La novela aún no ha aprovechado todas las posibilidades tecnológicas. Es cuestión de tiempo. La electrónica ha vuelto más impaciente al lector
Alberto Manguel de tanto en tanto nos entega sus agudos análisis sobre la novela. foto:archivo.fuente:elpais.com |
Una lejana tarde, hace más de cinco milenios, cierto inspirado
antepasado nuestro tomó una invención burocrática —la escritura,
empleada hasta entonces para contabilizar mercadería y ganado— y la
utilizó para imaginar el mundo en palabras. La invención de historias,
que hasta entonces había sido un arte oral, fue liberada así de los
límites impuestos por el tiempo y el espacio, y nos permitió aquello que
Quevedo llamó la “conversación con los difuntos”. Desde entonces, los
lectores gozamos de esa generosidad que nos permite, a través de
inspiradas mentiras, conocer (en parte, al menos) la verdad del mundo.
Hoy se dictan cursos de ética a través de los dilemas propuestos por Los hermanos Karamazov y Madame Bovary,
y los fisiólogos nos dicen que los caminos neuronales que nuestro
cerebro forja para tomar decisiones morales se aprenden en la infancia
leyendo Robinson Crusoe y los libros de Alicia. No
sabemos qué pensaban los primeros lectores de sus novelas. Ni siquiera
sabemos si consideraban novelas a epopeyas como la de Gilgamesh en la
que invención y documento se confunden. En el siglo primero (antes o
después de nuestra era) un cierto Caritón, autor de la que es
considerada la primera novela europea, Quéreas y Calírroe,
empieza dando su nombre y diciendo que contará “una verídica historia de
amor que tuvo lugar en Siracusa”. Los lectores de Caritón quizás le
creyeron, pero diecisiete siglos más tarde, un cierto letrado de Alcalá
de Henares ya no pudo confiar en esa fe y trató de convencer a sus
desocupados lectores con la supuesta reserva del autor, afirmando que su
historia había ocurrido “en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no
quiero acordarme”.
La tecnología del libro impreso permitió a la novela juegos tipográficos como los de Laurence Sterne, Machado de Assis o Julio Cortázar,
que dejan, o pretenden dejar, una parte de la responsabilidad creativa
al lector. Hoy, a pesar de los ya antiguos experimentos de Robert Coover
y algunos otros, la tecnología electrónica no nos ha dado aún novelas
que aprovechen plenamente sus mentadas posibilidades. Sin duda es
cuestión de tiempo, pero, por el momento, la lectura electrónica ha
vuelto al lector más impaciente, menos dispuesto a explorar
dificultades, más confiado en la memoria de una máquina. Lo cierto es
que, desde siempre, para incitar a los lectores a tomar parte en un
juego literario en el que ellos pretenden creer en la mentira y la
novela pretende decir la verdad, los autores han inventado un sinnúmero
de ardides. Afirmar, por ejemplo, que el texto es un manuscrito perdido,
la confesión de un testigo, o las memorias del protagonista; introducir
personajes reales, eventos históricos, o mapas y documentos; mentir con
la verdad: disfrazarse de ensayo crítico, de crónica verídica, o de
informe policial. El proceso es interminable: cada vez que el escritor
inventa una nueva trampa, el lector cae en ella, la reconoce y de
inmediato exige otra. A esa sucesión de trampas y escapatorias le damos
el nombre de literatura.
En tal campo minado ¿cómo saber qué es una novela? Bajo la apariencia de una obra teatral (La Celestina de Rojas), de una abultada correspondencia (Las relaciones peligrosas de Laclos), de un álbum de fotos comentado (Austerlitz de Sebald), de un poema (Eugene Onegin
de Pushkin), el mundo ha sido contado y vuelto a contar para nosotros
por los novelistas y, con inagotable apetito, los lectores seguimos
pidiendo que nos lo cuenten. Somos fieles a las palabras de Juan, y
sabemos que en el principio fue (y sigue siendo) el Verbo.
A mediados del siglo XVII en los jardines de la escuela cisterciana de Port-Royal, el adolescente Jean Racine leía la antigua novela griega de Heliodoro, Los amores de Teognis y Caricles,
cuando su supervisor, indignado de que el muchacho se ocupase de cosas
tan mundanas, le arrancó el libro de las manos y lo echó al fuego.
Racine consiguió un segundo ejemplar que también fue descubierto y
condenado. Entonces compró un tercer ejemplar, lo leyó hasta el final, y
se lo entregó a su supervisor con estas palabras: “Podéis echarlo al
fuego también. Ya he aprendido el texto de memoria”. El 29 de enero de
1854, por la tarde, Gustave Flaubert le escribe a su amante, Louise
Colet, para contarle que está leyendo El Rey Lear de Shakespeare como si fuese una novela. “Estuve como aplastado
durante dos días por una de las escenas, la primera del tercer acto.
Este tipo me va a volver loco. Más que nunca, todos los otros me parecen
niños a su lado”, confiesa Flaubert. El 25 de agosto de 1959, Adolfo
Bioy Casares le cuenta a su amigo Jorge Luis Borges que está empezando a
leer Guerra y paz. “Cuesta entrar”, le advierte Borges. “¿Es un
novelista muy hábil? ¡Qué va a ser! Yo creo que lo mejor es leer todo lo
que se refiere a la guerra”. Y agrega sarcásticamente: “Pero entonces
te perdés el idilio…”.
Tres lectores ilustres, tres modos de leer el mundo. Hacer nuestro un
texto querido, memorizándolo, para que forme parte de la biblioteca de
nuestra memoria; dejarnos aplastar por una historia, para que
se vuelva nuestra la emoción y la sabiduría que nos otorga; tener el
coraje de decir que un libro nos gusta o no, aunque sea un clásico
reconocido, modificándolo según nuestro criterio. Estos son los
derechos, y tal vez las obligaciones, de todo lector de novelas.
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