25.4.21

García Márquez y Vargas Llosa, en la cocina del ‘boom’ latinoamericano

 Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina recupera el mítico coloquio entre García Márquez y Vargas Llosa celebrado en Lima en 1967. Además, se reedita Historia de un deicidio, la tesis doctoral que el escritor peruano dedicó al autor de Cien años de soledad


Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Martha Livelli, Mercedes Barcha y José Miguel Oviedo se despiden en el aeropuerto Jorge Chávez de Lima, el 11 de septiembre de 1967. Archivo revista 'Caretas'/ELPAIS.COM

En septiembre de 1967 tuvo lugar en la Facultad de Arquitectura de Lima un coloquio entre dos escritores que se habían conocido personalmente semanas atrás: Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. El primero acababa de publicar, con éxito fulgurante, Cien años de soledad; el segundo tenía reciente la también exitosa La casa verde. La Universidad Nacional de Ingeniería publicó aquel diálogo al año siguiente en forma de folleto. Alfaguara lo recupera la semana próxima con el título de Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina. Adelantamos un fragmento de la charla.
Mario Vargas Llosa. A los escritores les ocurre algo que —­me parece— no les ocurre jamás a los ingenieros ni a los arquitectos. Muchas veces la gente se pregunta ¿para qué sirven? La gente sabe para qué sirve un arquitecto, para qué sirve un ingeniero, para qué sirve un médico; pero, cuando se trata de un escritor, la gente tiene dudas. Incluso la gente que piensa que sirve para algo no sabe exactamente para qué. La primera pregunta que quiero hacerle yo a Gabriel es, precisamente, sobre esto: que les aclare a ustedes el problema y me lo aclare a mí también, pues también tengo dudas al respecto. ¿Para qué crees que sirves tú como escritor?
Gabriel García Márquez. Yo tengo la impresión de que empecé a ser escritor cuando me di cuenta de que no servía para nada. Mi papá tenía una farmacia y, naturalmente, quería que yo fuera farmacéutico para que lo reemplazara. Yo tenía una vocación totalmente distinta: quería ser abogado. Y quería ser abogado porque en las películas los abogados se llevaban las palmas en los juzgados defendiendo las causas perdidas. Sin embargo, ya en la universidad, con todas las dificultades que pasé para estudiar, me encontré con que tampoco iba a servir para ser abogado. Empecé a escribir los primeros cuentos y, en ese momento, verdaderamente no tenía ninguna noción de para qué servía escribir. Al principio, me gustaba escribir porque me publicaban las cosas y descubrí lo que después he declarado varias veces y que tiene mucho de cierto: escribo para que mis amigos me quieran más. Pero después, analizando el oficio del escritor y analizando los trabajos de otros escritores, pienso que seguramente la literatura, y sobre todo la novela, tiene una función. Ahora, no sé si desgraciada o afortunadamente, creo que es una función subversiva, ¿verdad? En el sentido de que no conozco ninguna buena literatura que sirva para exaltar valores establecidos. Siempre, en la buena literatura, encuentro la tendencia a destruir lo establecido, lo ya impuesto, y a contribuir a la creación de nuevas formas de vida, de nuevas sociedades; en fin, a mejorar la vida de los hombres. Me resulta un poco difícil explicar esto porque, en realidad, yo funciono muy poco en la teoría. Es decir, no sé muy bien por qué pasan estas cosas. Ahora, lo cierto es que el hecho de escribir obedece a una vocación apremiante, que el que tiene la vocación de escritor tiene que escribir pues solo así logra quitarse sus dolores de cabeza y su mala digestión.
(…)
M. V. LL. Tal vez podrías llegar a hablarnos del realismo en la literatura. Se discute mucho qué cosa es el realismo, cuáles son los límites del realismo y, ante un libro como el tuyo, donde ocurren cosas muy reales, muy verosímiles junto a cosas aparentemente irreales, como esa de la muchacha que sube al cielo en cuerpo y alma, o un hombre que promueve treinta y dos guerras, lo derrotan en todas y sale ileso de ellas… Bueno, de manera general, se puede decir que en tu libro hay una serie de episodios que son poco probables. Son episodios más bien poéticos, visionarios, y no sé si esto puede autorizar mi interpretación a una calificación del libro como fantástico, como libro no realista. ¿Tú crees que eres un escritor realista o un escritor fantástico, o crees que no se puede hacer esta distinción?
Vargas Llosa: “Hay una relación entre el apogeo de la novela y la crisis de nuestras sociedades”
G. G. M. No, no. Yo creo que particularmente en Cien años de soledad yo soy un escritor realista, porque creo que en América Latina todo es posible, todo es real. Es un problema técnico en la medida en que el escritor tiene dificultad en transcribir los acontecimientos que son reales en América Latina porque en un libro no se creerían. Pero lo que sucede es que los escritores latinoamericanos no nos hemos dado cuenta de que en los cuentos de la abuela hay una fantasía extraordinaria en la que creen los niños a quienes se les están contando y me temo que contribuyen a formarlos, y son cosas extraordinarias, son cosas de Las mil y una noches, ¿verdad? Vivimos rodeados de esas cosas extraordinarias y fantásticas, y los escritores insisten en contarnos unas realidades inmediatas sin ninguna importancia. Yo creo que tenemos que trabajar en la investigación del lenguaje y de formas técnicas del relato, a fin de que toda fantástica realidad latinoamericana forme parte de nuestros libros y que la literatura latinoamericana corresponda en realidad a la vida latinoamericana, donde suceden las cosas más extraordinarias todos los días, como los coroneles que hicieron 34 guerras civiles y las perdieron todas, o como, por ejemplo, ese dictador de El Salvador, cuyo nombre no recuerdo exactamente ahora, que inventó un péndulo para descubrir si los alimentos estaban envenenados y que ponía sobre la sopa, sobre la carne, sobre el pescado. Si el péndulo se inclinaba hacia la izquierda, él no comía, y si se inclinaba hacia la derecha, sí comía. Ahora bien, este mismo dictador era un teósofo; hubo una epidemia de viruela y su ministro de Salud y sus asesores le dijeron lo que había que hacer, pero él dijo: “Yo sé lo que hay que hacer: tapar con papel rojo todo el alumbrado público del país”. Y hubo una época en todo el país en que los focos estuvieron cubiertos con papel rojo. Estas cosas suceden todos los días en América Latina, y nosotros los escritores latinoamericanos, a la hora de sentarnos a escribirlas, en vez de aceptarlas como realidades, entramos a polemizar, a racionalizar diciendo: “Esto no es posible, lo que pasa es que este era un loco”, etcétera. Todos empezamos a dar una serie de explicaciones racionales que falsean la realidad latinoamericana. Yo creo que lo que hay que hacer es asumirla de frente, que es una forma de realidad que puede dar algo nuevo a la literatura universal.
