9.10.12

De escritores y sus familias

Para Simone de Beauvoir, la familia era un nido de perversiones; para Hermann Hesse, un defecto del que no nos reponemos fácilmente. ¿Qué tienen de particular sus familias para que muchos escritores tengan esta opinión sobre ellas? 

Portada del ensayo de Colm Tóibín./revistadeletras.net

Para tratar de dar respuesta a esta pregunta, el escritor irlandés Colm Tóibín ha publicado recientemente en Estados Unidos la colección de ensayos New ways to kill your mother: Writers and their families. Este ensayo revela el lento y humillante “asesinato del padre” que W. B. Yeats perpetró al criticar sin la menor compasión la obra de teatro escrita por su progenitor, o que Jorge Luis Borges y V. S. Naipaul tuvieron que cargar toda su vida con el peso muerto del corpus literario de sus padres. Al parecer, cuando estaba muy enfermo, el padre de Borges le pidió que reescribiera su novela inédita. Se cree que su relato El congreso podría ser la transformación de dicha novela. Naipaul, por su parte, noveló la vida de su padre en Una casa para el señor Biswas.

 De izquierda a derecha, Thomas    Mann, Erika, Katia y Klaus, en 1931  (foto: Everett Collection-fineartamerica.com)
Además de escudriñar las relaciones entre los escritores y sus familias de origen, Tóibín le da también un repaso a las familias creadas por los propios escritores. Entre ellas destaca la del autor de La montaña mágica. La historia de la familia Mann estuvo marcada por la homosexualidad de algunos de sus miembros (el propio Thomas y tres de sus hijos -Erika, Klaus y Golo-), la propensión al suicidio (dos de las hermanas del escritor y dos de sus hijos -Klaus y Michael- se suicidaron) y la gerontofilia (su hija Elisabeth se casó con un crítico literario que era treinta y seis años mayor que ella). Por si eso resultase poco novelesco, sobre los Mann planeaba también la sombra del incesto, aunque esta vez por parte de su esposa, Katia. La relación de ésta con su hermano dio pie a múltiples rumores, y el propio Mann se encargó de llevarla a la ficción en La sangre de los Walsungs, cuya publicación intentó -en vano- prohibir su suegro. Desde luego, ésta no es la primera vez que la familia Mann es presa de los biógrafos. En 2003, en el libro Bluebeard’s Chamber: Guilt and Confession in Thomas Mann, Michael Maar se adentraba en el cuarto de Barba Azul al que alude el título y sugería que, cuando era joven, Thomas fue partícipe, o al menos testigo, de un terrible suceso de índole sexual en Nápoles. Según Maar, este crimen, real o imaginario, alimentó la fantasía del escritor durante los siguientes sesenta años.

John Cheever (foto: laperiodicarevisiondominical)
Uno de los ensayos más interesantes del libro de Tóibín es el dedicado al armario (de doble fondo) donde John Cheever permaneció hasta el final de sus días. Al parecer, Cheever estaba tan desorientado como los pájaros de la cita de Montaigne: “El matrimonio es como una jaula; uno ve a los pájaros desesperados por entrar, y a los que están dentro igualmente desesperados por salir”. Tal y como se desprende de sus diarios, Cheever siempre se encontró en esa tesitura: por una parte, quería ser un hombre felizmente casado y un buen padre; por otra, sus pensamientos tenían la costumbre de cambiar repentinamente de sentido y tomar rumbo hacia alguien del sexo masculino. Por ejemplo, en una entrada de su diario, empieza diciendo que era en el cuerpo de su esposa donde se quería “derramar” y acaba hablando de un hombre que había visto en una piscina: “Su mirada suave me sigue, se asienta en mí, y tengo un escozor mortal en la entrepierna”. Después haría cargar a su personaje, Neddy Merrill, protagonista del relato El nadador, con dicho escozor. De este modo, Cheever podía seguir viviendo a salvo: “Si siguiera mis instintos sería estrangulado por algún velludo marinero en un urinario público”.
Los diarios de Cheever están repletos de reflexiones sobre sus sentimientos. Así, respecto a su escarceos sexuales con Max Zimmer, un joven treintañero, escribió: “Qué cruel, no natural y negro es mi amor por Z. Parece que tengo intención de aprovecharme de la juventud de Z, conducir a Z a un aislamiento trágico, negarle cualquier tipo de vida. El amor es instruir, mostrar a la persona amada lo que sabemos de las fuentes de luz, y esto puede ser la declaración de un viejo astuto y lascivo. Sólo puedo esperar que no sea así”. A pesar de sus múltiples encuentros sexuales con hombres, a Cheever no le gustaban los gays. Cuando un amigo le confesó que tenía relaciones homosexuales, Cheever decidió “antes de que terminara la frase, que nunca más volvería a verle”. También estaba muy preocupado por el supuesto amaneramiento de su hijo mayor. Al parecer, tenía la voz un tanto “aflautada”, por lo que Cheever le recriminaba constantemente: “Te ríes como una mujer” o “Habla como un hombre”. Aunque siempre sintió que John “no era enteramente masculino”, su esposa, Mary, permaneció con él hasta el final. Sin embargo, nunca quiso leer sus diarios: “No puedo leerlos (…) No es mi vida en absoluto. Es él, es todo él. Es todo su interior”.
 
