30.5.21

Margaret Atwood: “Las utopías van a volver porque tenemos que imaginar cómo salvar el mundo”

 La escritora canadiense, que completa la publicación en español de su trilogía Madd Addam, reflexiona sobre las reacciones que siguen a las conquistas sociales y su talento para la biología


                                                                    La escritora canadiense Margaret Atwood, en julio de 2020. / ELPAIS.COM

Creció, dice, en el norte de Canadá, donde nunca se ha concebido a la mujer como un florero. “Si necesitaba un trozo de leña, salía y lo cortaba con mi propia hacha”, dice. Hoy, añade, tiene una sierra mecánica. No puede entenderse su literatura, asegura Margaret Atwood (Ottawa, 81 años), sin esa igualitaria, a la vez que alienante, percepción de mundo. Porque ella miraba alrededor y no era eso lo que veía. La obra de un escritor, decía Ray Bradbury, está hecha de aquello que teme cuando apaga la luz por las noches. Y lo que teme Atwood es lo que ocurre cuando alguien toma el mando y decide que las cosas serán mejor si se hacen a su manera. Pongamos que alguien decide que el planeta estará mejor sin el ser humano y provoca una pandemia que acaba con el 99% de la población mundial, como ocurre en su obra recién rescatada Oryx & Crake (Salamandra), punto de partida de una trilogía que este otoño será completada por fin en español. ¿Se siente una visionaria? “Oh, no, no creo que esta pandemia haya sido intencionada, aunque nunca se sabe, la vida siempre te da sorpresas”, responde, divertida.

Está en su casa, en Toronto. Ha recordado de milagro la videollamada. Estaba arrancando malas hierbas en el jardín. Está en una habitación repleta de libros a sus espaldas, y marcos con lo que parecen pequeños cuadros y fotografías. Se atusa su revuelta melena blanca y recuerda que “puede que no les prestase la atención que debía porque era una adolescente y las adolescentes solo piensan en lo que van a hacer el sábado por la noche, pero es cierto que mis padres eran científicos, biólogos, y que en casa se reunían con amigos y hablaban de lo mal que iba a acabar todo si seguíamos así, pero también de todo tipo de nuevos descubrimientos”. “Oh, y yo debería haber sido bióloga. Mi hermano no me lo perdonará nunca. Se me daba mejor la biología que el inglés. Tenía un montón de faltas de ortografía. Él también quería ser escritor, pero al final se hizo biólogo. Lee mis libros como un profesor leería un examen, ¡tengo que ser rigurosísima!”, explica.

De ahí que en la trilogía MaddAddam, la que abre Oryx & Crake, anticipase, por ejemplo, los conejos fluorescentes que se inventaron en 2013 y que aparecen una década antes en esa novela, que retrata de manera certera la velocidad del mundo de hoy y la explotación sin escrúpulos del medio ambiente —hasta el punto de crear animales para que simplemente contengan órganos humanos de repuesto— por no hablar de una vuelta a una especie de Edad Media, una desigualdad social que convierte a los propietarios de grandes corporaciones en señores feudales cuyos complejos están rodeados de plebillas, villas donde malviven los campesinos de ese futuro hasta que ese futuro también se acaba. “Crake cree que el mundo está mejor sin nosotros y nos sustituye por los crakers, seres que ni siquiera necesitan la agricultura porque comen hojas, que no sienten celos, pero que no pueden evitar querer saber de dónde vienen”, dice.

He aquí uno de los ejes de la narrativa de Atwood: la creación del mito. Sus primeros poemarios los dedicó a, como ella dice, “reexaminar mitos e historias de hadas”, algo que ha continuado haciendo —El cuento de la criada no deja de ser la creación de un mito, un pasado inconcebible desde el futuro de una sala de conferencias— y que MaddAddam completa en la tercera entrega, llamada precisamente MaddAddam, inédita en español hasta ahora, exponiendo de qué forma se construye la verdad histórica tras mostrar la realidad en las dos entregas anteriores, Oryx y Crake El año de diluvio. “La única razón por la que me voy al futuro a contar mis historias es porque no quiero tener que irme del planeta Tierra y es en el futuro donde puedo controlar todo el relato, siempre que sea coherente y plausible”, dice. De adolescente leía las distopías de George Orwell y Aldous Huxley y se preguntó por qué no había mujeres escribiéndolas.

“Por supuesto, toda distopía habla del presente. Orwell hablaba de 1948 y Huxley hablaba de él mismo llegando a Hollywood en los años treinta después de haber pasado por la Gran Depresión, y topándose con el sexo libre y comidas exóticas. En el siglo XIX se escribieron miles de utopías. Es lógico. Se habían visto tantas mejoras materiales, tantos inventos, que solo podían imaginar un mundo mejor. El XX fue un siglo de distopías porque fue un siglo de guerras y totalitarismos. Quedó claro que esa idea de la sociedad perfecta implicaba una masacre. Tenías que matar a todo el que no estuviera de acuerdo contigo para instaurar tu utopía. Toda distopía contiene una utopía y al contrario”, apunta, y pese a todo, cree que, en este siglo XXI, “van a volver las utopías”. ¿Por qué? “Vamos a tener que descubrir de qué manera organizarnos para que el planeta siga siendo habitable. Las utopías van a volver porque tenemos que imaginar cómo salvar el mundo”, responde.

Los novelistas no son pensadores, puntualiza, aunque sí pueden escenografiar el mundo, “como un director de cine”. Dibujar un mapa. “Hay que ser cauto, siempre que se habla del futuro, porque toda historia puede acabar siendo creída. ¿O qué pasó con la utopía de Edward Bulwer-Lytton, Vril, El poder de la raza futura? Hasta Hitler se la creyó y mandó a un equipo de exploradores a Noruega a encontrar la cueva de la que Bulwer-Lytton hablaba, en la que se escondía una perfecta sociedad del futuro”, cuenta. Lo mismo ha ocurrido con El cuento de la criada. “Ha habido quien ha empezado a preguntarse cómo implantar esa locura. Por eso hay que ser cauto. Y tener presente que lo que para ti es una distopía, para otros puede ser una utopía”, añade. Y no olvidar. Como no se olvidó en la década de los cincuenta, “cuando se hizo un esfuerzo unitario —princesas Disney incluidas— por devolver a la mujer al hogar, que no era ahí adonde pertenecía”, dice.

¿Hay en esta cuarta ola del feminismo más esperanza que en ninguna de las anteriores? “Todo está en proceso. Cuando empujas, notas la resistencia del otro. La elección de Obama fue un impulso, la de Trump, una reacción en contra. Siempre que hay un cambio de paradigma, hay quien quiere que las cosas vuelvan a ser como antes. Siempre puedes esperar conseguir mejoras, y si hay una reacción contraria, aguantar hasta donde habías llegado, mantener el terreno, e incluso volver a presionar para conseguir lo que tenías, como ocurrió en los cincuenta”, responde. Hoy en día, en cualquier caso, añade, “no se trata únicamente de la igualdad de género, se trata también de la desigualdad en la riqueza, que ha alcanzado unas proporciones inauditas desde el antiguo régimen francés, desde Enrique VIII, y por supuesto, el cambio climático, algo que tendremos que resolver si queremos seguir siendo una especie de este planeta”.

22.5.21

Los últimos días sin recuerdos de Gabriel García Márquez

Rodrigo García publica Gabo y Mercedes: una despedida, un libro sobre la muerte de su padre, el nobel de Literatura, y su madre, Mercedes Barcha 
 
  Mercedes Barcha Pardo y Gabriel García Márquez, en Los Ángeles en 2008.STEVE PYKE/ELPAIS.COM 

Cuando Gabriel García Márquez escribía Cien años de soledad, en los años sesenta, contó que uno de los momentos más difíciles llegó el día que tecleó la muerte del memorable coronel Aureliano Buendía. Gabo salió de su estudio en la casa donde vivía en Ciudad de México, buscó a su esposa Mercedes en una habitación y desconsolado le anunció: “Maté al coronel”. “Ella sabía lo que eso significaba para él y permanecieron juntos en silencio con la triste noticia”, recuerda su hijo, Rodrigo García, sobre el duelo que vivieron sus padres. Ahora es él, Rodrigo, quien teclea su propio duelo con un nuevo libro para despedirse de sus padres: Gabo y Mercedes: una despedida.

Este dulce adiós, publicado este mes por Random House en Colombia y España, es el nuevo homenaje que Rodrigo García, director de cine, hace al nobel, que falleció en 2014, y a su madre, Mercedes Barcha, que murió en agosto del año pasado. “Mi padre se quejaba de que una de las cosas que más odiaba de la muerte era el hecho de que sería la única faceta de su vida sobre la que no podría escribir”, dice García, que entremezcla la narración de los últimos días de sus padres con las muertes que Gabo sí escribió. La de Simón Bolívar, por ejemplo, en El general en su laberinto (“vio por la ventana el diamante de Venus en el cielo que se iba para siempre”), o el día en que falleció Úrsula Iguarán, la matriarca de Cien años de soledad que “amaneció muerta el Jueves Santo”, al igual que Gabo falleció el Jueves Santo de 2014.

