La cuestión de lo tangible y lo intangible sobrevuela el debate en torno a las barreras puestas por Apple y Amazon contra la transmisión de bibliotcas virtuales
Jeff Bezos, de Amazon, en la presentación del nuevo Kindle, bajo el eslogan: Cómpre una vez, disfrútelo en cualquier parte. /Joe Klamar. fuente:elpais.com |
En el mundo digital, ya no posees; tan solo usas. La frase, que cabe
imaginar pronunciada por una voz metálica a través de la megafonía de
una sociedad orwelliana engañosamente perfecta, podría resumir la
certeza con la que se desayunaron ayer editores, filólogos, escritores,
músicos, miembros de la industria discográfica y demás actores de la
cosa cultural. Algunos lo sabían. Otros, los menos, se habían tomado la
molestia de leer las condiciones de los contratos de empresas como
Amazon o Apple, en los que se estipula que la adquisición de contenidos
digitales no autoriza a los compradores a transmitirlos a sus herederos.
¿Y el resto? La mayoría de la docena de personas consultadas ayer por
EL PAÍS despertaron a una terca realidad virtual: sobre lo que se
acumula en dispositivos como Kindle o previo pago a servicios como
iTunes solo se posee un derecho que muere con uno.
¿A quién culpar de esta repentina toma de conciencia, cuyo origen
algo folclórico hay que buscar en la supuesta campaña del actor Bruce
Willis contra Apple para lograr que sus hijas puedan heredar su vasta
colección de canciones? ¿A la opacidad de multinacionales que basan su
negocio en generar ecosistemas cerrados (sic) para atrapar a los
clientes y de paso combatir la piratería? ¿O a la pereza de estos, que
no leyeron, leímos, las condiciones de uso? Lo único cierto es que no
hay nada ilegal en estas prácticas, señalan los expertos jurídicos
consultados; cuando uno compra un libro en papel se hace con un objeto,
además de con el contenido intelectual que este objeto contiene. Cuando
uno adquiere un archivo electrónico recibe solo el contenido, la clase
de bienes intelectuales que no tienen más que un propietario: el autor o
sus herederos. ¿Entonces? Bastaría con avisarlo convenientemente, opina
Antonio María Ávila, de la Federación de Gremios de Editores: “Ofrecen
de arrendamientos vitalicios, pero deberían anunciarlo claramente”.
La sensación de haber reparado de repente en que el rey del comercio
digital de los bienes culturales está desnudo provocó ayer un rosario de
reacciones que van del temor —“creo que algo así puede contribuir a la
larga a destruir la memoria histórica”, opinó Nubia Macías, directora de
la Feria del Libro de Guadalajara— a la suspicacia del músico Juan
Amaral (“Es la típica jugada de la letra pequeña”), la aprensión del
escritor Iván Thays (“resulta aterrador que entren en tu dispositivo y
borren contenidos una vez hayas muerto”) o la indignación de Milagros
del Corral, exdirectora de la Biblioteca Nacional: “Ha llegado la hora
de dar la batalla para evitar que muramos dos veces, que a la muerte del
cuerpo se una la desaparición de la memoria del alma, sacrificada en el
altar de un comercio que carece de ella”.
Parece evidente que tras estas noticias aguarda, además de un
apasionante debate, una certeza: el cambio de paradigma del que tanto se
habla quizá no haya calado lo suficiente. Compramos libros
electrónicos, que en realidad están considerados por la ley como
servicios similares al software o las aplicaciones de móviles
inteligentes, disfrutamos de sus ventajas (portabilidad, ubicuidad),
pero seguimos creyendo en ellos como en viejas posesiones polvorientas.
“Cuando resulta que estamos ante un cambio en la cultura material y
espiritual”, explica Darío Villanueva, académico y secretario general de
la RAE. “Cobran vigencia las teorías de Walter Benjamin sobre la obra
de arte en la era de la reproducción mecánica y asuntos como la perdida
del aura de los objetos en la Red”.
Es cierto que la generalización del comercio de bienes electrónicos
incorpora cierta pérdida del hechizo tangible. Un desprestigio de lo
material, afirman los sociólogos. Más allá de la ironía del escritor
Alberto Olmos (“lo primero que saldan los herederos son los libros y los
discos del finado”), cabría preguntarse si las nuevas generaciones de
nativos digitales valoran el concepto de la herencia como sus
antecesores, el ideal pequeño burgués del que amasa un patrimonio para
legarlo a sus hijos. “Opinen lo que opinen los míos, debería tener el
derecho de legarles mi biblioteca digital”, afirma el promotor Roberto
Grima.
¿Y qué hacer para que eso sea posible? El escritor Lorenzo Silva y
Juan Freire, experto en economía digital, coinciden en reclamar que
intervengan “las autoridades europeas” para poner orden en los asuntos
de las poderosas compañías digitales. De lo contrario, se empuja a los
usuarios, afirma Juan Gómez-Jurado, autor de grandes éxitos vendidos
precisamente en Amazon, “a los brazos de la piratería”. Máxime, si, en
el caso de los libros, el precio de los electrónicos y los de papel,
sobre todo en las novedades, se sitúan muy cerca, debido a una
aplicación algo surrealista del IVA (21% para los primeros, 4% en los
segundos). Claro que esa es otra disfunción entre el antiguo y el nuevo
régimen de esta revolución digital que merecería capítulo aparte.
Con información de T. Koch, I. López Palacios y Manuel Morales.
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