Pese a la riqueza de los ensayos que componen la colección de Tóibín, la idea no es nueva. De hecho, con frecuencia son los propios escritores los que sacan a relucir sus intimidades familiares. Así, Richard Ford contó la historia de su madre en Mi madre, in memoriam, Philip Roth narró la enfermedad de su padre en Patrimonio, una historia verdadera o Marguerite Duras relató en El dolor la lacerante espera de su marido, Robert Antelme, y el momento en que éste fue liberado de Dachau. Sin duda, la compleja historia de amor de Antelme y Duras daría para varios libros… Se conocieron a través de Jean Lagrolet, amigo de Antelme y pareja de Duras en aquella época. Con el tiempo, Duras empezaría un affaire con Antelme que tendría consecuencias terribles: Lagrolet quedó tan afectado que no volvió a estar con otra mujer y Antelme quiso quitarse la vida por haber traicionado a su mejor amigo. Antelme y Duras se casaron en 1939, durante la guerra. Fue entonces cuando el segundo triángulo amoroso en que se vio envuelta la pareja entró en escena: Duras, Antelme y el mejor amigo de éste, el filósofo Dionys Mascolo, entraron en la Resistencia. Todo fue bien hasta que, en 1942, Mascolo se convierte en el amante de Duras. Será Mascolo quien saque a Antelme de Dachau en 1945… También será el padre del hijo de la escritora. Poco después del regreso de Antelme, ella le pide el divorcio. Pese a su ruptura como pareja, el vínculo que existía entre los dos era tan fuerte que sobrevivió a todo tipo de obstáculos (no en vano, Duras solía decir que ella era “su hija”). Mascolo y Antelme siguieron siendo buenos amigos.
Es posible rastrear algunos de estos elementos biográficos en la ficción de Duras (por ejemplo, su romance con un agente francés de la Gestapo, Charles Delval, aparece transformado en uno de los relatos que componen El dolor). La propia autora dijo en una ocasión: “Las biografías que se escriben sobre mí no me interesan para nada. Mis libros deberían bastar”. A pesar de que no le tembló la mano al relatar sus escarceos amorosos, lo más íntimo que revela Duras en El dolor tiene que ver con la descripción del cuerpo de su marido al volver de Dachau. Durante páginas, habla sin tapujos de la mierda que salía de ese cuerpo alimentado con papillas. La escalofriante descripción que hace Duras de los excrementos de su marido recuerda la que hizo Philip Roth de los de su padre enfermo en Patrimonio.
 
Duras y Roth sacaron a la luz, literalmente, la mierda que había en sus casas, una mierda que se asemeja mucho a la de cualquier otra familia. Las familias de los escritores son tan (poco) convencionales como todas las demás. Valga como ejemplo de “normalidad” la familia de Alice Munro. El primer reportaje que se publicó sobre la “Chéjov canadiense” en 1961 llevaba por título “Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos”. Por aquel entonces, Munro tenía treinta años y dos hijas, de cuatro y siete años. En dicha entrevista, la escritora confesaba que solía aprovechar la siesta de las niñas para escribir en el cuarto donde planchaba. En Vidas de madres e hijas. Creciendo con Alice Munro, su hija Sheila cuenta que cuando ella y sus hermanas entraban en la habitación, su madre dejaba de escribir para atenderlas, como si lo que estuviera escribiendo tuviese la misma relevancia que la lista de la compra. Hoy esta “corriente” ama de casa es firme candidata al Premio Nobel de Literatura 2012.

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