Vivimos en una época cada vez más Internet-dependiente. Aunque, como dice el autor, esto no es malo: en vez de volvernos tontos, formamos parte de una mente colectiva e inteligente
WEB. Siempre está, como una nube omnipresente de inteligencia.foto.fuente: Revista Ñ. |
La línea que separa mi mente de Internet es cada vez más
borrosa. Esto viene pasando desde que tomé conciencia de que muchas
veces pienso que sé algo simplemente porque puedo encontrarlo con
Google. Técnicamente no lo sé, por supuesto; pero con el teléfono
inteligente o el iPad al alcance de la mano, sé todo lo que Internet
sabe. O por lo menos, eso es lo que parece.
Esta curiosa sensación
de saber se ha instalado en la mayoría de nosotros. En un grupo,
siempre hay uno que parece estar “chequeando” algo durante la
conversación, aportando datos útiles obtenidos gracias a una consulta
rápida con el “hombre grande y poderoso detrás del telón”. He asistido a
más de una fiesta nerd donde cada uno tenía un link abierto y todos
hablábamos sobre cosas que no sabíamos hasta que la conversación nos
llevaba a buscarlas. ¿Quién sabía que el rey de corazones era el único
sin bigote? Bueno, yo –en cuanto lo verifiqué. La Web siempre está, como
una nube omnipresente de inteligencia.
El deseo de consultar la
Web es casi como una comezón. Esto quedó ilustrado empíricamente en un
experimento del que Betsy Sparrow, Jenny Liu y yo dimos cuenta en la
revista Science este año. Formulamos a varias personas
una serie de preguntas triviales fáciles o una serie de preguntas
difíciles, y luego chequeamos inmediatamente si se les ocurría consultar
la Web. Para hacerlo, medimos sus tiempos de reacción mientras trataban
de nombrar rápidamente los colores en los que estaban impresas
distintas palabras –entre éstas, palabras relacionadas con la
computación (como “computadora” o “Laptop” o “Google”). La idea, sobre
la base de un principio establecido en psicología, era que si los
pensamientos relacionados con la computadora estaban en la mente de las
personas, las palabras relacionadas con la computación interferirían con
la indicación de los colores. (Por ejemplo, es más difícil identificar
el color en que está impreso nuestro propio nombre que el color de un
nombre al azar). Y después del grupo de las preguntas difíciles, todos
realmente parecieron tener la idea de computadoras en sus mentes: muchos
se volvieron particularmente lentos para indicar los colores de las
palabras relacionadas con la computación. Ante preguntas difíciles, no
buscamos en nuestras mentes. En lo primero que pensamos es en la Web.
¿Esta
dependencia de la computadora ha vuelto estúpida a la gente? En otro
estudio, nuestro grupo analizó el efecto que tiene la disponibilidad de
una computadora en la memoria. Pedimos a las personas que escribieran en
una computadora 40 informaciones no comprobadas que acababan de serles
transmitidas. Por ejemplo, las papas fritas – french fries en inglés–
provienen originalmente de Bélgica, no de Francia. Las personas a las
que se les dijo que la computadora no registraría esos datos tendieron
generalmente a recordarlos. Sin embargo, aquellos a los que se les dijo
que la computadora registraría todos los datos, fueron propensos a
olvidarlos enseguida. Saber que podemos confiar en nuestras computadoras
hace que no almacenemos la información en nuestras memorias.
¿Cómo
sucedió esto? ¿Cómo nos volvimos tan dependientes de estos aparatos?
Algunos comentaristas especializados en el crecimiento de la tecnología
ven este paso como el inicio de un nuevo mundo escalofriante en el cual
hemos cargado todo lo que sabemos fuera de nuestras cabezas,
convirtiéndonos en tontos. Del mismo modo que quienes le tuvieron miedo
al llamado “caballo de hierro” o al cepillo de dientes eléctrico, es muy
probable que los que tienen esta visión neoludita de la tecnología se
queden atrás en tanto los demás nos mantenemos conectados. La visión más
abierta al futuro consiste en aceptar el rol de la Web como ampliadora
de la mente y no interrogarnos acerca del mal sino del bien que puede
hacernos.
No tiene nada de malo, después de todo, que nuestras
mentes se abran. Cada vez que descubrimos a “alguien que sabe algo” o
“dónde podemos encontrar información” –sin aprender “cuál” sería la
información propiamente dicha– estamos ampliando nuestra proyección
mental. Esta es la idea básica que hay detrás de la memoria transactiva.
En 1985, con mi esposa y colaboradora Toni Giuliano y Paula Hertel,
escribí una monografía presentando la idea de la memoria transactiva
como una forma de entender la mente grupal. Observamos que nadie
recuerda todo. Cada uno de nosotros en una pareja o grupo recuerda en
cambio algunas cosas personalmente –y luego se puede recordar mucho más
descubriendo lo que otro puede saber que nosotros no sabemos. De esa
forma, participamos de un sistema de memoria transactiva.
Toni y
yo observamos al poco tiempo de casarnos que compartíamos tareas de
memoria. Yo recordaba dónde estaban las cosas del auto y del patio, ella
recordaba dónde estaban las cosas de la casa, y cada uno podía depender
del otro como experto en ámbitos que no necesitábamos dominar. La
esponja para lavar el auto era un problema ya que era una cosa del auto y
de la casa, o sea que naturalmente cada uno de nosotros pensaba que era
tarea del otro y la dejábamos donde no correspondía. Pero en general,
nuestra memoria transactiva funcionaba bien y conseguíamos hacer las
cosas. Ni una sola vez se confundieron nuestras tareas ni dejamos a
nuestra hija esperando a la salida del jardín.
Los grupos sociales
comúnmente dependemos de esta forma de socialización de la memoria, no
sabiendo todos lo mismo, sino especializándonos. Y ahora hemos agregado
nuestros aparatos informáticos a la red, dependiendo, para la memoria no
sólo de personas sino también de una nube de personas vinculadas y de
dispositivos especializados llenos de información.
Nos hemos
convertido todos en una gran ciber-mente. En tanto estemos conectados
con nuestras máquinas hablando y pulsando teclas, todos podemos ser
parte de la mente más grande y más inteligente que ha existido hasta
ahora.
Sólo cuando nos desconectamos de la red, volvemos a
nuestras humildes y pequeñas mentes personales, y caemos nuevamente a la
tierra desde nuestros dispositivos de flotación en la nube.
© The New York Times y Clarin, 2012. Traducción de Cristina Sardoy.
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