisar la publicación de la
correspondencia y las memorias.
Al cabo de las novecientas páginas, el lector siente
pena de despedirse de tan grata compañía: una mujer extraordinaria, una
prodigiosa escritora y un libro dotado de algo que va siendo raro en
estos tiempos informáticos: una prosa elegante y precisa, sin vulgaridad
y sin inútil retórica
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