¿Por qué, casi veinte años después de la muerte de Pablo Escobar, el país se vuelve a obsesionar con la historia del capo?
Andrés Parra, ha impactado al país con su talento para interpretar a Pablo Escobar. /Canal Caracol./eltiempo.com |
Si es verdad, como dice el filósofo Daniel Pecaut,
que antes que nada a Colombia le hace falta un relato nacional, también
es cierto que buena parte del mismo estaría marcado por las narrativas
de la violencia; y más o menos en los últimos 30 años, de la sicaresca,
que es como se ha dado en llamar al relato omnipresente del narcotráfico
en las industrias culturales.
Pero no lo está. La proporción de narrativas en
cine, televisión, libros y música que tocan el tema es reducida en
proporción con las demás temáticas, muy a pesar de las vestiduras
desgarradas de nuestra doblemoralista sociedad que se escandaliza con
cada nuevo lanzamiento, pero le es fiel en sintonía. Basta decir que, en
promedio, durante los últimos años sólo una de cada diez series o
telenovelas ha tocado ese tema.
La diferencia estriba en el consumo masivo que
hacen las audiencias de esos productos culturales, sea por
identificación, morbo, espectacularidad, acción o por su carácter
ejemplarizante o documental. Por ejemplo La parábola de Pablo, escrita
hace una década por Alonso Salazar, que sirvió de base para los libretos
de la serie televisiva Escobar: el patrón del mal, vendió, según El
Tiempo, cinco mil ejemplares cuando apenas habían pasado dos semanas de
la historia televisiva, sin contar las ediciones piratas.
De mito en mito
Y es que abordar audiovisualmente el mito de
Escobar era otro mito. Ahí estaban como antecedentes los cinco intentos
fallidos de Hollywood de recrear la vida del capo. Esa dificultad para
narrar un suceso que aún no termina.
No era sólo Escobar sino lo que significó para colegas y sus sucesores: su estilo de vida, esto es, un estilo de muerte; y la sobreviviente influencia de sus métodos que hacen creer a algunos en su pretendida inmortalidad.
No era sólo Escobar sino lo que significó para colegas y sus sucesores: su estilo de vida, esto es, un estilo de muerte; y la sobreviviente influencia de sus métodos que hacen creer a algunos en su pretendida inmortalidad.
Con Escobar supimos que lo narco no pasa de moda porque es mediático, seductor, masivo. Por eso cuestiona, fastidia pero no extraña que las prácticas ilegales del capo narradas en la serie, se reciclen a su alrededor por otros medios. Antes de cumplir un mes al aire, ya circulaba un álbum pirata con el elenco de la serie. No obstante su evidente ilegalidad, no hubo reato entre expendedores y compradores para emular otros fenómenos mediáticos de corte masivo como los mundiales de fútbol. Claro, estaba el pretexto de la memoria para no repetir, se dijo en su momento.
Contar la historia de Escobar no era contar la
historia de un hombre, de un bandido, sino de un talante, del espíritu
de una época. Por eso todo a su alrededor parece sobredimensionado; la
serie marcó un hito televisivo: ha sido el lanzamiento más visto en la
historia nacional, con cerca de once millones de espectadores.
Contó con cerca de 1.300 actores. Fue grabada para
63 capítulos de hora en formato cine, en por lo menos 550 locaciones de
Antioquia, Cundinamarca, los Llanos Orientales y Miami, cuando el
promedio son 90 o 100 locaciones por telenovela. Y el costo promedio por
capítulo, sin antecedentes, fue de 340 millones de pesos.
Y además, al decir de Juana Uribe, una de sus
creadoras, una historia interminable, de la cual todos dicen tener
referentes, anécdotas, algo que contar, que evitar o que ocultar. Por
eso no fue extraño que las casas de El Poblado no fueran asequibles y
fueran reemplazadas por escenarios en Villavicencio. Tampoco las
iglesias de Medellín permitieron luces ni cámaras. En cambio los
policías de Miami se peleaban por una foto simbólicamente consoladora
con Andrés Parra, el actor que representó al capo, esposándolo,
capturándolo o interrogándolo; esos sueños incumplidos del imaginario
estadounidense en los ochenta…
Asimismo circularon videos piratas aquí, en
Suramérica y hasta en Londres, que recopilaban las primeras emisiones,
lo que obligó a sus realizadores a comercializar una primera parte
compuesta por 20 capítulos, lo cual también es inusual aquí.
