Por: William Ospina
EN UNA ENTREVISTA PUBLICADA REcientemente, Ray Bradbury cuenta la historia de un niño que sentía pavor por los esqueletos, y un día descubrió con espanto que llevaba guardado uno en su interior. Es un hecho de su infancia que marcó su vida, pero es sin duda algo que nos ocurre a todos, y puede reconciliarnos con el mundo o enemistarnos para siempre con él.
Ese descubrimiento de un diseño mortal incluido en su cuerpo fue el hecho definitivo de la vida de Edgar Allan Poe, uno de los más poderosos e influyentes escritores de los tiempos modernos, de cuyo nacimiento acaban de cumplirse 200 años. Las parcas lo escogieron para ser el depósito de todas las pesadillas que nos había legado la tradición, y para ser al mismo tiempo la urna de la que salieron buena parte de los sueños de nuestra época. Se diría que no hay creador literario que no le deba algo, pues Poe no sólo fue el inventor del relato policial, y uno de los creadores del género de la ciencia ficción, sino el reinventor de la literatura de terror que fascina a los adolescentes, autor de grandes especulaciones científicas como Eureka, uno de los primeros en imaginar un viaje a la Luna, el inventor de una teoría de la musicalidad en la poesía que ha marcado hondamente la época, y uno de los forjadores del mito del poeta maldito, del dandy endemoniado, encadenado por las pesadillas, intoxicado por el alcohol y las drogas, que se mueve entre la más extraordinaria lucidez y la obnubilación total de las facultades.
Fueron discípulos suyos Baudelaire y Chesterton, Kafka y Borges, Paul Valery y Philip K. Dick. Pero nadie, ni Baudelaire, ni Verlaine, ni Marcel Proust ni Kafka nos ha dejado una imagen tan acabada del creador desdichado. Era un dandy como Baudelaire o Wilde, pero se le notaban los remiendos en la levita negra; padecía hambres y privaciones pero fulguraba con una luz casi infernal; lo devoraba la neurastenia, pero se batía contra el mundo como el capitán Ahab en la proa de un barco; era un mago de las palabras, un criminal y un santo. Y en el fondo Edgar Allan Poe no fue toda su vida más que un niño que no pudo soportar la certeza de que llevaba un esqueleto en su interior, que vio todos los males de la pobreza convertirse en fantasmas a su alrededor: la desaparición de su padre, la muerte de su madre, una joven actriz frágil y tísica que trabajó hasta la última noche para sostener a sus tres hijos, la vida como expósito en un hogar donde apenas se lo compadecía y se lo toleraba, y la convicción profunda de no tener derecho a ser feliz, que lo hacía arruinar todas sus oportunidades.
Cuervos, noches de invierno, criptas, crímenes, entierros prematuros, profanaciones, gatos negros, borrachos, pestes, naufragios, mecanismos de tortura, piras, lenguajes herméticos, casas endemoniadas, enfermedad, amadas espectrales, amores que roban lentamente la vida, magias de la soledad y de la extenuación, abruman la fachada de este edificio gótico que es la obra de Edgar Allan Poe, pero quien tenga la lucidez y la paciencia de penetrar más profundamente encontrará a un pensador desvelado por la desdicha arrojando una mirada clarividente y noble sobre los mayores abismos de la conducta; descubriendo los mecanismos de la culpa, los vértigos de la soledad, los laberintos del miedo, y los recursos ilimitados de la inteligencia para sobrevivir al horror y a la adversidad. Poe no es un mero inventor de monstruos sino un secreto descifrador de la lógica de las monstruosidades; de nadie como de él podrían decirse las palabras de Shakespeare: “Hay método en su locura”.
Ante todos los nubarrones de la mente atormentada, Poe alcanza a decirse, como el protagonista de El Cuervo: “Corazón, calma un instante y aclaremos el misterio”. Ante todas las filigranas de la crueldad y de la locura, vemos a un hombre que exprime su cerebro en argumentos, en la búsqueda de explicaciones. Poe es el hombre que, mientras desciende por las paredes del remolino de su propio naufragio, como en Un descenso al Maelstrom, no deja de observar los detalles del cuadro que tiene ante sus ojos, del torbellino que lo engulle y lo pierde, y descifra en los giros de la catástrofe la posibilidad de una salvación. A él lo arrastraba el Maelstrom de su mente huracanada, lo perdía su historia de abandonos, refugios destrozados y besos perdidos, lo aterraba la tibieza de cualquier felicidad posible, porque su carne padecía grandes maldiciones, pero desde la oscuridad de su celda, trabajando con su único recurso, que eran las palabras, salvó para el mundo el tesoro de una inteligencia prodigiosa y temeraria, que no parpadeaba a la hora de los peores eclipses. No habrá habido un hombre más solo en el mundo, no habrá habido un hombre más valiente.
Convirtió su desgracia en belleza, pero en una belleza típica de la modernidad, sombría, cruzada por relámpagos de crueldad, contradictoria, ebria de dudas, que lo tiene en cuenta todo pero que no pierde nunca el sentido moral: por extraviado que esté este náufrago, por confundido que vaya en los vértices de su perdición, no pierde nunca la noción de dónde está el cielo y dónde el infierno.
Pongamos una flor en la tumba de este niño que no pudo escapar al horror de sentir que de algún modo era ya un muerto que recordaba la vida, y digámosle gracias por las historias que nos regaló, por los monstruos que atrapó con sus palabras, para hacernos a todos, en este mundo tan lleno de sombras, un poco más lúcidos y un poco más valientes.