Cristina Peri Rossi
El prócer
Era un enorme caballo con un héroe encima. Los visitantes
y los numerosos turistas solían detenerse a contemplarlos. La
majestuosidad del caballo, su tamaño descomunal, la perfección de sus
músculos, el gesto, la cerviz, todo era motivo de admiración en aquella
bestia magnífica. Había sido construido por un escultor profesional
subvencionado varias veces por el gobierno y que se había especializado
en efemérides. El caballo era enorme y casi parecía respirar. Sus
magníficas ancas suscitaban siempre el elogio. Los guías hacía reparar
al público en la tensión de sus músculos, sus corvas, el cuello, las
mandíbulas formidables. El héroe, entre tanto, empequeñecía.
-Estoy
harto de estar aquí -le gritó por fin, una mañana. Miró hacia abajo,
hacia el lomo del caballo que lo sostenía y se dio cuenta cuán mínimo,
diminuto, insignificante había quedado él. Sobre el magnifico animal
verde, él parecía una uva. El caballo no dio señales de oírlo: continuó
en su gesto aparatoso, avanzando el codo y el remo, en posición de
marcha. El escultor lo había tomado de un libro ilustrado que relataba
las hazañas de Julio César; y desde que el caballo se enteró de cuál
había sido su modelo trataba de estar en posición de marca el mayor
tiempo posible.
-Schtttttttttt -llamó el prócer.
El
caballo miró hacia arriba. Arqueó las cejas y elevó los ojos, un
puntito negro, muy alto, muy por encima de él parecía moverse. Se lo
podía sacudir de encima a penas con uno de esos estremecimientos de piel
con los cuales suelen espantarse las moscas y los demás insectos.
Estaba ocupado en mantener el remo hacia delante, sin embargo, porque a
las nueve de la mañana vendría una delegación nipona a depositar una
ofrenda floral y tomar fotografías. Esto lo enorgullecía mucho. Ya había
visto varias ampliaciones, con él en primer plano, ancho, hermoso, la
plataforma del monumento sobre el césped muy verde, la base rodeada de
flores, flores naturales y flores artificiales regaladas por los
oficiales, los marineros, los ministros, las actrices francesas, los
boxeadores norteamericanos, los bailarines checoslovacos, el embajador
pakistano, los pianistas rusos, la misión Por La Paz y La Amistad de los
Pueblos, la Cruz Roja, Las Juventudes Neofascistas, el Mariscal del
Aire y del Mar y el Núcleo de los Pieles Rojas Sobrevivientes.
Esta interrupción en el momento justo de adelantar el remo le cayó muy mal.
-Schtttt -insistió el héroe.
El caballo al fin se dio por aludido.
-¿Qué desea usted? -interrogó al caudillo con tono imperioso y algo insolente.
-Me gustaría bajar un rato y pasearme por ahí, si fuera posible -contestó con humildad el prócer.
-Haga lo que quiera. Pero le advierto -le reconvino el caballo- que a las nueve de la mañana vendrá la delegación nipona.
-Ya lo sé. Lo he visto en los diarios -dijo el caudillo-. Pero tantas ceremonias me tienen un poco harto.
El caballo se negó a considerar una respuesta tan poco protocolar.
-Es por los huesos, ¿sabe? -se excusó el héroe-. Me siento un poco duro. Y las fotografías, ya no sé qué gesto poner -continuó.
-La
gloria es la gloria -filosofó baratamente el caballo. Estas frases tan
sabias las había aprendido de los discursos oficiales. Año a años los
diferentes gobernantes, presidentes, ministros, secretarios, se
colocaban delante del monumento y pronunciaban sus discursos. Con el
tiempo, el caballo se los aprendió de memoria, y además, casi todos eran
iguales, de manera que eran fáciles de aprender hasta para un caballo.
-¿Cree que si me bajo un rato se notará? -preguntó el héroe.
La pregunta satisfacía la vanidad del caballo.
-De
ninguna manera. Yo puedo ocupar el lugar de los dos. Además, en este
país, nadie mira hacia arriba. Todo el mundo anda cabizbajo. Nadie
notará la ausencia de un prócer; en todo caso, debe estar lleno de
aspirantes a subirse en su lugar.Alentado, el héroe descendió con
disimulo y dejó al caballo solo. Ya en el suelo, lo primero que hizo fue
mirar hacia arriba -cosa que nadie hacia en el país-, y observar el
lugar al que durante tantos años lo habían relegado. Vio que el caballo
era enorme, como el de Troya, pero no estaba seguro si tenía guerreros
adentro o no. En todo caso, de una cosa estaba seguro: el caballo estaba
rodeado de soldados. Estos, armados hasta los dientes, formaban dos o
tres hileras alrededor del monumento, y él se preguntó qué cosa
protegían. ¿Los pobres? ¿El derecho? ¿La sabiduría? Tantos años en el
aire lo tenían un poco mareado: hasta llegó a pensar que lo habían
colocado tan lejos del suelo para que no se diera cuenta de nada de lo
que sucedía allí abajo. Quiso acercarse para interrogar a uno de los
soldados (¿Cuál es su función? ¿A quién sirve? -le preguntaría) pero no
bien avanzó unos metros en esa dirección, los hombres de la primera fila
apuntaron todos hacia él y comprendió que lo acribillarían si daba un
paso más. Desistió de su idea. Seguramente, con el tiempo, y antes de la
noche, averiguaría por qué estaban allí los soldados, en la plaza
pública, qué intereses defendían, al servicio de quién estaban. Por un
instante tuvo nostalgia de su regimientos, integrado voluntariamente por
civiles que se plegaron a su ideas y avanzaban con él, peleando hasta
con las uñas. En una esquina compró un diario pero su lectura le dio
asco. El pensaba que la policía estaba para ayudar a cruzar la calle a
los ancianos, pero bien se veía en la foto que traía el diario a un
policía apaleando a un estudiante. El estudiante esgrimía un cartel con
una de las frases que él había pronunciado una vez, pero algo había
pasado con su frase, que ahora no gustaba: durante años la había oído
repetir como un sonsonete en todas las ceremonias oficiales que tenían
lugar frente a su monumento, pero ahora ser veía que había caído en
desuso, en sospecha o algo así. A lo mejor era que pensaban que en
realidad él no la había pronunciado, que era falsa, que la había
inventado otro y no él. "Fui yo, fui yo, la dije, la repito" tuvo ganas
de gritar, pero quién lo iba a oír, mejor no la decía, era seguro que si
se ponía a gritar eso en medio de la calle terminaba en la cárcel, como
el pobre muchacho de la fotografía. ¿Y qué hacía su retrato, su propio
retrato estampado en la puerta de ese ministerio? Eso no estaba
dispuesto a permitirlo. Un ministerio acusado de tantas cosas y su
retrato, el único legítimo, el único que le hacía justicia colocado en
la puerta... Esta vez los políticos habían colmado la medida. Estaba
dispuesto a que su retrato encabezara las hojas de cuaderno, las tapas
de los libros, mejor aún le parecía que apareciera en las casas de los
pobres, de los humildes, pero en ese ministerio, no. ¿Ante quién podrían
protestar? Ahí estaba la dificultad. Era seguro que tendría que
presentar la reclamación en papel sellado, con timbres de biblioteca en
una de esas enormes y atiborradas oficinas. Luego de algunos años es
posible que algún jerarca se ocupara del caso, si él le prometía algún
ascenso, pero bien se sabía que él no estaba en condiciones de ofrecer
nada a nadie, ni nunca lo había estado en su vida. Dio unos pasos por la
calle y se sentó en el cordón de la vereda, desconsolado. Desde arriba,
nunca había vista la cantidad de pobres y mendigos que ahora podía
encontrar en la calle. ¿Qué había sucedido en todos estos años? ¿Cómo se
había llegado a esto? Algo andaba muy mal, pero desde arriba no se veía
bien. Por eso es que lo habían subido allí. Para que no se diera cuenta
de nada, ni se enterara de cómo eran las cosas, y pudieran seguir
pronunciando su nombre en los discursos en vano, ante la complacencia
versallesca de los hipócritas extranjeros en turno.
Caminó
unas cuantas cuadras y a lo largo de todas ellas se encontró con varios
tanques y vehículos del ejército que patrullaban la ciudad. Esto lo
alarmó muchísimo. ¿Es que estaría su país -su propio país, el que había
contribuido a forjar- a punto de ser invadido? La idea lo excitó. Sin
embargo, se dio cuenta de su error: había leído prolijamente el diario
de la mañana y no se hablaba de eso en ninguna parte. Todos los países
-por lo menos aquellos de los que se sabía algo- mantenían buenas
relaciones con el suyo, claro que uno explotaba a casi todos los demás,
pero esto parecía ser natural y aceptado sin inconvenientes por los
otros gobiernos, los gobiernos de los países explotados.
Desconcertado,
se sentó en un banco de otra plaza. No le gustaban los tanques, no le
gustaba pasearse por la ciudad -una vez que se había animado a descender
del monumento- y hallarla así, contantemente vigilada, maniatada,
oprimida. ¿Dónde estaba la gente, su gente? ¿Es que no habría tenido
descendientes?
Al poco tiempo, un muchacho se
sentó a su lado. Decidió interrogarlo, le gustaba la gente joven, estaba
seguro que ellos sí podrían responder todas esas preguntas que quería
hacer desde que había dejado, descendido de aquel monstruoso caballo.
-¿Para qué están todos esos tanques entre nosotros, joven? -le preguntó al muchacho.
El joven era amable y se veía que había sido recientemente rapado.
-Vigilan el orden -contestó el muchacho.
-¿Qué orden? -interrogó el prócer.
-El orden oficial -contestó rápidamente el otro.
-No
entiendo bien, discúlpame -el caudillo se sentía un poco avergonzado de
su ignorancia- ¿por qué hay que mantener ese orden con los tanques?
-De lo contrario, señor, sería difícilmente aceptado -respondió el muchacho con suma amabilidad.
-¿Y
por qué no sería aceptado? -el héroe se sintió protagonista de una
pieza absurda de Ionesco. En las vacaciones había tenido tiempo de leer a
ese autor. Fue en el verano, cuando el gobierno trasladaba sus oficinas
y sus ministros hacia el este, y por suerte, a nadie se le ocurría
venir a decir discursos delante del monumento. El había aprovechado el
tiempo para leer un poco. Los libros que todavía no habían sido
decomisados, que eran muy pocos. La mayoría ya habían sido o estaban a
punto de ser censurados.
-Porque es un orden injusto -respondió el joven.
El héroe se sintió confundido.
-Y si es injusto, ¿no sería mejor cambiarlo? Digo, revisarlo un poco, para que dejara de serlo.
-Ja -el joven se había burlado por primera vez-. Usted debe estar loco o vivir en alguna isla feliz.
-Hace un tiempo me fui de la patria y recién he regresado, discúlpeme -se turbó el héroe.
-La injusticia siempre favorece a algunos, eso es -explicó el joven.
El prócer había comprendido para qué estaban los tanques. Decidió cambiar de tema.
-¿A qué se dedica usted? -le preguntó al muchacho.
-A nada -fue la respuesta tajante del joven.
-¿Cómo a nada? -el héroe volvió a sorprenderse.
-Antes
estudiaba -accedió a explicarle-, pero ahora el gobierno ha decidido
clausurar indefinidamente los cursos en los colegios, los liceos y las
universidades. Sospecha que la educación se opone al orden, por lo cual,
nos ha eximido de ella. Por otra parte, para ingresar a la
administración sólo será necesario aprobar examen de integración al
régimen. Así se proveerán los puestos públicos; en cuanto a los
privados, no hay problemas: jamás emplearán a nadie que no sea de
comprobada solidaridad al sistema.
-¿Qué harán los otros? -preguntó alarmado el héroe.
-Huirán
del país o serán reducidos por el hambre. Hasta ahora este último
recurso ha sido de gran utilidad, tan fuerte, quizás, y tan poderoso,
como los verdaderos tanques.
El caudillo deseó ayudar al
joven; pensó en escribir una recomendación para él, a los efectos de
obtenerle algún empleo, pero no lo hizo porque, a esa altura, no estaba
muy seguro de que una tarjeta con su nombre no enviara directamente al
joven a la cárcel.
-Ya he estado allí -le dijo el joven,
que leyó la palabra cárcel en el pensamiento de ese hombre maduro
envuelto en su patria-. Por eso me han cortado el pelo -añadió.
-No le entiendo bien. ¿Qué tiene que ver el pelo con la cárcel?
-El cabello largo se opone al régimen, por lo menos eso es lo que piensa el gobierno.
-Toda mi vida usé el cabello largo -protestó el héroe.
-Serían otras épocas -concluyó seriamente el joven.
Hubo un largo silencio.
-¿Y hora qué hará? -interrogó tristemente el viejo.
-Eso no se lo puedo decir a nadie -contestó el joven; se puso de pie, lo saludó con la mano y cruzó la plaza.
Aunque
el diálogo lo había llenado de tristeza, la última frase del joven lo
animó bastante. Ahora estaba seguro de que había dejado descendientes.
Cristina Peri Rossi (Montevideo, 12 de noviembre de 1941) poeta, narradora, traductora y ensayista uruguaya. Hija de inmigrantes italianos. Estudió literatura comparada. Exiliada en España, donde reside desde 1972. Ha sido articulista y colaboradora de publicaciones españolas (El País, Diario 16, La Vanguardia, El Periódico de Barcelona y El Mundo). Nacionalizada española en 1975, mantiene la nacionalidad uruguaya. Beca Guggenheim en 1994. Ha efectuado traducciones principalmente de la brasileña Clarice Lispector. Una de sus obras más destacadas es La nave de los locos (1984), donde combina una técnica surrealista con referencias a las dictaduras militares de los años 70.
Tertuliana fija del programa de radio Una nit a la Terra, de Catalunya Ràdio, fue despedida en septiembre de 2007, en el momento en que éste pasó de franja horaria de baja audiencia a una hora de mucha audiencia, por no hablar catalán
en dicho programa, en aplicación de la Carta de Principios de la
Corporación Catalana de Radio y Televisión, lo que ella ha calificado de
"persecución lingüística". A pesar de residir en Barcelona durante más
de 30 años y gozar de un elevado nivel cultural, Peri Rossi nunca ha
hablado en catalán. Algunas personalidades del mundo de la cultura (Mario Benedetti, José Manuel Caballero Bonald, Fernando Savater, Félix de Azúa, Arcadi Espada, Javier Nart, Mario Muchnik...)
y otros ciudadanos la apoyan en su blog. Otros ciudadanos, en cambio,
le critican su posicionamiento para ocupar uno de los ya reducidos
espacios que le quedan a la lengua catalana con el castellano, que es el preponderante en las comunicaciones de masas en Cataluña.
También se dan críticas al hecho de que se pase por alto muy a menudo
la regulación a la que están sometidos los profesionales de la
Corporació Catalana de Radio i Televisió, en materia lingüística y en
otras materias que especifica su Carta de Principios.
En 2008 ganó el Premio Loewe con su poemario Play Station. Obra. Viviendo (1963), colección de relatos. Los museos abandonados (1968), colección de relatos, Premio de relatos Arca. El libro de mis primos (1969), novela, Premio Marcha. Indicios pánicos (1970), colección de relatos. Evohé (1971), poesía. Descripción de un naufragio (1974), poesía. Diáspora (1976), poesía, Premio de ciudad de Palma La tarde del dinosaurio (1976), colección de relatos. Lingüística general (1979), poesía. La rebelión de los niños (1980), colección de relatos. El museo de los esfuerzos inútiles (1983), colección de relatos. La nave de los locos (1984), novela. Una pasión prohibida (1986), colección de relatos. Seix Barral. Europa después de la lluvia (1987), poesía. Solitario de amor (1988), novela. Cosmoagonías (1988), colección de relatos. Fantasías eróticas (1990), ensayo. Acerca de la escritura (1991), ensayo. Babel bárbara (1991), poesía, Premio Ciudad de Barcelona. La última noche de Dostoievski (1992), Espejo de Tinta, novela. La ciudad de Luzbel y otros relatos (1992), cuentos. Otra vez Eros (1994), poesía. Aquella noche (1996), poesía. Inmovilidad de los barcos (1997), Bassarai, poesía. Desastres íntimos (1997), colección de relatos. Poemas de amor y desamor (1998) poesía. Las musas inquietantes (1999) poesía. El amor es una droga dura (1999), novela. Te adoro y otros relatos (1999), relatos. Julio Cortázar (2000), ensayo testimonial. Cuando fumar era un placer (2002), Lumen, ensayo. Estado de exilio (2003), Visor poesía. Por fin solos (2004), cuentos y relatos. Poesía reunida (2005) Reúne todos los libros de poemas (excepto Las musas inquietantes). Mi casa es la escritura (2006), poesía. Cuentos reunidos (2007). Habitación de hotel (2007), poesía, Premio Internacional de Poesía Ciudad de Torrevieja
Semblanza biográfica: Wikipedia. Foto:archivo.Texto: El cuento del día.
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