(…)
M. V. LL. Yo pienso que hay una relación curiosa en el apogeo, la actitud ambiciosa, osada, de los novelistas y la situación de crisis de una sociedad. Creo que una sociedad estabilizada, una sociedad más o menos móvil que atraviesa un periodo de bonanza, de gran apaciguamiento interno, estimula mucho menos al escritor que una sociedad que se halla, como la sociedad latinoamericana contemporánea, corroída por crisis internas y de alguna manera cerca del apocalipsis. Es decir, inmersa en un proceso de transformación, de cambio, que nosotros no sabemos adónde nos llevará. Yo creo que estas sociedades que se parecen un poco a los cadáveres son las que excitan más a los escritores, los proveen de temas fascinantes. Pero esto me lleva a hacerte otra pregunta en relación con los novelistas latinoamericanos contemporáneos. Tú decías —y yo creo que es muy exacto— que el público de nuestros países se interesa hoy día por lo que escriben los autores latinoamericanos porque estos autores de alguna manera han dado en el clavo, es decir, les están mostrando sus propias realidades, les están llevando a tomar conciencia de las realidades en que viven. Ahora, es indudable que hay pocas afinidades entre los escritores latinoamericanos. Tú has señalado la diferencia que existe en la obra de dos argentinos: de Cortázar y de Borges, pero las diferencias son mucho mayores, abismales, si comparamos a Borges con un Carpentier, por ejemplo, o a Onetti contigo mismo, o a Lezama Lima con José Donoso; son obras muy distintas desde el punto de vista de las técnicas, del estilo, y también de los contenidos. ¿Tú crees que se puede señalar un denominador común entre todos estos escritores? ¿Cuáles serían las afinidades que hay entre ellos?
García Márquez: “En Cien años de soledad hay guiños a Carpentier, Fuentes o Cortázar”
G. G. M. Bueno, yo no sé si sea un poco sofista al decirte que creo que las afinidades de estos escritores están precisamente en sus diferencias. Ahora, me explico: la realidad latinoamericana tiene diferentes aspectos y yo creo que cada uno de nosotros está tratando diferentes aspectos de esa realidad. Es en este sentido que yo creo que lo que estamos haciendo nosotros es una sola novela. Por eso, cuando estoy tratando un cierto aspecto, sé que tú estás tratando otro, que Fuentes está interesado en otro que es totalmente distinto al que tratamos nosotros, pero son aspectos de la realidad latinoamericana; por eso, no creas que es casual cuando encuentras que en Cien años de soledad hay un personaje que va a dar la vuelta al mundo y se encuentra con que pasa el fantasma del barco de Victor Hughes, que es un personaje de Carpentier en El siglo de las luces. Luego, hay otro personaje, el coronel Lorenzo Gavilán, que es un personaje de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes. Hay, además, otro personaje que yo meto en Cien años de soledad. No es un personaje en realidad, sino una referencia: es uno de mis personajes que se fue a París y vivió en un hotel de la Rue Dauphine, en el mismo cuarto donde había de morir Rocamadour, que es un personaje de Cortázar. Hay otra cosa que te quiero decir, y es que estoy absolutamente convencido de que la monja que lleva al último Aureliano en una canastilla es la madre Patrocinio de La casa verde, porque, ¿sabes una cosa?, yo necesitaba un poco más de referencias de este personaje tuyo para saber cómo había podido ir de tu libro al mío, faltaban algunos datos y tú estabas en Buenos Aires, andando por todos lados. El punto adonde quiero llegar es este: la facilidad con que, a pesar de las diferencias que hay entre uno y otro, se puede hacer este juego, pasar los personajes de un lado a otro y que no queden falsos. Es que hay un nivel común, y el día que encontremos cómo expresar ese nivel escribiremos la novela latinoamericana verdadera, la novela total latinoamericana, la que es válida en cualquier país de América Latina a pesar de diferencias políticas, sociales, económicas, históricas…
M. V. LL. Me parece muy estimulante esa idea tuya. Ahora, en esa novela total, que estarían escribiendo todos los novelistas latinoamericanos, que representaría la realidad total latinoamericana, ¿tú crees que debe también tener cabida de alguna manera esa parte de la realidad que es la irrealidad y en la que se mueve precisamente Borges con gran maestría? ¿Tú no crees que Borges está, de alguna manera, describiendo, mostrando la irrealidad argentina, la irrealidad latinoamericana? ¿Y que esa irrealidad es también una dimensión, un nivel, un estado de esa realidad total que es el dominio de la literatura? Te hago esta pregunta porque yo siempre he tenido problemas para justificar mi admiración por Borges.
G. G. M. Ah, yo no tengo ningún problema para justificar mi admiración. Le tengo una gran admiración, lo leo todas las noches. Vengo de Buenos Aires con las Obras completas de Borges. Me las llevo en la maleta, las voy a leer todos los días, y es un escritor que detesto… Pero en cambio me encanta el violín que usa para expresar sus cosas. Es decir, lo necesitamos para la exploración del lenguaje, que es otro problema muy serio. Yo creo que la irrealidad en Borges es falsa también; no es la irrealidad de América Latina. Aquí entramos en paradojas: la irrealidad de América Latina es una cosa tan real y cotidiana que está totalmente confundida con lo que se entiende por realidad.
La tesis de Mario sobre Gabo vuelve a las librerías

Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez se conocieron en Caracas el 1 de agosto de 1967. El primero estaba en Venezuela para recoger el Premio Rómulo Gallegos por "La casa verde". El segundo llegaba de México aureolado por el éxito instantáneo de la obra que había publicado ese mismo año: "Cien años de soledad". Antes se habían escrito e incluso planeado redactar una novela a cuatro manos sobre la guerra entre Colombia y Perú de 1932.
Un mes más tarde volvieron a coincidir. Esta vez en Lima, en cuya Universidad de Ingeniería conversaron sobre literatura el 5 y 7 de septiembre. La transcripción de aquellas charlas vio la luz al año siguiente en un folleto de 58 páginas publicado por la propia universidad bajo el escueto título de "La novela en América Latina: diálogo". El mismo con el que se reeditó en 1972 en Argentina y en 2003 y 2013 en Perú. Ahora lo publica Alfaguara como "Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina", en un volumen prologado por Juan Gabriel Vásquez y completado con los testimonios de algunos de los presentes en el coloquio de 1967.
Vargas Llosa (31 años entonces) era más conocido que García Márquez (de 40), y no solo por jugar en casa, sino porque "Cien años de soledad" estaba muy reciente y novelas como "La ciudad y los perros" o la citada "La casa verde" lo habían consagrado antes. Pese a ello, adoptó el papel de entrevistador.
Su actitud no sorprende si se piensa que cuatro años después se iba a doctorar en la Complutense con una tesis consagrada a su admirado amigo. Poco después, en noviembre de 1971, Carlos Barral la publicó transformada en un ensayo de casi 700 páginas: "García Márquez: historia de un deicidio". Durante décadas ha sido un estudio de referencia sobre la obra del Nobel colombiano y una fuente esencial sobre su vida, dado que la extensa biografía que ocupa la primera parte se nutrió de los datos que el protagonista suministró al doctorando (que terminaría reconociendo que algunos —empezando por la fecha de nacimiento— eran erróneos).
Convertido en legendario por el desencuentro entre ambos, Vargas Llosa no permitió su reedición hasta 2006, cuando engrosó sus obras completas. Su reaparición exenta en Alfaguara es una buena foto de época y, de paso, el retrato indirecto de un escritor brillante que tuvo la generosidad de leer a su contemporáneo como si fuera un clásico. Una rareza. 

