Se dedicó a escribir, en rápidos cuadernos y sin especiales
pretensiones, su impresión sobre las víctimas del holocausto nuclear en
Japón y a denunciar su olvido y su desprotección
Kenzaburo Oé, mantuvo sus impresiones sobre las víctimas de Hiroshima. foto.fuente:elmundo.es |
Los escritores -y no sólo los escritores, claro- suelen obtener de la
contemplación de las tragedias humanas el punto de vista de la miseria,
la desolación, la impotencia, la crueldad arbitraria o gratuita. Les
cuesta mucho más -entre otras cosas, porque cuesta mucho más- extraer el
valor de la vida y de la supervivencia, o por decirlo en palabras de
Italo Calvino, captar en medio del infierno lo que no es infierno. Y es
que el infierno siempre está a mano y para lo otro hay que estudiar.
En 1963, un joven Kenzaburo Oé, en medio de una situación familiar extrema, viajó a Hiroshima
para informar sobre la Novena Conferencia Mundial contra las Bombas
Atómicas y de Hidrógeno, que para variar resultó un fiasco. A partir de
ese momento, se dedicó a escribir, en rápidos cuadernos y sin especiales
pretensiones, su impresión sobre las víctimas del holocausto nuclear en
Japón y a denunciar su olvido y su desprotección, así como a indagar en
los sentimientos profundos de los supervivientes. Anagrama publica ahora esos "Cuadernos de Hiroshima", con traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés.
Cuando la revista Sekai comenzó a publicar estos pequeños y debo
decir que exquisitos ensayos, llegó una carta a la redacción firmada por
Yoshitaka Matsusaka, hijo de uno de los médicos que resultó herido en
la explosión atómica y que, montado a la espalda del muchacho, estuvo
dispensando atención médica durante aquellos días terribles. Yoshitaka
también acabó siendo médico. La carta en cuestión sostiene lo siguiente:
"La gente de Hiroshima prefiere guardar silencio hasta el momento de enfrentarse a la muerte. Quiere sentirse dueña de su propia vida y de su propia muerte.
Evitar que su tragedia personal se convierta en un dato o excusa para
las luchas políticas (...) Es evidente que denunciar su tragedia para
obtener ayuda económica es más urgente que hacerlo simplemente para
luchar contra las bombas atómicas y de hidrógeno (...) La
mayoría de los intelectuales y escritores no están de acuerdo con que
las víctimas callemos y nos instan a denunciar nuestra tragedia.
Detesto a quienes no comprenden nuestro deseo de silencio. Nosotros no
podemos conmemorar el 6 de agosto. lo único que podemos hacer es pasarlo
en silencio junto a nuestros muertos (...) Es natural que los
intelectuales contrarios a la guerra y a la proliferación nuclear que
vienen a la ciudad sólo ese 6 de agosto no comprendan los sentimientos
de las víctimas (...)
Me pregunto desde hace algún tiempo por qué casi toda la llamada literatura de la bomba atómica
habla tanto de víctimas desgraciadas incapaces de recuperar su salud,
así como de los diversos síntomas producidos por la radiación, o se
centra en introspecciones psicológicas respecto al ánimo de los
afectados. ¿No hay ningún relato que hable de una familia que,
después de enfrentarse a la bomba atómica haya sido capaz de vivir como
cualquier ser humano? ¿Ni siquiera en el momento de la muerte
se nos permite librarnos de nuestras lacras físicas y anímicas, de
nuestro complejo de inferioridad y morir por causas naturales como la
gente normal?".
Hay aquí, efectivamente, un dilema ético. ¿Dónde está la literatura
que falta? ¿Dónde está la vida sin manipulaciones externas y
significados externos? Kenzaburo Oé, al que dignifica la introducción de
la carta en el volumen, aun sintiéndose señalado por ella, contesta:
"Mientras el grito de ayuda y la existencia de las víctimas sean tan
perentorios, ¿quién podrá apartar a Hiroshima de su propia conciencia?".
¿Es del todo una contestación?
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