Alfaguara publica la obra póstuma del autor que falleció en 2015, una hazaña literaria resumida aquí por su esposa
El novelista, periodista y fotógrafo Rafael Baena (1956-2015) con Amalia Carrillo, también literata, su esposa, madre de sus hijos y su primera lectora. / Claudia Rubio./elespectador.com |
Estábamos acostumbrados a ver a Rafa siempre detrás de una cámara, persiguiéndonos por toda la casa y disparando fotos. Hacía experimentos con la luz, a veces inventaba montajes, y jugaba alrededor del tema. En una tarde cualquiera de 1993 sacó su mimada cámara Hasselblad para hacerles fotos a los niños, y tuvo de repente una epifanía: encima de un viejo baúl puso un revólver, en el tambor insertó cinco cigarrillos Pielroja y en una hoja escribió “Señor juez, Pielroja satisface plenamente el deseo de fumar”. La foto quedó en el archivo de 6x6 junto con tantos otros negativos y contactos que juiciosamente guardaba en sobres fechados.
Veintidós años después, a comienzos de 2015, me entregó el manuscrito de Memoria de derrotas, el último manuscrito de sus novelas que yo leería, y encontré esta misma anécdota entre sus páginas. Le dije que buscáramos el negativo en el archivo, y que tal vez podría ser la carátula del libro. A él le llamó la atención y lo escaneó. Nombró al archivo digital “Pre-munición”.
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Nuestra casa estuvo constantemente habitada por los personajes de sus novelas, cada uno fue parte de nuestras vidas. Al desayuno y con el primer café de la mañana, el mayor Enrique Arce, Julia y Camila entraban en la cocina; el negro Rondón y Bolívar, los jinetes, los caballos, Micaela y Débora, Toño, Raquel, Samaria, Lorenzo, y tantos otros, se encarnaban y ocupaban nuestros espacios. En la ceremonia de los días, y en ese diálogo inefable que sostiene la órbita de la casa, entre la lista del mercado y los deberes cotidianos, me narraba emocionado qué pasaba con ellos y hacia dónde iban, discutíamos cada personaje como quien habla de un miembro de la familia o de un amigo. Durante diez años escribió con una disciplina de acero y con una pasión que lo desbordaba y lo blindaba contra la inapelable noción de que su reloj vital no funcionaba como el de los otros. El suyo era un reloj de cuenta regresiva acelerada, amenazador como el de una bomba explosiva: la enfermedad sin retorno. Desde el pasillo yo escuchaba el sonido del teclado y la velocidad de la digitación me señalaba si podía interrumpirlo. A las seis de la tarde daba por terminada la labor, y lo que quedaba de él tras el consumo de energía que le significaba la escritura, lo invertía en lecturas, partidos de fútbol o béisbol, o en encuentros con los amigos a los que tanto amó y cuidó con prudencia, que le devolvían con generosidad el aliento y la alegría como en un juego de espejos.
Cuando ponía punto final a cada libro se afiliaba al pesimismo, se tasaba vacío y abatido, nada era lo suficientemente estimulante. Sabía que tenía que descansar, ocupar su mente en otros asuntos por un tiempo prudente, pero ello le significaba un esfuerzo enorme: deambulaba por la casa, arrastrando la extensa cánula de oxígeno, como un astronauta perdido en el espacio y sin perspectiva de rescate tras el naufragio de la nave. Aun antes de terminar el libro, él ya sabía de qué iba el siguiente texto, entonces libraba una batalla interna entre la urgencia de sentarse frente al computador y la necesidad de un descanso mental saludable. “Estoy que me siento sobre las manos para no escribir”.
En su cabeza iba armando la estructura y le daba vueltas al asunto. De repente, en medio de la elaboración del almuerzo, cortando un tomate, por ejemplo, le llegaba como de otra parte una iluminación, una forma de seguir el rumbo, y corría al estudio para anotar la idea: “Tengo un rayo cogido por la cola”.
La música era fundamental. Elegía previamente las piezas que lo acompañarían a lo largo de la escritura, elaboraba listas de reproducción que se convertían en la banda sonora del proceso, y de la casa. Recuerdo que para ¡Vuelvan caras, carajo! buscó por varios días música de la época, y finalmente pude traer un disco que escuchamos por varios meses. Una noche de fiesta, Rafa, que no sabía bailar, puso el disco y nos mostró cómo bailaba Simón Bolívar; empataba hasta el infinito cortes de audio de cargas de caballería que sonaban mientras relataba las batallas. Siempre fue ahora o nunca fue escrita en clave de rock. Algunas veces lo vi salir de su estudio con lágrimas en los ojos porque había tenido que matar algún personaje, que podía ser un caballo. A los protagonistas femeninos les dedicaba mucho tiempo, intentaba sentir y pensar como mujer, me consultaba o llamaba a sus amigas para hacerles preguntas sobre cómo reaccionarían frente a tal o cual circunstancia. Para La bala vendida, por ejemplo, quiso narrar en primera persona a Micaela, pero se dio por vencido.