18.4.21

Claudio Magris: “La pandemia cambiará el mundo más que la Segunda Guerra Mundial”

 El escritor e intelectual italiano analiza el vacío producido por el coronavirus y las consecuencias de un periodo poco luminoso para la gran Europa que diseccionó en sus obras
Claudio Magris, en la residencia de la Embajada española en Roma, el pasado 14 de abril.ANTONELLO NUSCA/elpais.com

Claudio Magris (Trieste, 82 años) ha pasado la pandemia recluido en su casa de Trieste (norte de Italia). No ha sido su mejor año. En ningún sentido. Un día se descubrió mirando por la ventana, sin ni siquiera ganas de leer. La vida nos encierra a veces: hace ahora tiempo que no pisa el famoso café de San Marco, donde disfrutó de un cierto anonimato en infinitas tardes literarias. Pero se acaba de vacunar y ha vuelto a viajar. En el jardín de la residencia de la Embajada española en el Gianicolo romano, el autor de Danubio (Anagrama, 1986), el legendario relato con el que atravesó el telón de acero y el muro de la vieja Europa tres años antes de que fuese derribado, está de buen humor. “No ha sido el mejor periodo. Pero no me he muerto”, bromea.

Magris es el último de una estirpe de grandes intelectuales y escritores italianos que descifraron Europa: sus raíces y sus horizontes. Cabeza germánica y alma italiana, ha sido traductor, crítico, lector empedernido, viajero e, incluso, senador de la República Italiana. Recibió el Príncipe de Asturias de las Letras en 2004 y sigue siendo un faro de la cultura y el pensamiento en Italia, pese a que ha estado algo ausente en el último año y medio.

Pregunta. ¿Cómo se encuentra estos días?

Respuesta. Es muy difícil decirlo. Este periodo ha coincidido, por algunas combinaciones, con una etapa de mi vida de la que no voy a hablar aquí, pero que no ha sido fácil y lo ha hecho todo más complicado. Un tiempo en el que he corrido el riesgo de concentrarme demasiado en este aspecto que le digo.

P. ¿Qué impacto ha tenido en usted la pandemia?

R. El disgusto, el miedo, la crisis, la muerte, la casualidad… Impresiona ver todo este desastre y entender que nunca puedes estar seguro. He sufrido un gran malestar, como si me hubiera dado un puñetazo Cassius Clay… bueno él me habría matado del todo. Uno intenta sobrevivir, no dejarse vencer. Pero algo que me impresionó mucho fue lo que le leía a un escritor italiano, ahora no recuerdo su nombre, que explicaba cómo durante el primer periodo de la pandemia, cuando más encerrados estábamos, se le fueron las ganas de leer.

P. ¿Justamente porque tenía más tiempo?

R. A mí me sucedió igual. Viví un periodo en el que hacía lo que podía, atravesaba mis preocupaciones y mantenía la idea de vivir, claro. Pero cuando no tenía nada que hacer, me sorprendí a mí mismo negativamente mirando por la ventana en un estado de latente depresión. La lectura u otras formas artísticas no pueden ser un divertimento para pasar el tiempo esperando el tren. El hecho de disponer por primera vez de tanto tiempo lo convirtió en un tiempo vacío. Y la lectura se transformó en una lectura falsa. Una lectura deprimida.

