9.5.12

Escribir poesía en Afganistán es arriesgarse a morir

 Hay cientos de casos de violencia contra mujeres que la escriben
foto: / Flickr: Internews Network.fuente:elespectador.com
Dicen que al no poder casarse con el hombre que amaba se prendió fuego y una semana después de arder con el brío de una pasión frustrada murió en un hospital de Kandahar, Afganistán. También cuentan que la desgracia le cayó encima cuando sus hermanos la sorprendieron leyendo poesía que ella misma había escrito, versos que hablaban de amor y que concebía en secreto, lejos de un mundo dominado por los hombres, la guerra y el opio.
Su nombre era Zarmina y era parte del ala secreta de una sociedad literaria que se reúne para hablar de poesía. Al no vivir en Kabul, la capital, ella tenía que enviar sus poemas a través de un celular que usaba escondida, en voz baja, como si transmitiera coordenadas para ubicar al enemigo. Sus hermanos la sorprendieron mientras transmitía su literatura y la golpearon. Una semana después se inmoló.
Como ella hay cientos de casos, se lee en un reporte del diario The New York Times: mujeres que son golpeadas, incluso asesinadas, por escribir poesía. En la mayoría de las ocasiones, los agresores son los maridos de las poetas, en otras, sus hermanos, en unas tantos más son las suegras y las cuñadas. El odio a la poesía es no tanto el odio al arte, si no más el temor a las ideas, el poder de un par de palabras para invocar un cataclismo en una sociedad que ha conservado su esquema jerárquico a través de los años, las invasiones y los muertos.
Se sabe, por ejemplo, que en 2005 una joven de 25 años murió a manos de su marido por escribir y transmitir los versos que escribía en secreto. Y es que, a pesar de la democracia que llevan los marines de Estados Unidos a punta de fusil y granadas, en Afganistán apenas cinco de cada 100 mujeres alcanzó a pasar por el bachillerato y tres de cada cuatro son obligadas a casarse, en promedio, a los 16 años.
Mirman Baheer es el nombre de un grupo literario que bajo el amparo de la relativa libertad que ofrece Kabul reúne a cuentistas, novelistas y poetas en torno a la palabra en reuniones que se diluyen entre la recitación y la crítica colectiva. Eso para quienes viven en la capital. Para quienes no, la cosa es harto distinta, pues la poesía y la recitación llegan a través del frágil hilo de una línea celular que ata la creadora a su audiencia, que ignora las condiciones o los riesgos que entraña para la poeta darle forma al arte.
La palabra proporciona los medios para el disenso y, lejos del discurso político o el panfleto repartido en un sudoroso mitin clandestino, llega al fondo de las cuestiones mediante la representación: la revolución a través de la belleza, podría ser la consigna.
No resulta coincidencia que cada vez que un tirano se instala en el trono incierto del poder algunos de los primeros exiliados son los escritores, los poetas, los pintores y, en general, todos aquellos que conjuran una nueva visión del mundo a través de un oficio.
Ejercer el poder es un trabajo que, en su mayoría, requiere de ciegos, de romper todos los espejos que traen de vuelta una imagen que no concuerda con el discurso dominante. Dominar y legislar son labores que se ejercen desde la soledad porque la compañía suele ser adulación o traición en ciernes.
Al final del camino, con los cuerpos aún en la morgue, las familias de las mujeres sacrificadas por la poesía niegan que sus muertes tengan algo que ver con los versos: todo fue un accidente, dicen los padres, todo fue justificado, dicen los agresores.
¿Por qué arriesgar la vida para escribir poesía? Por desespero, por resignación, por convicción, tal vez. Estos versos, de Álvaro Mutis, pueden señalar hacia una respuesta más verídica: “Cada poema invadiendo y desgarrando / la amarga telaraña del hastío. / Cada poema nace de un ciego centinela / que grita al hondo hueco de la noche / el santo y seña de su desventura”.

No hay comentarios: