Homenajes al autor de No habrá más penas ni olvido, que sigue con sus fanáticos y cosecha herederos
Osvaldo Soriano en su estudio. Foto Daniel Merle./revista Ñ |
Las novelas de Osvaldo Soriano interesaron al mundo porque eran divertidas, veloces, inteligentes, porque estaban colmadas de aventuras y peripecias, porque tenían robos espectaculares, armas, nieve, nostalgia, intriga política, personajes delirantes, selva, realismo y fantasía. Pero los argentinos las amamos porque Soriano supo contarnos, escribir sobre nosotros, con un cariño comprensivo y melancólico, porque nos explicó y nos justificó, porque no se mentía ni nos mentía, porque sabía cómo somos y a pesar de todo creía que valíamos la pena. Sus héroes tristes, perdedores, fueron profundamente nacionales, argentinos hasta los huesos en sus pequeños fracasos, en ese orgullo distraído que finge ser modestia. Con lo mejor de la argentinidad: un idealismo absurdo que no se rinde del todo, que se disfraza de escepticismo para sobrevivir, para que no se burlen de él, y que está siempre listo para volver a ilusionarse y convertirse en pasión.
Nos engañaba un poco este Soriano, que era en el fondo un gran solitario, haciéndonos creer que podríamos tan fácilmente ser sus amigos. Así era la sensación de proximidad que provocaban sus libros. Nos engañaba un poco con su aparente simpleza, que calaba hondo en nuestros desencantos: parecía tan fácil escribir así para cualquier aspirante a escritor argentino, como si no fuera más que decidirse. Nos engañaba haciéndonos creer que nos estaba contando una película de aventuras cuando en realidad lo que estaba logrando era ahondar en lo mejor y lo peor de nuestra historia. Quizás por eso lo extrañamos, veinte años después: porque nos haría tanta falta que nos cuente y nos explique a su manera todo lo que nos pasó desde entonces, todos los tropezones que dimos en la vida, todo lo que nos duele todavía, y que sólo él podría ayudarnos a comprender y aceptar.
Allí está A sus plantas rendido un león para mostrar que es posible contarnos la Argentina desde un ignoto país del Africa, lleno, por cierto, de gorilas. Que es posible, como Roberto Arlt, hacer literatura fantástica sin dejar de ser rigurosamente realista. Soriano atrapaba el idioma de todos los días y nos lo devolvía convertido en literatura, en una visión del país que era también visión del mundo, un lugar disparatado, cruel y sin sentido, donde sin embargo también era posible esa ternura íntima, privada, que sus personajes entregaban sin reservarse nada. Para nosotros, Colonia Vela es un pueblo cualquiera que representa a todos los pueblos del país. Para el mundo, Colonia Vela sea tal vez un microcosmos donde se exhiben la corrupción y el fracaso de la sociedad actual. Pero sobre todo es, para todos, ese lugar de la literatura en el que se revela la condición humana.
¿Quiénes son hoy los herederos de Soriano? Si la literatura fueran los temas, se podría decir que Eduardo Sacheri. Si fuera por ese juego de acercarse y alejarse de la trama policial, sin llegar a completarla nunca, sería Claudia Piñeiro. Si fuera la mezcla rara de realidad y delirio, quizás Leonardo Oyola, o Gabriela Cabezón Cámara. Pero la literatura no está en los temas, ni en las tramas, ni las mezclas. Está en la suma de todo eso y en algo más misterioso, más inefable, más imposible de analizar y definir. Prefiero pensar que el heredero de Soriano todavía no nació para la literatura argentina, que su legado se va a saltear una generación y va a aparecer después, inesperado y sorprendente, como apareció Hernán Ronsino para hacerse cargo de la herencia de Onetti.
A un escritor argentino (a los escritores varones en particular) no les basta con escribir, no les basta con tener muchos lectores o pocos pero fanáticos, no les basta con la popularidad o el prestigio, con ser un autor de multitudes o de culto. Necesita luchar por su espacio en la política interna de la literatura argentina. Para eso dedica más energía de lo que él mismo supone en organizar una trama de alianzas y rivalidades, amigos y enemigos. A Soriano la crítica académica nacional, a la que solo le interesan las viejas y nuevas vanguardias, lo miró por sobre el hombro con la desconfianza habitual con que mira a cualquier escritor que venda más de 300 ejemplares. Pero no por eso lo convirtió en anatema, no lo atacó ni trató de ridiculizarlo. Fue tal vez el mismo Soriano el que eligió el papel de víctima de la academia para poder organizar y definir sus compromisos y ubicarse en un determinado lugar político. Aunque ya nada de esto tiene demasiada importancia: allí están sus libros para el que tenga ganas de conocernos mejor.
Soriano y Fontanarrosa no fueron grandes amigos. Uno vivía de noche en Buenos Aires y el otro vivía de día en Rosario. Y sin embargo es difícil no imaginárselos hoy apostando sus mejores recuerdos en un truco conversado, hablando de algún tema intrínseco del ser nacional, como el gol que más gritaron en su vida, o la elección fundamental del momento en que se debe salar la carne para el asado. Soriano y Fontanarrosa juntos, esperándonos en el cielo de los argentinos.
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