En algunas de sus grandísimas novelas se detectan muchas influencias Occidentales, pero también se observa una recuperación de la narrativa tradicional china
Mo Yan según Sciamarella./elpais.com |
Hasta el siglo XX la novela en China nunca fue un género prestigioso,
actitud que sorprende al lector occidental que haya tenido el placer de
adentrarse en las grandes, inconmensurables y prácticamente
inabarcables novelas chinas del siglo XVIII como El sueño del pabellón rojo (que Borges calificó de “novela infinita”), El erudito de las carcajadas, Viaje al Oeste, (las tres traducidas al español), Historia de los tres reinos, y A orillas del agua
(quizá la mejor novela china de todos los tiempos). Sorprenden en estas
novelas sus bifurcaciones en torno a un eje central elástico como el
bambú, sus cientos de personajes, y la naturalidad caótica con que se va
deslizando la narración. Sin olvidar que fue un siglo del que también
surgieron narraciones mucho más comedidas y breves como los admirables Relatos de una vida fugitiva de Shen Fou.
En el siglo XIX la narrativa china decae por un efecto de saturación
de su propia mecánica inabarcable, que la oponía frontalmente a la
poesía, más sintética, más elíptica, más penetrante, más musical y
filosófica. La poesía era considerada, desde la época clásica, el género
más elevado y venerado por los chinos, y de hecho algunas de sus obras
más universales son poemarios.
En el primer cuarto del siglo XX la narrativa china empieza a
resucitar mirando a Occidente y modernizándose. El primero que hizo la
criba a una forma de narrar fue Lu Xun, que fue para China lo mismo que
Mishima para Japón: la occidentalización del discurso narrativo,
buscando una forma de argumentar más geométrica y racional y evitando
las bifurcaciones desmedidas y los discursos infinitos. Digamos que Lu
Xun puso tasa a tanto desvarío.
Luego vino el “naturalismo” socialista con novelistas como Mao Dun,
sin olvidar que la narrativa socialista era ya un occidentalismo. Por
raro que parezca, para China fue una manera de entrar en un movimiento
internacional que sobrepasaba su milenaria autarquía cultural.
Superado el maoísmo y los excesos de la revolución cultural, apareció
una generación puente, que hizo de vínculo entre el realismo socialista
y el presente, a la que pertenece Mo Yan.
Se ha dicho hasta la saciedad que en Mo Yan la influencia occidental
se hace muy patente. Él mismo lo ha dicho. No lo pongo en duda, pero
creo al mismo tiempo que Mo Yan ha sabido aprovechar lo mejor de las
grandes novelas chinas (como Murakami ha hecho con la tradición
japonesa). En algunas de sus grandes, grandísimas novelas como La república del vino y Grandes tetas, amplias caderas
se detectan muchas influencias occidentales, pero también se observa
una recuperación de la narrativa tradicional china, y de hecho son obras
que por su vastedad, su abundancia de personajes, su invocación al caos
y sus bifurcaciones se parecen más a los grandes clásicos del XVIII que
a Joyce, a Proust, a Kafka o al realismo mágico del boom.
Hace años conocí en Pekín a Mo Yan, y me pareció un hombre de una
ironía ejemplar que sabía sobrellevar con gran paciencia y afabilidad
los odios que provocaba entre sus compatriotas, que al igual que los
españoles, adoran al dios de la envidia por encima de todas las cosas.
Recuerdo que en las dos o tres horas que estuve con él y con otras
personas, sus colegas chinos no hicieron más que criticarlo. Prefiero no
imaginar lo contentos que deben de estar ahora que le han dado el
Nobel. Por descontado que se lo merece. Al fin y al cabo la Academia
Sueca no es que haya sido demasiado generosa con los escritores chinos.
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