El marco histórico en el que vivían sus personajes lo arrojaba continuamente a la orilla de la investigación minuciosa y a su propio bagaje, que no era escaso. Estudiaba mapas, investigaba nombres y especies de flora y fauna, vestuarios, uniformes, pertrechos y armas, la marca de un piano, trayectos de carreteras, hasta lo más insospechado. Varias veces traje fotocopias desde la biblioteca cuando la red se quedaba corta, o pedía a las bibliotecas públicas internacionales un servicio especial.
La pulcritud del lenguaje, la palabra precisa, el ritmo, el tono, la calidez sensorial de las palabras eran parte de su ser. Rafa hablaba así, siempre con corrección, siempre con sintaxis, ¡incluso para pelear! Otro de sus desvelos era el respeto por el lector, por su inteligencia y por su paciencia: jamás aburrirlo, mantenerlo tan despierto como él se sentía cuando leía novelas de aventuras siendo niño. Admiraba mi capacidad para no languidecer, según él, entre La montaña mágica, de Mann, o La náusea, de Sartre. Siempre quería que estuviera “pasando algo”. Con el cine, por ejemplo, hacía un esfuerzo monumental por acompañarme a ver “el frenético ritmo del cine europeo”, cuando en el fondo de su corazón sólo le interesaba ver Star Wars y toda la saga de Indiana Jones, y vivía sorprendido por el hecho de que el jurado de la Academia de los Premios Óscar no le otorgara al Pato Lucas o a Baloo, el oso de El libro de la selva, el premio a Mejor Protagonista. Entonces peleábamos como niños y nos lanzábamos títulos de libros y películas como si fueran munición: yo decía Camus, él Mailer, yo lanzaba a Tolstoi, él bateaba a Vonnegut, le pateaba a Virginia Woolf y él la tapaba con Patricia Highsmith, hasta que alguien salía a calmarnos.
Fue un privilegio ser su primera lectora. Empezaba a rondarme mientras leía, no me hacía preguntas, pero escudriñaba mi rostro y se comía las uñas. Tal vez él escuchaba el paso de las hojas como yo escuchaba el sonido del teclado mientras escribía, en vilo. El proceso de escritura de Memoria de derrotas fue diferente a todos los demás, porque tenía la clarividencia de que sería su última novela. Esta vez no vinieron a casa sus personajes a tomar café y, quizá por el hecho de ser antihéroes, ninguno mostró interés por ser discutido. Los mantuvo ocultos, sin presentarlos. Hubo muchos comentarios sobre una nueva y atrevida estructura que lo tenía entre angustiado y entusiasmado, y esta novedad llamó mi atención porque para los textos anteriores siempre estaba claro el esquema de antemano. Aparte de eso sólo hubo silencio. Entonces todo sucedió al revés, y el proceso lo volcó al centro de sí mismo sin piedad, como un guante que se quita de la mano y queda expuesto del otro lado.
La certeza devastadora del fin lo lanzó a un camino que, más que creativo, fue de introspección total. Estuvo profundamente triste, pasó por una crisis personal, insultó y puteó a la vida, apeló a la huelga de hambre. Como nada de esto funcionaba incursionó en la ontología: se formuló preguntas espinosas sobre la vida y la muerte, buscó un asidero en el Fedón, indagando la posibilidad de la inmortalidad del alma, en la que nunca creyó. Naufragó con La muerte de Ivan Ilich, se estrelló con un ensayo de Elías Norbert, La soledad de los moribundos, observó con atención el curso del universo. Pero en ese debate existencial tan cruel nada ni nadie le sirvió finalmente de auxilio, no pudo encontrar sosiego. Al final fue él y solo él: resolvió una a una sus dudas, de manera autónoma y con su mejor estilo, aferrado como siempre a su brillante y lúcida mente, aceptó las condiciones y supo darles cara con su humor más negro y fino. En medio de este vórtice de emociones escribió y terminó su última novela.
“Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria”, dice Pessoa en el fragmento que abre la novela, y es el espíritu del libro en gran medida. Memoria de derrotas, su antinovela, no es autobiográfica: es ficción regada aquí y allá con tintas de su vida, y es también la entrega final del texto, antes del cierre de edición. Como siempre, me cuesta mucho emitir un juicio objetivo sobre la escritura de Rafa, y quizás en este caso esa dificultad se vea incrementada por la evidente cercanía que existe entre el hilo narrativo y el hilo de nuestras vidas.
A pesar de ello, me atrevo a decir que Memoria de derrotas no es simplemente su antinovela, sino además y ante todo su novela absoluta, en el sentido de que logra condensar todos sus temas, sus felicidades y sus tristezas. Es como si él hubiese querido dejar aquí un retrato de sí mismo con el cual su familia y amigos pudiéramos dialogar, reír y llorar, un canal abierto entre este mundo y el otro. Como si hubiese creado esa vida después de la muerte, ese más allá del que ninguna religión y ningún sistema filosófico pudieron convencerlo finalmente. Esta novela es Rafa, para siempre.