“No tuve que pensar mucho para acordarme de esos pasajes”, explicó Rodrigo García el martes, en una conferencia de prensa virtual para promocionar el lanzamiento del libro. “La obsesión con la pérdida y con la muerte es muy común de los escritores, casi lo hace a uno pensar que hace parte del ADN del escritor: la obsesión con la pérdida y con que las cosas terminan, y cómo la finalidad de la vida enmarca la experiencia de la vida. Así que me acordaba perfectamente de todas esas muertes de sus personajes principales”.

En los últimos años, Rodrigo García (Bogotá, 61 años) se ha comprometido a transformar algunos libros de su padre en grandes trabajos de cine: es productor ejecutivo de Noticia de un secuestro (que produce Amazon Prime y se filma actualmente en Colombia) y de la versión que prepara Netflix de Cien años de soledad (que sigue en una fase de preproducción). Pero la familia siempre ha sido muy cautelosa con no revelar sus intimidades, por lo que el libro es una pequeña ventana al dolor en la casa de sus padres cuando Gabo vivió sus últimos días. “No somos figuras públicas”, le decía su madre, que vigilaba que la intimidad del hogar no saliera en los periódicos. “Sabía que no iba a publicar estas memorias mientras ella pudiera leerlas”, admite ahora el hijo. Si sus padres pudieran leerlo ahora, dijo Rodrigo en la conferencia de prensa, “me gustaría pensar que estarían contentos y orgullosos, aunque seguro mi madre me diría: ‘que chismosos”.

Gabo, en el libro de su hijo, vivió durante sus últimos años una versión parecida a la que interpreta Anthony Hopkins en The Father: un hombre ansioso porque empieza a perder la memoria y que se siente perdido entre sus familiares. “¿Por qué está aquí esta mujer dando órdenes y manejando la casa si no es nada mía?”, se quejaba Gabo cuando no reconocía a su esposa, Mercedes. “¿Quiénes son esas personas en la habitación de al lado?”, le preguntaba a una empleada de servicio cuando no reconocía a Rodrigo y Gonzalo, sus dos hijos. “Esta no es mi casa. Me quiero ir a la casa. A la de mi papá”, pedía el escritor cuando quería regresar, no a la casa de su padre, sino a la de su abuelo, un coronel que lo cuidó hasta sus ocho años y que inspiró la figura del coronel Aureliano Buendía.

Pero los últimos días de Gabo son aquellos también en los que regresa a lo más dulce de su niñez en Aracataca, el pueblo colombiano donde nació en 1927. Gabo podía recitar de memoria poemas del Siglo de Oro español, pero cuando perdió esa capacidad, “todavía podía cantar sus canciones favoritas”. Pasaba sus últimos días escuchando vallenatos, la música de la costa colombiana con la que creció. “Incluso en sus últimos meses, incapaz de recordar siquiera algo, se le iluminaban los ojos de emoción con las notas de apertura de un clásico del acordeón”, escribe Rodrigo García. “En el último par de días, las enfermeras empezaron a ponerlos todos [los vallenatos] a todo volumen en su habitación, con las ventanas abiertas de par en par”. Las canciones de Rafael Escalona inundaron la casa de México como canciones de cuna para despedirse. “Me devuelven al pasado de su vida como nada más podría hacerlo”, escribe el hijo.

“La etapa final [de mi padre] ya fue más fácil”, aclara en la conferencia de prensa. “Hay una etapa tremenda en la que la persona está consciente de que está perdiendo la memoria, entonces, no solo ver a la persona sin sus facultades, sino muy ansiosa por perderlas es tremendo y muy duro. La etapa final fue triste, pero más tranquila. Él estuvo tranquilo, no sufría de ansiedad, estaba muy distraído, no se acordaba de muchas cosas, pero estaba bien, estaba tranquilo, y eso nos reconfortaba”.

