"Esa mujer apenas tenía actividad cerebral, ¡era una ameba! Y su caso llegó al Congreso de Estados Unidos. Es muy típico de los americanos ir en favor de la más mínima forma de vida que exista"
Lionel Shriver, en Barcelona. foto: Antonio Moreno. fuente:elmundo.es |
Lionel Shriver nació en algún lugar de Carolina del Norte, en el seno
de una familia conservadora que la obligaba a ir a misa todos los
domingos. Cuenta la escritora que cuando tuvo 12 años decidió que no
volvería a ir misa. Pero su padre siguió llevándola. Aunque para meterla
en el coche tuviera que cogerla de los pelos. "Literalmente", dice. Así
que Lionel iba a misa pero se negaba a cantar los himnos.
"Soy alérgica a todo tipo de catecismos, y en mi familia había muchos",
sentencia. Ahora, la autora conocida por la historia de la que partió
la película 'Tenemos que hablar de Kevin' acaba de publicar 'Todo esto para qué' (Anagrama), la historia de cómo un norteamericano medio que sueña con retirarse a vivir a un país lejano (y barato) lo pierde todo cuando su mujer enferma y se ve obligado a pagar facturas millonarias.
"El sistema sanitario estadounidense me exaspera", dice la escritora,
que vive en Londres desde hace 20 años. "Si tuviera una enfermedad
terminal querría poder decir 'no' a todo eso. Poder decir no a arruinar a
mi familia por intentar alargar un poco una vida que ya no es mi vida",
añade. Lionel no cree que "todas las formas de vida sean sagradas".
Tampoco, la deTerry Schiavoo, cuyo caso discuten los personajes de 'Todo esto, para qué'.
"Esa mujer apenas tenía actividad cerebral, ¡era una ameba! Y su caso
llegó al Congreso de Estados Unidos. Es muy típico de los americanos ir
en favor de la más mínima forma de vida que exista",
sentencia. Shep Knacker, el verdadero protagonista de la historia, el
héroe de 'Todo esto para qué', es un tipo hecho a sí mismo (todos los
personajes de Shriver lo son) que no fue a la universidad pero montó una
empresa de lampistería que muy pronto se convirtió en una súper
empresa. Una empresa que Shep vendió hace ocho años por un millón de
dólares a uno de sus empleados, creyendo que por fin había llegado el momento de
marcharse a ese paraíso del Tercer Mundo con el que lleva soñando desde
que a los 16 años visitó Kenia y descubrió que la gente era mucho más
feliz allí, con muchas menos cosas. Pero su mujer ha estado posponiendo
la mudanza hasta el momento en el que arranca el libro. Decidido a irse,
Shep compra los billetes y la misma noche en que le dice a su mujer que
piensa marcharse con o sin ella, ella le cuenta que acaba de descubrir
que tiene cáncer. Empiezan los gastos. Con su acostumbrada fiereza narrativa,
Shriver detalla cifras (los 40.000 euros de una única sesión de
quimioterapia) y maneras de actuar de las aseguradoras, y confiesa que
ella misma, como Shep, viajó a Kenia con 16 años y descubrió que otro
mundo era posible, un mundo en el que la gente sonreía sin pensar en lo
que tenía o dejaba de tener. "Por televisión sólo vemos imágenes de
gente muriéndose de hambre, pero cuando estás allí, descubres que son
más felices que nosotros, viviendo sólo la vida, sin pensar en lo que
pasará mañana, disfrutando el momento", cuenta. Volviendo al tema de la
enfermedad, "sé que es un libro incómodo porque nadie quiere oír hablar
del cáncer, pero estamos conviviendo con él, y la ficción sirve para
eso, para hablar de todo aquello que queremos evitar, de una manera
diferente".
Su la novela no se centra únicamente en el tema del cáncer (una
extraña variante que tiene como origen la exposición de la protagonista,
Glynis, la mujer de Shep, al amianto, el material aislante con el que
se trabajaba en los 70 y que luego se prohibió por cancerígeno), sino en
el tema de la enfermedad y en lo que cuesta estar vivo. "Quería ampliar el círculo a todos los tipos de enfermedades.
Flicka representa a aquellos que ya nacen enfermos y que no saben lo
que es estar sanos y lo que eso significa para su familia, a nivel de
gastos; Jackson representa a la clase de catástrofe médica que nos
buscamos nosotros mismos, es decir, estando sanos, queremos perfeccionar
alguna parte de nuestro cuerpo y un error convierte el sueño en una
pesadilla; y el padre de Shep, la vejez asociada a una época en la que
los hijos tienen que pagar por cada día que vive de más su padre",
explica. "Los americanos creen que la vida puede comprarse. Creen que si
siguen pagando se van a salvar. Seguro. Están convencidos de que pueden
comprarle su propia vida a la muerte. Pero las cosas no son así", dice
la escritora, que cree que el Gobierno funciona "como una gran empresa
que sólo busca enriquecerse más y más, enriquecerse hasta el infinito y
enriquecer con ello a sus amigos contratistas". Alérgica a los subsidios
que mantienen "hasta a cuatro generaciones de una misma familia" sin
trabajar en el Reino Unido ("aquí, el 25% de la clase trabajadora vive de subsidios,
en muchos casos, heredados", dice, indignada), la escritora es
partidaria de un Estado que controle el mínimo posible el dinero. Un
Estado más pequeño. "Cuando les dejas entrar, lo único que hacen es robar. Si dejas que controlen parte de tu dinero, dejas de ser libre", concluye.
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