La muerte de Carlos Fuentes
La obra que nos lega nos recuerda la perdurabilidad de lo escrito
Carlos Fuentes, retratado en octubre de 1994. foto:Gorka Lejarcegi.fuente:elpais.com |
Escribir sobre la muerte de un gran escritor
al que me unían, además, estrechos vínculos de amistad a lo largo de
medio siglo es un ejercicio desolador. ¿Cómo resumir en unas pocas
cuartillas lo que significaron para mí la relación con él y la lectura
de las novelas que nos ha dejado en herencia? Las imágenes del autor,
acompañadas siempre de la belleza frágil de Silvia Lemus, aparecen y se
desvanecen ante mí como si al plasmarlas en el papel se borraran.
¿Existieron, fueron reales en la ficción del tiempo, desaparecerán una
vez evocadas por mi pluma? La angustia del vacío que nos deja y me
atenaza busca aferrarse en vano a lugares y fechas. Veo al joven Carlos,
desbordante de energía y vitalidad, que estrelló su vaso de tequila
contra el suelo para celebrar nuestro primer encuentro. Al cuate
divertido que me acompañó a escuchar los mariachis en la plaza
Garibaldi y me condujo, en compañía de Fernando Benítez y José Emilio
Pacheco, al Teatro Blanquita. Al escritor elegantemente vestido que
apareció en el vestíbulo de la Editorial Gallimard para firmar el
contrato de traducción de La región más transparente o de La muerte de Artemio Cruz.
Veo aún al amigo de siempre en Madrid, Barcelona, Cuernavaca, Nueva
York, Londres, Santander, Mallorca… Su imagen se esfuma y reaparece como
embajador de su país en París, cuando me invitó a su residencia en la banlieue
y me presentó a dos niños, sus hijos, que me llamaban Juan Sin Tierra,
como el protagonista del libro de cuentos que devoraban. La acronía que
manejó sabiamente en sus novelas —pienso en la fascinadora protagonista
de Aura— se ha adueñado de mí al redactar estas líneas, y le
veo tan pronto, siempre con Silvia, en el campus de alguna universidad
norteamericana, contemplando el muro de Berlín desde la atalaya de
Oranienburgerstrasse, o tomando el sol en la terraza de mi casa en
Marraquech. Viajero incansable trataba de seguirle la pista a través de
nuestros amigos comunes o en las entrevistas y reseñas aparecidas en la
prensa. El más mexicano de los escritores era también el más
trotamundos. Siempre venía de algún lado o estaba a punto de hacer las
maletas.
Hablar de su novelística es trazar la cartografía de una navegación solitaria,
preferentemente por áreas remotas o desconocidas. Atento y fiel lector
de Cervantes, reivindicaba con orgullo, frente a la fanfarria
patriótica, la nacionalidad cervantina. Si su inmensa obra —La edad del tiempo—
puede ser comparada a la de Balzac por su incisivo retrato de la
sociedad de su tiempo, se distingue de ella en el enfoque de su trabajo:
Carlos no cambiaba de tema, cambiaba de planteamiento literario.
Concebía la obra en ciernes como una incursión en el ámbito de lo
desconocido. Buscaba aclimatarse en un espacio no hollado por pie
alguno, “en esos pocos metros de tierra”, decía, “que los holandeses
ganan al mar”. La escritura, vivida por él como una aventura, convertía
en su vez en aventurero al atento lector de sus páginas.
Recuerdo la dicha que me embargaba al adentrarme en Terra Nostra, Cristóbal Nonato, Diana o la cazadora solitaria, El naranjo…
Explorador de lo incógnito, Fuentes no amarraba su nave a puerto
alguno. Levantaba el ancla y partía de nuevo. Su asombrosa vitalidad y
poder creativo admiraban a todos sus amigos. Era una fuerza de la
naturaleza y desoía las palabras de cuantos les aconsejábamos una vida
más sosegada. La escritura, me decía, es mi droga diaria, y para
desintoxicarme de ella si aumento la dosis parto de viaje a descansar, a
leer o a dar conferencias. Si quería comunicarme con él recurría a la agencia Balcells. ¿Está en Londres, en Buenos Aires, en Cartagena de Indias? ¿O terminaba acaso el nuevo libro que preparaba con sigilo?
La última vez que le vi fue en Aix-en-Provence el pasado mes de
octubre con motivo del homenaje que se rendía a su obra de toda la vida.
Rebosaba salud y alegría sin que las jornadas exhaustivas de la
celebración hiciesen mella en él. Le veo, le veo aún en el hermoso
jardín del hotel, siempre junto a Silvia, departiendo hasta las tantas
con sus admiradores y amigos.
Carlos Fuentes ha vivido hasta el fin en la plenitud de sus dones.
No ha conocido los achaques ni heridas de la vejez. Y ahí está la obra
que nos lega para recordarnos la perdurabilidad de lo escrito, no solo
en el vasto mundo de nuestra lengua sino también en el universal e
ilimitado territorio de La Mancha que él reivindicó como suyo.
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