Y el 9 de julio comenzó a transmitirse en
Telemundo, el primero de los muchos canales que compraron la producción,
y que, por cierto, incrementó audiencia en un millón de personas.
Se multiplican las entrevistas y artículos en
centenares de medios internacionales, como el Washington Post o la
agencia AFP, o periódicos alemanes, así como candentes debates en redes
sociales, foros de las páginas web y tertulias familiares y laborales.
Frágil polémica
El pobre debate de siempre: que la televisión
corrompe, que la violencia educa y que el narco mediatizado envilece. El
discurso de la crítica tradicional, obsoleta y unidireccional, que
ignora que el melodrama y la telenovela, con nuestros modos de decir y
de narrar, suplen con lo que pueden la ausencia narrativa del
periodismo, la historia y la memoria.
Las
narcoseries han reabierto la caja de pandora de la estela del
narcotráfico que permeó todas las instancias y dignidades. A su lado,
aunque escasos, llegaron o resucitaron otros géneros y formatos que son
variaciones sobre el mismo tema y ayudan a dar contexto necesario pero
insuficiente. Los libros, documentales, entrevistas y reseñas, han
puesto frente a los televidentes el drama de una década, que continuó en
la siguiente y se mantiene en la actual, con sus códigos,
procedimientos, intrigas, estéticas y efectos en términos de asesinatos,
víctimas y corrupción. Se sobreimpone y se confunde la saga de Escobar
con las noticias alrededor del narcotráfico. Sirve como ejemplo, la de
alias ‘Fritanga’, presunto cabecilla de los Urabeños, capturado con
fines de extradición en medio de su maratónica y exhibicionista
celebración matrimonial en una isla del golfo de Morrosquillo.
Esa construcción dramática permanente, con fuertes
dosis de ambición, dinero, poder y muerte, no sólo difuminó las
fronteras entre realidad y ficción, también unificó en discursos y
estéticas idénticos los paisajes a los que tienen acceso los ciudadanos y
con los cuales gestionan sus vidas.
No es la ficción el paradigma, es la realidad reincidente la que
legitima, avala y fortalece los deformados íconos de los barrios pobres
de esta parte del continente. Y las audiencias consumen de lo uno y de
lo otro en un mismo contexto sin diferenciarlos porque lo viven o lo
recrean en carne propia. Mientras los intríngulis del poder y sus
aberraciones les son extraños, el paradigma de lo narco se pasea orondo
por el barrio encarnado en campaneros, ‘lavaperros’, sicarios,
‘traquetos’ o ‘duros’.
Lo que narran con aspavientos las industrias
culturales no necesita de verosímiles ni pruebas porque está ahí, en la
experiencia del vecindario, en el pariente preso o muerto, en el amigo
enriquecido, en ‘el duro’ apenas conocido y luego convertido en
emocionante anécdota, no pocas veces sembrada de envidia o admiración.
Escobar
y lo que representa causan sensación, y eso, más allá de la fugacidad
de los productos o de la vida de sus protagonistas, ‘vende’ como lo
saben audiencias, productores, músicos, periodistas y negociantes. Y lo
es, para bien y para mal, en todas sus posibilidades: en el énfasis
maliciosamente puesto para idealizar al bandido, a veces incluso desde
su voz o de los suyos; en el poder corruptor del dinero, en la muerte
como método infalible, en el terror.
Ver, escribir, leer, hacer, componer alrededor del
narco no es sino una forma de aprehender esa realidad aumentada, que
por acumulación parece ficcionada. Desde luego, hace falta
contextualizar, acompañar, explicar y analizar para poder entender,
rehacer o volver a empezar, como se ha dicho siempre. No son la censura,
la diatriba o el escándalo los caminos para combatir la violencia narco
mediatizada, como lo han intentado periódicos, pautas o encuestas, y no
lo es por la sencilla razón de que esa violencia se nutre de ese odio,
de esa exclusión y de esa violencia para mantenerse tan vigente y tan
actual, reflejándonos como hace 30 años. Capítulo fijo de nuestro relato
nacional.
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