Aunque los últimos días de Gabo son los que más se toman las páginas de este libro, el último capítulo está dedicado a la muerte de Mercedes, llamada la Gaba, un apodo que Rodrigo García acertadamente llama “patriarcal”. “Pero, a pesar de eso, todos los que la conocieron sabían que ella se había convertido en una magnífica versión de sí misma”, escribe el hijo. Rodrigo la describe como “una mujer de su época”: sin estudios universitarios, madre, esposa, ama de casa. Pero al mismo tiempo la que dirigió el éxito de su padre y la que generaba envidias por “su conciencia de sí misma”. En una de las mejores escenas del libro, Rodrigo y Gonzalo se retuercen en sus sillas cuando un presidente mexicano (cuyo nombre no mencionan, pero con las fechas es claro que se trata de Enrique Peña Nieto), se refiere a la familia como “los hijos y la viuda”. Mercedes entonces “amenaza con decirle al primer periodista que se le cruce que planea casarse tan pronto como sea posible. Sus últimas palabras al respecto son: ‘Yo no soy viuda. Yo soy yo“, escribe Rodrigo.

Mercedes Barcha falleció en 2020, en medio de la pandemia, sin todas las cámaras y seguidores que lloraron la muerte de Gabo. Pero como su esposo, le hubiera exigido a sus hijos que si iban a teclear su muerte, lo hicieran tan bien que dejaran a todo lector en un duelo profundo. En los días posteriores a su muerte, Rodrigo cuenta que esperaba constantemente una llamada de ella. Una llamada en la que Mercedes le preguntaría: “Entonces, ¿cómo fue mi muerte? No, calma. Siéntate. Cuéntalo bien, sin prisas”.


9.5.21

Maneras de la inmortalidad

 El autor que se atribuyó una falsa carta aprobatoria de Borges murió sin saber que éste la hizo suya cuando se enteró


 Ninots de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en el café La Biela.M. R. R./ELPAIS.COM



Jorge Luis Borges, siendo maestro de tantas cosas, lo fue de los textos falsos presentados como verdaderos, y hoy en día su posteridad parece ser perseguida por lo apócrifo, si tomamos en cuenta los numerosos escritos, en poesía y en prosa, y aún los textos de autoayuda, que le son atribuidos en las redes sociales. El que le endilguen constantemente lo que no es suyo, es una forma de popularidad, aunque un tanto espuria, y por qué no, una manifestación muy palpable de su inmortalidad literaria.

En 1963, el escritor salvadoreño Álvaro Menen Desleal ganó un segundo lugar en el Certamen Nacional de Cultura con su libro Cuentos Breves y Maravillosos, título que recordaba demasiado el de Cuentos Breves y extraordinarios de Borges, aparecido diez años atrás. Pero eso no fue todo. Cuando el libro se publicó, traía a manera de prólogo una carta con la firma de Borges, que comenzaba:

“Mi querido amigo: Al conocer sus Cuentos breves y maravillosos, pienso que no fue meramente accidental que Kafka escribiera La Muralla China: se repite en usted la nota de lo que con Bioy Casares llamamos las antiguas y generosas fuentes orientales. Se repite y se prueba mi idea de que el número de fábulas o de metáforas de que es capaz la imaginación de los hombres es limitado…limitado o no, lo cierto es que usted prueba a su vez que ese número no está en manera alguna agotado...”

Las dudas envidiosas no tardaron en estallar en el mundillo literario centroamericano, y sobraron las acusaciones de plagio borgiano de los propios textos del libro, y las de falsificación de la carta de presentación. Pero nadie reparó en la nota con que, en la última página, el autor completaba su ardid:

“Querido maestro Borges: Mi vanidad y mi nostalgia –me digo con sus palabras– han armado una escena imposible. De pronto despierto de un sueño y tengo su carta en las manos, como la flor de Coleridge…”.

En septiembre de 1999, cuando se celebró el centenario del nacimiento de Borges, se organizó en Buenos Aires un seminario al que concurrimos escritores, investigadores y académicos. Allí me encontré, después de décadas sin vernos, a Álvaro, quien llegaba desde El Salvador. Cuando tomó la palabra, hizo una detallada confesión acerca del prólogo apócrifo, a manera de un renovado homenaje a Borges y a sus formas de inventar, donde la distancia entre los documentos reales y los ficticios no existe.

En uno de los descansos de las sesiones, me dijo que algo iba siempre a inquietarlo hasta la muerte, y es que ya nunca alcanzaría a saber si Borges se habría enterado del affaire centroamericano alrededor del prólogo, y si alguna vez habría llegado a tener entre sus manos sus Cuentos Breves y Maravillosos. Lo más probable, me dijo, abatido, es que no. Murió menos de un año después en San Salvador.

