La muerte de Carlos Fuentes
La muerte de uno de los referentes del Boom conmocionó esta semana la escena literaria mundial. En el artículo, el académico Julio Ortega analiza con lucidez el valor de su obra
AMIGOS. Fuentes bromea detrás de Gabriel García Márquez en un acto en 2004 |
PODER. Carlos Fuentes rodeado por Lula Da Silva, el rey Juan Carlos de España y José Luiz Rodríguez Zapatero, primer ministro español, en 2008 |
DOBLE. El escritor mexicano en su casa de México DF, en julio de 2006, año en que publicó Todas las familias felices.fotos.fuente: Revista Ñ |
Se me hace cuento que Fuentes ha muerto y estoy dispuesto a
probar lo contrario. Así como Borges demostró que somos hechura de lo
que hemos leído, y Cortázar probó que si no podemos cambiar el mundo
debemos cambiar la función de la lectura, Fuentes ha establecido,
sospecho yo, que nunca dejaremos de leer lo que hemos leído; esto es,
que uno lee de nuevo cada vez, como si el tiempo fuese una invención de
la lectura.
Por eso confesó Fuentes que leía el Quijote cada
año, porque en el calendario de la lectura el libro es siempre otro. De
modo que leer es una forma de rehacer el tiempo y escribir es darle al
tiempo otra oportunidad. Carlos Fuentes ha sido especialmente generoso
con el tiempo: le ha dado varias vidas, míticas, apocalípticas,
fantásticas, políticas, históricas y simétricas. En sus manos, el tiempo
se hizo maleable, en proceso, transitivo, puro transcurso en la
errancia de vivir.
Hace ya varios años leí en la revista argentina
Crisis un cuento de Carlos Fuentes en el que una pantera, que ha huido
del zoológico, se oculta en el departamento de un hombre. Me impresionó
el trazo dinámico, ligeramente irónico, de ese fresco relato, a la vez
mundano y pesadillesco. Cuando me encontré con Fuentes le dije lo mucho
que me había intrigado su último cuento, “Pantera en jazz”. “Pero si ese
es uno de los primeros cuentos que he escrito”, protestó, divertido.
“Pantera en jazz” es un cuento que no llegó a entrar en Los días
enmascarados , que es de 1954. La revista había omitido el año de su
publicación, pero, ¿por qué pude leerlo como un cuento reciente? En la
Casa de América, en Madrid, en un foro de escritores, teniendo al lado a
Carlos Fuentes como testigo de descargo, conté esta historia, pero
añadí una variante.
Escrito por el Fuentes joven, propuse, era
evidente el estilo maduro, que maneja con sabiduría la dinámica
cambiante de una prosa autoconsciente. En cambio, escrito por el Carlos
Fuentes actual, qué audacia de relato surreal, qué libertad de juego, en
una prosa que reproduce el ritmo del jazz. Fuentes, quise decir,
acudiendo a la fábula de Pierre Menard, ha novelizado la lectura, porque
es al leer que le damos sentido a un texto suyo; a tal punto, que
adquiere la forma de nuestra lectura. Si Borges dramatiza la escritura
como interpretación del lector que se apropia del texto, Fuentes
convierte en ficción el acto mismo de leer, que ocurre como un
desdoblamiento del tiempo, como la libertad de rehacerlo por placer.
Por
eso, concluí, todo indica que Fuentes ha escrito de joven sus obras más
maduras, articuladas y fehacientes; y lo ha hecho para poder escribir,
de mayor, su obra más joven y audaz. Se podría, en consecuencia,
postular la hipótesis de que la temporalidad narrativa de su obra no
sigue la lógica de la cronología, y por lo mismo no se debe a una
arqueología de su lectura; sino que es una narrativa cuyo tiempo
discurre hacia adelante, buscando su comienzo no en el pasado sino en el
futuro. Paradoja, en efecto, de este tiempo revertido, gestado por la
fuerza novelesca de la temporalidad, cuyo eje de lectura decide el
recomienzo constante de su producción narrativa. Fuentes es nuestro
mayor explorador del tiempo como sobrevida, como exceso de los límites
naturales, y como simetría pulcra y pulida del barroco mexicano,
formalista y agonista.