“El hecho de disponer por primera vez de tanto tiempo lo convirtió en un tiempo vacío. Y la lectura se transformó en una lectura falsa. Una lectura deprimida”

P. ¿Le ha ocurrido también con las ganas de escribir?

R. Creo verdaderamente que en 2019, con el último libro que considero haber escrito, Tempo curvo a Krems… [hace un silencio]. Mire antes de escribir un libro hay que tener experiencias, hacer un camino, crearse toda una mochila. Yo escribí Danubio después de haber viajado. Y no solo materialmente. Lo hice en la cabeza, en el corazón, en el automóvil, con los barcos… Y ahora no creo, y lo digo honestamente aunque me haga mala publicidad, que esté en el momento de poder empezar con la idea de un libro de una cierta consistencia. El punto donde se terminó esa experiencia fue con aquella obra [Tempo curvo a Krems, que publicará Anagrama en septiembre].

P. Considera concluida su su experiencia como escritor…

R. No diría concluida... He sido muy feliz con algunas obras.

P. La pandemia arrasa mundos interiores y exteriores. ¿Cree que viviremos en uno muy distinto?

R. Se pueden hacer muchas consideraciones políticas o culturales. Pero lo que me impresiona es que cambiará el mundo más que la Segunda Guerra Mundial. Pertenezco a una generación para quienes el presente no es solo hoy, miércoles al mediodía, día de la Segunda República en España. Es un tiempo algo más largo. Mis hijos no vieron la Segunda Guerra Mundial, pero forma parte de sus vivencias, de lo que estaba presente en su casa. Y ahora hay una especie de fragmentación de ese tiempo.

“El mercado ya no se percibe como un sistema eficiente, sino como la medida de la vida. Y eso es algo que turba, porque las distancias sociales y laborales aumentan”

P. ¿Lo había vivido antes?

R. Cuando enseñaba en Bard College, en Annandale-On-Hudson [Nueva York, donde también fue profesora Hannah Arendt] hace unos 15 años, solo 5 o 6 estudiantes en una clase de 36 sabían quién fue Stalin. Les dije que no podíamos seguir adelante. No era como nombrar a un importante soberano asiático de hacía siglos. Stalin forma parte de un mundo vivido, con todas sus traiciones, millones de muertos en nombre de ciertos ideales… Algo que te marca no solo en el tiempo breve de la jornada. Sería como hacer un curso sobre el amor en Flaubert y que algunos no supieran qué es el amor o el sexo. ¿Debo empezar hablando de los órganos del cuerpo humano? Y eso es algo que se ha acentuado en un modo increíble. Y me hace sentir, de alguna manera, cerca de la muerte. Porque la muerte es la cancelación. Y observar cómo todo lo que yo siento como un presente duradero va borrándose produce una herida.

P. ¿El impacto cultural que provocará y los nuevos elementos que formarán el próximo presente de esa generación serán comparables al de las grandes guerras?R. Hay que intentar no ser un integrado o un apocalíptico, como decía Umberto Eco en su libro. Yo no tengo ninguna voluntad de morir, aunque no esté muy lejano ese día. Pero mi muerte no puede ser vivida como la muerte del mundo. Así que no lo sé. Pero esta relación a distancia que mantenemos ahora todos modificará el equilibrio político y social. Cuando 40.000 obreros se juntaban en la Fiat, la fuerza que surgía era automática. El mercado ya no se percibe como un sistema eficiente, sino como la medida de la vida. Y eso es algo que turba, porque las distancias sociales y laborales aumentan. Piense en los riders que nos traen la comida y ganan un euro por pedido. Se creará un nuevo tipo de clases que, sin embargo, no están en conflicto. No tengo instrumentos para juzgar este cambio. Pero como le decía, sobre todo, me impresiona esa memoria corta.

P. El tiempo cronológico ha seguido transcurriendo durante la pandemia, pero el biográfico de muchas personas ha quedado congelado. ¿Qué tipo de relación tendremos con esta memoria y qué identidad se creará?

R. No sé qué será la memoria de estos días, pero piense en todo el lenguaje de las redes sociales concentrado en una instantaneidad. Cuando la memoria se convierte en algo tan corto que parece que lo que ha sucedido esta mañana pertenece a los tiempos de la Reconquista, se altera la relación que mantenemos con la identidad. También con la literatura.