Y ya no pudo enterarse que Borges sí supo del affaire, y que leyó sus cuentos. Así consta en Borgesel libro publicado en 2006, que reúne las entradas de los diarios de Adolfo Bioy Casares donde este reseña las conversaciones con su amigo por cerca de sesenta años. Es un impresionante volumen de 1663 páginas, preparado por Daniel Martino, y que, aunque parezca mentira, uno puedo leerse de una sola sentada, sin dormir ni comer, si se es lo suficientemente vicioso.

En la entrada correspondiente al miércoles 11 de septiembre de 1963, cuenta Bioy que Borges le dice: “tengo que consultarte sobre algo” …; y “trae un libro Cuentos Breves y Maravillosos, de un tal Menen Desleal, y una carta, de otra persona, guatemalteca, según creo, que le ha enviado el libro...”. Luego ambos hablan de la carta elogiosa que sirve de prólogo, y Borges expresa el temor de que su madre, doña Leonor Acevedo, su constante y terrible ángel tutelar, sin consultárselo, la hubiera escrito y enviado; pero descartan la posibilidad, porque la señora nunca escribe tan largo, ni hubiera imitado el estilo de Borges. Leen algunos de los cuentos, y uno de ellos, Los Cerdos, les parece muy gracioso.

Borges, cuenta Bioy, no sabe qué hacer. Considera que el autor del libro es más inteligente que quien lo denuncia, pero que alguna razón tiene el denunciante… los generosos elogios que prodiga a sus propios cuentos, invalidan su carácter de obra desinteresada. Bioy lo contradice: “no podés ponerte en contra de un pobre individuo bastante inteligente, que no tiene libertad ni posibilidad de escribir sino como imagina que vos escribís...”. Y entonces, Borges, sin dar más importancia al asunto, termina elogiando el libro, y aún la carta apócrifa.

Por fin Borges contesta ese mismo mes al denunciante, que es el escritor guatemalteco Alfonso Orantes, y le dice: “Ya que el volumen consta de una serie de juegos sobre la vigilia y los sueños, queda la posibilidad de que mi carta sea uno de tales juegos y travesuras…”

Dice “mi carta”. Y con eso pasa a ser auténtica. Y aparece incluida en El círculo secreto, el libro que contiene los prólogos y notas escritos por Borges, (Emecé, Buenos Aires, 2003). Más auténtica aún.

Borges nunca escribió esa carta, pero ahora la ha escrito. Es su carta.

Sergio Ramírez es escritor.


2.5.21

Isaak Bábel, el escritor que quería saberlo todo

Un monumental volumen reúne la narrativa breve del autor ruso, sumada a sus reportajes, diarios, guiones y relatos cinematográficos

  El escritor Isaak Bábel, en 1933.ELPAIS.COM

                                                 


La publicación en un solo volumen de los cuentos completos de Isaak Bábel —incluidos diarios, relatos cinematográficos, crónicas y demás narrativa breve— es un verdadero acontecimiento para los lectores en español y, a riesgo de que suene enfático, así debo decirlo nada más empezar. Si además todo este material viene presentado en ciclos y organizado temáticamente en una edición crítica con traducciones nuevas, como en este caso, es motivo de mayor alegría. Y lo será tanto para quienes ya conocían ediciones anteriores de sus cómicas aventuras de los gánsteres de su ciudad natal antes de la Revolución (Cuentos de Odesa), los episodios de una infancia judía durante los pogromos o su memorable representación de los cosacos en la guerra polaco-soviética de 1920 (Ejército de caballería, antes Caballería roja) como para quienes lo descubran ahora. Estas piezas juntas tienen un efecto multiplicador y unitario, como si fueran capítulos de un mismo libro. Con la detención de Bábel en 1939 y su aniquilación a manos del NKVD se truncó dramáticamente uno de los mayores talentos literarios del siglo pasado y nunca sabremos cuántas páginas se le arrancaron a ese libro, pues no se recuperó la producción de sus últimos años, confiscada en los registros. El escritor “más parecido a Chéjov que tuvieron los soviéticos”, según su mayor especialista, el académico israelí Efraim Sicher, demostró su habilidad para condensar un universo entero con el colorido sensual de Chagall y la truculenta clarividencia de Goya. Si de algo se enorgullecía Bábel era de ser el escritor que menos palabras inútiles usaba. Por otra parte, esto lo sumía en un purgatorio creativo con larguísimos procesos de gestación, que le valieron fama de ser un maestro en el arte de incumplir los plazos de entrega para desespero de sus editores, de quienes antes había conseguido formidables anticipos. A uno de ellos le dijo que ni que lo azotaran públicamente entregaría un manuscrito antes de considerar que estaba listo.