Cristóbal Nonato (1988), por ejemplo, me
pareció en más de un sentido su novela más joven, por más inventiva e
irreverente. Incluso, es clara la ironía de que el hecho histórico
fundador, el descubrimiento de América, fuese aquí reescrito desde el
futuro, desde una suerte de ucronía o distopía, porque esta novela
reescribe el pasado para demostrar su apocalíptica disolución futura. Si
Joyce creyó que la Segunda Guerra Mundial se había declarado para
interferir la lectura de su Finnegans Wake , se podría decir, en este
humor paradójico, que el quinto centenario del descubrimiento de América
sólo se podía celebrar como su desfundación radical. Así, en esta
novela se trata del recomienzo de México como un des-cubrimiento, o
develación futurística de su fragmentación, lo que ocurre en el
lenguaje, y su desmontaje carnavalesco y a la vez trágico, de la pérdida
del mundo conocido.
Y no en vano su libro más temporal, tan
urgido de presente que se rehúsa a concluir, El naranjo (1993), sugiere
en varios momentos un diálogo con los primeros libros del autor, como
si esos libros se miraran por un instante en los nuevos relatos, y
comprobaran, gracias a estos destiempos y entretiempos, que acaban de
ser escritos. No es sino revelador, por lo mismo, que Fuentes haya
llamado “La edad del tiempo” a la serie de su narrativa relanzada por la
editorial Alfaguara; reordenamiento de “tiempos” narrativos, donde se
incluye los libros que su autor aún no había escrito, como si fuesen ya
parte del mapa tangible de su obra. Una obra, por lo demás, que más que
una geografía, es una tiempo-grafía, donde discurre la tinta de la
actualidad permanente de la letra.
Pero si esta obra no se ordena
por la cronología de su escritura ni por la histórica que reescribe, es
porque organiza otra temporalidad, hecha de anticipaciones y
anacronismos, donde el tiempo de la fábula circula en su propio
registro, consumando y consumiendo los escenarios de su energía inquieta
y traza barroca. Precisamente, el orden es aquí el recomienzo, el
proyecto de una lectura donde los textos se leen mutuamente, y donde
todo acontece de nuevo bajo una nueva atención. El “tú” al que se dirige
el Narrador de Aura es el joven historiador, pero también es el lector
para siempre joven en el lenguaje que le abre las puertas del tiempo
narrativo.
Pues bien, si leer a Fuentes es suspender la
temporalidad (edad cíclica), es también recorrerla lúcidamente (edad
histórica); y esto es así porque en la lectura pasamos de una orilla a
otra, y desde un margen alcanzamos el siguiente. Es una obra, quiero
decir, que adquiere imprevistas y renovadas resonancias en la relectura.
Está hecha, se diría, para acrecentarse en la relectura. Y ya no es
casual que releída hacia atrás nos revele sus anticipaciones como otro
afincamiento en nuestra margen de presente. Fuentes escribe en el
escenario de la lectura, del lenguaje procesado y transformado por el
presente sin fondo de leer un texto dentro de otro, una conversación
bajo otra: escenifica la letra y la voz de la cambiante verbalización
del mundo, de su permanente invención. Por ello, hay una dimension única
de lo real hablándonos desde estos libros suyos. Si García Márquez
necesitó cien años para escribir, como si fuese leída en unas horas, su
novela milagrosa; y si Joyce necesitó un día para probar la banalidad
del bueno de Leopold Bloom, Carlos Fuentes ha necesitado, en cambio, los
quinientos años (con la excepción de su novela, pre-histórica, dedicada
a Numancia, y un cuento, futurístico, sobre Adan y Eva, dos robots
enamorados) de nuestra edad histórica para su espectacular temporalidad
narrativa. Por eso, releemos sus libros no sólo como si fuesen todos
recientes, sino como si estuviésemos leyendo el pasado en el futuro, y a
nosotros mismos en un relato siempre por venir. Fuentes, quiero
proponer, le ha dado actualidad a nuestra historia, al recobrar sus
voces como si fuesen de mañana.