P. ¿Cómo cambiará nuestra relación con la muerte la pandemia?

R. Es difícil decirlo, pero se puede comparar con lo que recuerdo de la Segunda Guerra Mundial y los bombardeos. Hay algo de ello en esta pesadilla de la pandemia. Pero ahí había cierto sentido oculto en algo parecido al destino. En este caso se tata de algo más misterioso, que le resta algo de impulso. Estoy algo desconcertado.

P. Durante un tiempo, Italia ha vivido una turbulencia populista sin precedentes. ¿Qué ha sucedido?

R. No lo sé. Pero confieso que esta transformación radical de la política me ha cogido muy desprevenido. La veía, sí. Pero admito un desconcierto, y espero entenderlo antes de morir. Porque no es solo el populismo. Hubo un posicionamiento de mucha gente que cree ser de izquierdas y se comportan como si fuera de derechas.

P. ¿Por ejemplo?

R. Una distorsión cultural: la poeta negra que rechazó que sus versos fueran traducidos por un blanco. Muchos lo tomaron como una postura progresista, cuando es solo racista. Así como lo sería decir que un escritor inglés o español no puede ser traducido al inglés por un afroamericano. Pienso en qué habría dicho mi amigo Édouard Glissant, gran escritor de las Antillas, que combatió por la liberación de su gente y por todas las diversidades culturales de sus islas: “Las raíces no deben profundizar la oscuridad atávica de los orígenes, sino extenderse en la superficie como brazos, como ramas de un árbol. No para cancelar la propia diversidad, sino para convertirla en algo que permita encontrarnos”. Y la diversidad es recíproca. Por eso las palabras de esa poeta no pueden interpretarse como progresistas. 

“Nunca pensé que vería en la plaza central de Varsovia, la que fue destruida por los nazis, gente que desfilaba con cruces gamadas y esvásticas”

P. Si hoy tuviera que embarcarse en un proyecto como Danubio, ¿cómo contaría esta Europa?

R. Es difícil decirlo porque cuando empecé a escribirlo no sabía qué haría. Un libro nace haciendo camino. No se puede decir qué libro harías, es como hablar así de un hijo que no has engendrado. Pero algo que me hiere mucho es que hoy las esperanzas de muchos países y del mundo danubiano parecen negarse a sí mismas. Nunca pensé que vería en la plaza central de Varsovia, la que fue destruida por los nazis, gente que desfilaba con cruces gamadas y esvásticas. Así que no puede preguntarme esto… porque seguramente hoy no escribiría el Danubio. ¿Pero sabe qué?

P. Diga.

R. A veces tengo la sensación de que si existo en el mundo es gracias a España. Si no hubiera existido el Danubio español, quizá no se hubiera traducido a las otras 30 lenguas. Hubo una extraña conexión que nunca antes me había sucedido. Grandes discusiones y debates, pero nunca un solo malentendido. Siento que hablamos una lengua común.

P. Usted siempre ha reivindicado esa otra idea compartida: el patriotismo europeo. ¿Todavía es posible ese sentimiento con todo lo que estamos viendo?

R. Mire, yo siempre he soñado una Europa como un Estado. Un Estado con una Constitución en la que, naturalmente, cada parte del estado tiene su diversidad. Como sucede en Italia con las regiones, pero sobre la base de una Constitución común. Y desde ese punto de vista, soy un patriota europeo. Somos matrioskas. Pero se necesita una base común para que haya un patriotismo europeo que cada vez escasea más.

P. En su libro Instantáneas (Anagrama, 2020), hay un capítulo llamado Selfie en el que se observa con disgusto. ¿Qué retrato de sí mismo tiene en este momento?

R. Esencialmente es un retrato autocrítico. No soy peor que los demás, pero es como si tuviese la sensación de ordenar algunas cosas de mi vida, también del pasado, pero resulta ya imposible. El tiempo es relativo, yo escribí un libro llamándolo curvo… Pero mire, usted ha llegado aquí a las 12 y ahora es ya la una.

17.4.21

SEIS AÑOS DE SOLEDAD...