Bábel se enorgullecía de ser el escritor que menos palabras inútiles usaba, lo que lo sumía en un largo purgatorio creativo

“Soy hijo de un comerciante judío”, escribió, “nací en 1894 en Odesa, en la Moldavanka”, uno de los barrios más humildes de esa Marsella del mar Negro donde se mezclaban palabras en ruso, yidis y ucranio; los vapores de Cardiff, El Pireo y Puerto Said; los acentos griego, rumano y francés; el Talmud, Maupassant y Gógol. A sus 19 años vio la luz el primer relato de este autor “con gafas sobre la nariz y el otoño en el alma” (como caracterizó a uno de sus personajes) y en 1915 probó suerte en la capital, Petrogrado, donde solo Gorki apreció su talento, le publicó y le dio un valioso consejo: “Es obvio que usted no sabe nada, pero intuye mucho… Por eso, vaya a conocer a la gente”. Y lo hizo. Después de servir en el frente rumano, hacer de traductor en la Cheka, participar en las requisas de grano, ejercer de corresponsal junto al Ejército de Budionni o escribir reportajes en Tiflis, cuando ya había aprendido a expresar sus ideas “de manera clara y no muy extensa”, publicó los primeros relatos de Ejército de caballería y Cuentos de Odesa. El éxito le sobrevino como un alud. Ni siquiera sus detractores —Bunin lo acusó de “blasfemar a la sagrada Rusia”; los bolcheviques, de pintar una revolución despiadada sin batallas gloriosas— pudieron negar la novedad y potencia de su tono objetivo y estilo poético, carente de sitios comunes, imágenes manidas y melodrama. Nadie se había atrevido a intercalar escenas líricas en medio del hedor de la destrucción y del púrpura de la sangre. Sus descripciones de la naturaleza son soberbias, como si esta fuera el último reducto de la compasión perdida de la humanidad: “la noche posó sus maternales palmas sobre mi frente fogosa”. Su nombre pasaría a estar en boca de todos: desde MaiakovskiEhrenburgPaustovski hasta Thomas MannBrecht o Hemingway. Los lectores adoraron a los antihéroes de los bajos fondos odesitas y al protagonista de Ejército de caballería, ese intelectual judío inmerso en un dilema irresoluble entre la tragedia de su cultura y la brutalidad despiadada cometida en nombre de un ideal. Arrebatados y escalofriantes, sus cuentos impactaron como un obús en las conciencias de su época, un fenómeno comprensible para quien concebía que ningún hierro podía penetrar los corazones “de forma tan heladora como un punto puesto a tiempo”.

Con un gran futuro ante sí, en lugar de catapultarse, Bábel inició un viaje hacia el silencio que alimentó más su leyenda. Su ritmo de publicación se estancó y la escritura de guiones fue su escudo. Solía evitar las conversaciones sobre literatura, nunca se alineó con ningún grupo, aparecía y se ocultaba sin previo aviso, y apenas hablaba en público. En 1934, cuando participó en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos, en parte para testimoniar su lealtad y justificar su silencio (entendido este último como un género del que se proclamó un gran maestro), recordó que el gobierno solo les había quitado un derecho: “el de escribir mal”. Se guardó mucho de decir lo que él entendía por escribir mal, con el realismo socialista impuesto por decreto como única corriente artística válida. Dos años después, a la muerte de Gorki, su mentor, Bábel le dijo a su segunda esposa que no lo dejarían tranquilo: “No me asusta que me arresten, mientras me dejen escribir”. Planeaba una edición revisada de sus obras con inéditos, una futura novela, otro ciclo de relatos, pero el tiempo corría en su contra. “Al pasar a limpio los frutos de mis muchos años de meditación, como de costumbre me encuentro con que tengo menos para enseñar que el pico de un gorrión, y esto causará una gran indignación”. Un editor dijo de Bábel que se le encontraba allí donde lágrimas y sangre se derramaban con la misma facilidad. Y, con todo, él reivindicaba la felicidad y la ternura. A la literatura rusa, saturada de “la misteriosa y densa niebla de Petersburgo”, pensaba que le faltaba una buena descripción del sol. Aseguraba no tener imaginación y, para suplir esa carencia, cultivó una curiosidad omnívora, fiel a la exhortación de la abuela de su famoso relato: para triunfar “debes saberlo todo”.