El presente conquistado
La
historia deja de ser cronológica y gana otra edad discursiva, la de
nuestra historicidad. En contra de las versiones traumáticas de la
experiencia latinoamericana (que aseguran que nuestro ser histórico está
por hacerse, que nuestra identidad “dependiente” ha sido incautada por
los poderes dominantes, que nuestra hechura psicológica nos condena a la
repetición del pesimismo, y que la colonia es el modelo que nos
repite), la obra de Fuentes nos reafirma en el presente reconquistado
por la lectura; revelando no las fáciles síntesis ni los meros
pluralismos, sino la realización y el drama de la mezcla, la alegría y
el riesgo de la diferencia, la apuesta por nuestro espacio, mapa y
hábitat hecho en las afirmaciones plurales y su energía inquisitiva, su
poder crítico que desmonta los programas de control hegemónico y
diversifica radicalmente la representación de la historicidad del
presente. De allí que el sentido de lo histórico se de como su
actualización, que no es sino la política de la imaginación del cambio y
la radicalidad de lo nuevo. Como bien dice Anthony Giddens: “La
historicidad puede ser definida como el uso del pasado para ayudar a dar
forma al presente... (Es) el conocimiento del pasado como medio de
romper con él... La historicidad, de hecho, nos orienta precisamente
hacia el futuro.” Es el caso extraordinario de La muerte de Artemio Cruz
(1962), escrita en el albor de la revolución cubana pero exactamente
como su revés: los comienzos de la promesa revolucionaria son vistos
desde el fin de la experiencia revolucionaria mexicana, y así los
tiempos del comienzo se leen, se descifran, en los tiempos del fin.
Una estrategia propia
Si
los relatos y novelas de Carlos Fuentes ocurren como distintas
versiones de la temporalidad, esa exploración es una ampliación de la
naturaleza de la fábula. La calidad fabularia y fabulosa de estos libros
se hace patente en la diversidad de sus fórmulas, en el cambiante
registro de sus representaciones, en el diverso protocolo de su lectura.
Pero esa exploración temporal es también una textualidad compleja. Cada
libro proyecta una estrategia narrativa propia, que no se puede repetir
en otro relato, y que se consuma como la forma misma de la fabulación.
Podemos, por lo mismo, proponer la hipótesis de que estas obras se
cumplen como una de las instancias paradigmáticas del cambio literario.
Por ello, la innovación las distingue. Innovar implica renovar,
recomenzar, reformular. Por eso, su primera obra maestra, Aura (1962)
es una novela breve gótica que ocurre en el futuro; su obra más señera,
La muerte de Artemio Cruz (insólitamente del mismo año), es una novela
crítica y política que distribuye en cada persona narrativa (tú, yo, él)
un tiempo complementario, que es espacio de asedio, acción y memoria;
su obra mayor, Terra Nostra (1975), es una monumental construcción
mitopoética, que suma los tiempos y los funde; y Cristóbal Nonato
(1987), su novela más libérrima, hace del Apocalipsis una refundación
humorística.
Teóricamente, las poéticas del cambio se dan frente a
y en contra de las poéticas de la normatividad, esto es, de los códigos
y cánones que configuran, por un lado, el horizonte de la repetición
como sistema de referencias letradas; y, por otro, la matriz discursiva,
el archivo de modos del discurso, que definen un estilo, una
productividad, una modulación generica. La repetición es necesariamente
estructurante, porque corresponde a las normas, los rituales y
protocolos de la continuidad. Mientras que el archivo discursivo
corresponde a las formas de habla, a la dicción de un estilo, y es
modélico. Por eso, luego de haberse privilegiado la noción de cambio y
desautomatización bajo la influencia de las vanguardias y de los
formalistas rusos, se pasó a favorecer las nociones estructurales que
privilegiaron los levantamientos cartográficos del enunciado y el
significante. Y, más recientemente, a la luz de los cambios suscitados
por la crítica de los modos de producción tecnológica, y gracias a los
nuevos movimientos sociales y políticos, que cuestionan el programa de
la modernidad, se han privilegiado las articulaciones socio-culturales.
