5.5.12

Encontrar la suerte en los libros

Hablando con Conrado Zuluaga el martes pasado, en los estertores de la Feria del Libro, Juan Esteban Constaín mencionó la antigua práctica de las sortes virgilianae, esa forma de bibliomancia que consiste en abrir al azar la Eneida de Virgilio y quedar convencido de que los versos que uno se encuentre determinarán su futuro

Juan Gabriel Vásquez es autor de la celebrada novela El ruido de las cosas al caer, Premio Alfaguara 2011. foto:archivo.fuente:elespectador.com

Muchos libros se han usado de formas parecidas: no tengo que decir que la Biblia es uno de ellos, y quizás también lo sea el Corán para los musulmanes. Sabemos que los griegos hacían lo mismo con los poemas homéricos: agarrar la Odisea, digamos, abrirla al azar y morirse del susto o de la dicha o tomar decisiones importantes dependiendo de lo que le esté pasando al pobre Ulises. Y yo he conocido a adultos más o menos sensatos —a pesar de ser escritores— que en momentos de duda o de incertidumbre echan mano de En busca del tiempo perdido, cuyos talentos proféticos, al parecer, no tienen nada que envidiar a los del viejo Virgilio. Una vez le pregunté a uno de ellos si en verdad la novela de Proust le daba respuestas. “En siete tomos de 300 páginas”, me dijo aquel supersticioso tan racional, “es muy difícil no cubrirlo todo”.

Las profecías ya no son lo que eran antes: la belleza de las suertes virgilianas poco tiene que ver con el “Voy a tener suerte” de Google; lo que antes se buscaba en la Eneida, hoy se busca en las páginas de la autoayuda barata, de Chopra a Coelho. Pero eso no quiere decir que hayamos renunciado, los que vivimos con libros, a otras formas de superstición, más irónicas y lúdicas y (tal vez) menos crédulas. Todo escritor de ficciones conoce esos momentos: uno se pasea sin rumbo por la casa o camina en círculos por el cuarto de hotel preguntándose qué dice la próxima línea de su relato, y más de una vez acaba resolviendo el problema abriendo al azar un libro ajeno. Crimen y castigo y Ana Karenina me han servido más de una vez, y también una antología de poesía irlandesa que hizo Seamus Heaney, y también las novelas de Philip Roth. Pero el que no falla nunca es un tomazo de cuatro kilos de peso que siempre tengo al alcance de la mano: las Obras completas de Shakespeare. Me ha bastado siempre abrirlo en cualquier parte para que la historia más bloqueada se desbloquee de inmediato.
Mi amigo Hisham Matar, el escritor libio, ha desarrollado un método infalible para encontrar la personalidad —o al menos la personalidad literaria— de un libro cualquiera: la línea 11 de la página 99. Lo que allí esté escrito es como el alma de esa obra en particular, dice Matar, y a veces es incluso un comentario sobre el autor. Sólo para ponerlo a prueba echo mano de los libros que tengo ahora conmigo. En Disgrace, de J.M. Coetzee, leo: “Él no entiende”. En Pútrida patria, de W.G. Sebald, la línea 11 está en blanco entre dos párrafos, lo cual me ha parecido elocuente. Y en Una semana de quince años, el libro de Vladdo sobre la revista Semana, me encuentro con un grupo de gente que juega Tetris: ¿será el periodismo el arte de hacer que las piezas encajen? No lo sé, pero ahora decido mezclar los dos métodos, el de Virgilio y el de Matar, y encuentro, en la línea 11 de la página 99 de mi Eneida, estas palabras: “¿Adónde vamos con tan gran disputa? ¿Por qué no acordar, mejor, eterna tregua?”.
Quién sabe qué me querrán decir.

 

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