Breves nostalgias sobre Juan Rulfo


Gabriel García Marquez y Juan Rulfo en su homenaje, en 1980. CentroGabo.Org




Gabriel García Márquez
Yo vivía en un apartamento sin ascensor de la calle Renán, en la colonia Anzures, con Mercedes y Rodrigo, que entonces tenía menos de dos años. Teníamos un colchón doble en el suelo del dormitorio grande, una cuna en el otro cuarto, y una mesa de comer y escribir en el salón, con dos sillas únicas que servían para todo. Habíamos decidido quedarnos en esta ciudad que todavía conservaba un tamaño humano, con un aire diáfano y flores de colores delirantes en las avenidas, pero las autoridades de inmigración no parecían compartir nuestra dicha. La mitad de la vida se nos iba haciendo colas inmóviles, a veces bajo la lluvia, en los patios de penitencia de la Secretaría de Gobernación. En las horas que me sobraban escribía notas sobre la literatura colombiana que transmitía de viva voz por la Radio Universidad, dirigida entonces por Max Aub. Eran unas notas tan sinceras, que el embajador de Colombia llamó un día por teléfono a la emisora para sentar una protesta formal. Según él, las mías no eran notas sobre la literatura colombiana, sino contra la literatura colombiana. Max Aub me llamó a su despacho, y yo pensé que aquel era el final del único medio de supervivencia que había logrado conseguir en seis meses. Pero ocurrió lo contrario.El descubrimiento de Juan Rulfo –como el de Franz Kafka– será sin duda un capítulo esencial de mis memorias. Yo había llegado a México el mismo día en que Ernest Hemingway se dio el tiro de muerte –2 de julio de 1961–, y no sólo no había leído los libros de Juan Rulfo, sino que ni siquiera había oído hablar de él. Era muy raro. En primer término, porque en aquella época yo me mantenía muy al corriente de la actualidad literaria, y en especial de la novela en las Américas. En segundo término, porque los primeros con quienes hice contacto en México fueron los escritores que trabajaban con Manuel Barbachano Ponce en su Castillo de Drácula de las calles de Córdoba, y con los redactores del suplemento literario de Novedades, que dirigía Fernando Benítez. Todos ellos conocían muy bien a Juan Rulfo, al contrario de lo que ocurre con los clásicos grandes, es un escritor que no se lee mucho pero del cual se habla muy poco.
–No he tenido tiempo de oír el programa –me dijo Max Aub–. Pero si es como dice tu embajador, debe ser muy bueno.
Yo tenía treinta y dos años, había hecho en Colombia una carrera periodística efímera, acababa de pasar tres años muy útiles y duros en París, y ocho meses en Nueva York, y quería hacer guiones de cine en México. El mundo de los escritores mexicanos de aquella época era similar al de Colombia, y me encontraba muy bien entre ellos. Seis años antes había publicado mi primera novela, La Hojarasca, y tenía tres libros inéditos: El coronel no tiene quien le escriba, que apareció por esa época en Colombia; La Mala Hora, que fue publicada por la editorial Era poco tiempo después a instancias de Vicente Rojo, y la colección de cuentos de Los Funerales de la Mamá Grande. Sólo que de este último no tenía sino los borradores incompletos, porque Álvaro Mutis le había prestado los originales a nuestra adorada Elena Poniatowska, antes de mi venida a México, y ella los había perdido. Más tarde logré reconstruir todos los cuentos, y Sergio Galindo los publicó en la Universidad Veracruzana a instancias de Álvaro Mutis.
De modo que era ya un escritor con cinco libros clandestinos. Pero mi problema no era ese, pues ni entonces ni nunca había escrito para ser famoso sino para que mis amigos me quisieran más, y eso creía haberlo conseguido. Mi problema grande de novelista era que después de aquellos libros me sentía metido en un callejón sin salida, y estaba buscando por todos lados una brecha para escapar. Conocía bien a los autores buenos y malos que hubieran podido enseñarme el camino, y sin embargo me sentía girando en círculos concéntricos. No me consideraba agotado. Al contrario: sentía que aún me quedaban muchos libros pendientes, pero no concebía un mundo convincente y poético de escribirlos. En esas estaba, cuando Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa:
– ¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!
Era Pedro Páramo.
Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí La metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá –casi diez años atrás– había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El Llano en Llamas, y el asombro permaneció intacto. Mucho después, en la antesala de un consultorio, encontré una revista médica con otra obra maestra desbalagada: “La herencia de Matilde Arcángel”. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.