Las opciones son hoy menos polares, más inclusivas, y también más
independientes de aparatos que totalizan la lectura. De varios de esos
modos asumidos por el proceso crítico de leer se ha beneficiado la obra
de Fuentes en su contexto internacional. Y es así que ha sido leída como
parte del realismo mágico, como adelantada del relato postmoderno, como
iniciadora de la nueva novela histórica... El propio Fuentes ha puesto
en práctica una rearticulación de orillas remotas y contrarias, en ese
tratado de sumas hispanoamericanas que es El espejo enterrado (1992),
uno de los adelantos de la perspectiva crítica transatlántica.
Por
lo mismo, la idea de que las vanguardias habían terminado, y que
vivíamos el fin de la experimentación (una idea favorecida por el
escepticismo conservador y el pragmatismo del término medio liberal) ha
sido contestada por las reapropiaciones formales del posmodernismo;
especialmente por Jean-François Lyotard cuando afirma que “en las
diversas invitaciones a suspender la experimentación artística, hay un
mismo llamado al orden, al deseo de unidad, de identidad, de seguridad, o
de popularidad... para esos escritores nada es más urgente que liquidar
la herencia de las vanguardias”. Ese patrimonio de la novela
contemporánea, consagrado por la obra de Carlos Fuentes, es hoy nuestra
instrumentación narrativa, tan fresca como ayer, capaz de nutrir de
vigor el proyecto de una nueva novela, ese permanente mito del presente
en que esta obra nos ha educado a leer más de lo que leemos.
Si la
obra de Fuentes es un paradigma del cambio no es porque siga el
dictamen modernista de la búsqueda de la originalidad a ultranza, sino
porque sus formulaciones exploran las aperturas del texto y amplían las
funciones representacionales. Es revelador el hecho de que sus novelas
más innovadoras son aquellas que trabajan sobre espacios
socio-históricos más codificados; como si la fractura de la sintaxis
narrativa, de las atribuciones del lenguaje mismo, fuera el instrumento
más seguro para desbasar y cuestionar lo que pasa por lo real; por ello,
esas novelas no son gratuitamente experimentales sino aplicadamente
exploratorias. Es el caso de La región más transparente (1958), que
socava una sociedad convencional que reproduce el fracaso; de La muerte
de Artemio Cruz , cuya fragmentación y diversificación busca subvertir
el edificio del poder corrupto, las articulaciones de la política y la
economía en el monopolio del estado; y de Cristóbal Nonato , que imagina
un fin del mundo mexicano donde las formas del poder autoritario son
puestas en entredicho por la libertad jocosa del lenguaje permutante.
Esto no quiere decir que la innovación sea instrumental, sino que
contradice la saturación de los lenguajes, la usurpación de los
sentidos. Tiene, así, implicancia política, y fuerza emancipatoria. Se
puede adelantar la conclusión de que estas novelas son poderosos
aparatos contra la Retórica: descubren tras las representaciones su
carácter construido, los lugares que sostienen a los discursos, el
interés y la banalidad de los poderes en control, y también la fuerza de
revelación y contradicción que hay en la búsqueda de una verdad no por
improbable menos urgida de hacerse lugar en los discursos.
Pero,
aun si acontece fuera del orbe social, la innovación en sí misma posee
la fuerza impugnadora del deseo. ¿Cómo se podría haber escrito Aura al
mismo tiempo que La muerte de Artemio Cruz sino fuese porque ambas
responden con el deseo a la tiranía de la muerte? En una carta a
Fuentes, Cortázar se mostró sorprendido por la coincidencia de ambas
novelas en el mismo año, pues las encontró, como son, demasidado
distintas, y prefirió el carácter fantástico de la primera. Pero son
también íntimamente próximas, como si se hubiesen puesto de acuerdo para
asaltar los límites, en un caso, de la subjetividad del amor más allá
de la muerte; y en el otro, de la representación del poder desde su
disolución. Cambiar, así, es desear; es proyectar en el espacio del
deseo la estrategia de una celebración reafirmativa a través del
simulacro, el espectáculo y el diálogo, para recuperar con el puro flujo
del arte la mutualidad de la cultura, sus magias imparciales y alegrías
filiales. Le debemos, a él y a su obra, esa lección de integridad
creativa; su fidelidad a la promesa, tan nuestra, de cambiar este mundo a
partir de la próxima lectura.
Julio Ortega es ensayista y
escritor peruano, profesor de estudios hispanoamericanos en la
Universidad de Brown (Estados Unidos).
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