Hay cientos de casos de violencia contra mujeres que la escriben
foto: / Flickr: Internews Network.fuente:elespectador.com |
Dicen que al no poder casarse con el hombre que amaba se prendió
fuego y una semana después de arder con el brío de una pasión frustrada
murió en un hospital de Kandahar, Afganistán. También cuentan que la
desgracia le cayó encima cuando sus hermanos la sorprendieron leyendo
poesía que ella misma había escrito, versos que hablaban de amor y que
concebía en secreto, lejos de un mundo dominado por los hombres, la
guerra y el opio.
Su nombre era Zarmina y era parte del ala
secreta de una sociedad literaria que se reúne para hablar de poesía. Al
no vivir en Kabul, la capital, ella tenía que enviar sus poemas a
través de un celular que usaba escondida, en voz baja, como si
transmitiera coordenadas para ubicar al enemigo. Sus hermanos la
sorprendieron mientras transmitía su literatura y la golpearon. Una
semana después se inmoló.
Como ella hay cientos de casos, se lee
en un reporte del diario The New York Times: mujeres que son golpeadas,
incluso asesinadas, por escribir poesía. En la mayoría de las ocasiones,
los agresores son los maridos de las poetas, en otras, sus hermanos, en
unas tantos más son las suegras y las cuñadas. El odio a la poesía es
no tanto el odio al arte, si no más el temor a las ideas, el poder de un
par de palabras para invocar un cataclismo en una sociedad que ha
conservado su esquema jerárquico a través de los años, las invasiones y
los muertos.
Se sabe, por ejemplo, que en 2005 una joven de 25
años murió a manos de su marido por escribir y transmitir los versos que
escribía en secreto. Y es que, a pesar de la democracia que llevan los
marines de Estados Unidos a punta de fusil y granadas, en Afganistán
apenas cinco de cada 100 mujeres alcanzó a pasar por el bachillerato y
tres de cada cuatro son obligadas a casarse, en promedio, a los 16 años.
Mirman
Baheer es el nombre de un grupo literario que bajo el amparo de la
relativa libertad que ofrece Kabul reúne a cuentistas, novelistas y
poetas en torno a la palabra en reuniones que se diluyen entre la
recitación y la crítica colectiva. Eso para quienes viven en la capital.
Para quienes no, la cosa es harto distinta, pues la poesía y la
recitación llegan a través del frágil hilo de una línea celular que ata
la creadora a su audiencia, que ignora las condiciones o los riesgos que
entraña para la poeta darle forma al arte.
La palabra proporciona
los medios para el disenso y, lejos del discurso político o el panfleto
repartido en un sudoroso mitin clandestino, llega al fondo de las
cuestiones mediante la representación: la revolución a través de la
belleza, podría ser la consigna.
No resulta coincidencia que cada
vez que un tirano se instala en el trono incierto del poder algunos de
los primeros exiliados son los escritores, los poetas, los pintores y,
en general, todos aquellos que conjuran una nueva visión del mundo a
través de un oficio.
Ejercer el poder es un trabajo que, en su
mayoría, requiere de ciegos, de romper todos los espejos que traen de
vuelta una imagen que no concuerda con el discurso dominante. Dominar y
legislar son labores que se ejercen desde la soledad porque la compañía
suele ser adulación o traición en ciernes.
Al final del camino,
con los cuerpos aún en la morgue, las familias de las mujeres
sacrificadas por la poesía niegan que sus muertes tengan algo que ver
con los versos: todo fue un accidente, dicen los padres, todo fue
justificado, dicen los agresores.
¿Por qué arriesgar la vida para
escribir poesía? Por desespero, por resignación, por convicción, tal
vez. Estos versos, de Álvaro Mutis, pueden señalar hacia una respuesta
más verídica: “Cada poema invadiendo y desgarrando / la amarga telaraña
del hastío. / Cada poema nace de un ciego centinela / que grita al hondo
hueco de la noche / el santo y seña de su desventura”.
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