No había acabado de escapar al deslumbramiento, cuando alguien le dijo a Carlos Velo que yo era capaz de recitar de memoria párrafos completos de Pedro Páramo. La verdad iba más lejos: podía recitar el libro completo, al derecho y al revés, sin una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo.
Carlos Velo me encomendó la adaptación para el cine de otro relato de Juan Rulfo, que era el único que yo no conocía en aquel momento: El Gallo de Oro. Eran 16 páginas muy apretadas, en un papel de seda que estaba a punto de convertirse en polvo, y escritas con tres máquinas distintas. Aunque no me hubiera dicho de quién era, lo habría sabido de inmediato. El lenguaje no era tan minucioso como el del resto de la obra de Juan Rulfo, y había muy pocos recursos técnicos de los suyos, pero su ángel personal volaba por todo el ámbito de la escritura. Más tarde, Carlos Verlo y Carlos Fuentes me invitaron a hacer una revisión crítica de la primera adaptación de Pedro Páramo para el cine.
Menciono estos dos trabajos cuyo resultado final estuvo muy lejos de ser bueno porque ellos me obligaron a profundizar todavía más en una obra que sin duda ya conocía mejor que el propio autor. A quien, por cierto, no conocí en persona sino varios años después.
Carlos Velo había hecho algo sorprendente: había recortado los fragmentos temporales de Pedro Páramo, y había vuelto a armar el drama en un orden cronológico riguroso. Como simple recurso de trabajo me pareció legítimo, aunque el resultado era un libro distinto: plano y descosido. Pero me fue muy útil para una comprensión mejor de la carpintería secreta de Juan Rulfo, y muy revelador de su insólita sabiduría.
Había dos problemas esenciales en la adaptación de Pedro Páramo. El primero era el de los nombres. Por subjetivo que se crea, todo nombre se parece de algún modo a quien lo lleva, y eso es mucho más notable en la ficción que en la vida real. Juan Rulfo ha dicho, o se lo han hecho decir, que compone los nombres de sus personajes leyendo lápidas de tumbas en los cementerios de Jalisco.
Lo único que se puede decir a ciencia cierta es que no hay nombres propios más propios que los de la gente de sus libros. A mí me parecía imposible –y me sigue pareciendo– encontrar jamás un actor que se identificara sin ninguna duda con el nombre de su personaje.
El otro problema –inseparable del anterior– era de las edades. En toda su obra, Juan Rulfo ha tenido el cuidado de ser muy descuidado en cuanto a los tiempos de sus criaturas. Narciso Costa Ros ha hecho hace poco una tentativa fascinante de establecerlos en Pedro Páramo. Yo siempre había pensado, por pura intuición poética, que cuando Pedro Páramo logró por fin llevar a Susana San Juan a su vasto reino de la Media Luna, ella era ya una mujer de sesenta y dos años. Pedro Páramo debía ser unos cinco años mayor que ella. En realidad, el drama me parecía más grande, más terrible y hermoso, si se precipitaba por el despeñadero de una pasión senil sin alivio. Las edades establecidas para ambos por Costa Ros no son las mismas, pero no están muy lejos de las que yo había supuesto. Semejante grandeza poética era impensable en el cine. En las salas oscuras, los amores de ancianos no conmueven a nadie.
Lo malo de esos preciosos escrutinios, es que las razones de la poesía no son siempre las mismas de la razón. Los meses en que ocurren ciertos hechos son esenciales para el análisis de la obra de Juan Rulfo y yo dudo de que él fuera consciente de eso. En el trabajo poético –y Pedro Páramo lo es en su más alto grado– los autores suelen invocar los meses por compromisos distintos del rigor cronológico. Más aún: en muchos casos se cambia el nombre del mes, del día y hasta del año, sólo por eludir una rima incómoda, oír una cacofonía, sin pensar que esos cambios pueden inducir a un crítico a una conclusión terminante. Esto ocurre no sólo con los días y los meses, sino también con las flores. Hay escritores que se sirven de ellas por el prestigio puro de sus nombres, sin fijarse muy bien si corresponden al lugar o a la estación. De modo que no es raro encontrar buenos libros, donde florecen geranios en la playa y tulipanes en la nieve. En Pedro Páramo, donde es imposible establecer de un modo definitivo dónde está la línea de demarcación entre los muertos y los vivos, las precisiones son todavía más quiméricas. Nadie puede saber, en realidad, cuánto duran los años de la muerte.

He querido decir todo esto para terminar diciendo que el escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros, y que por eso me era imposible escribir sobre él sin que todo esto pareciera sobre mí mismo. Ahora quiero decir también que he vuelto a releerlo completo para escribir estas breves nostalgias, y que he vuelto a ser la víctima inocente del mismo asombro de la primera vez. No son más de trescientas páginas, pero son casi tantas, y creo que tan perdurables, como las que conocemos de Sófocles.