Una investigación revela que el ejército alemán hizo un uso desmesurado de la metanfetamina
Tubo de Pervitina, marca con la que se vendió a la recién sintetizada metanfetamina durante el Tercer Reich./revista Ñ |
El nazismo, se ha dicho muchas veces, contenía dentro de sí el germen de su propio aniquilamiento. Lo que no se ha dicho tanto es que ese germen, además de ideología, estaba atiborrado de cocaína, oxicodona y metanfetamina, el adictivo psicoestimulante inventado en Alemania, que llegaría a repartirse como caramelos cuando los nazis quisieron conquistar el mundo. Que la fuerza de destrucción del Tercer Reich fuese tan arrolladora como su fuerza autodestructiva se vuelve espectacularmente evidente en la investigación que el escritor alemán Norman Ohler hace en su libro High Hitler: un relato minucioso del uso y abuso de drogas sintéticas en la Alemania nazi, y del papel efectivo que la manipulación de la química neuronal jugó en las acciones de los soldados alemanes –y del propio Hitler– durante la Segunda Guerra Mundial.
La investigación echa luz sobre un capítulo opaco, contado mal o contado a medias, de la aventura bélica y utópica del nazismo, que quiso imponer la perfección aria al tiempo que drogaba masivamente a su mano de obra militar. Pero el relato de Ohler –que no es historiador de formación y cuyo primer libro de no ficción es este– no comienza tras el ascenso nazi sino durante la República de Weimar, donde la necesidad de autoabastecimiento se convirtió en la madre de una pujante industria farmacológica, y la necesidad social de evasión se tradujo en un consumo generalizado de morfina, cocaína, heroína y opio en el noctámbulo Berlín de los años 20.
Pero el nazismo acabó con todo eso. Los “venenos seductores”, inyectables o inhalables fueron reemplazados por desfiles, banderas y ejemplares de Mi lucha. Los adictos fueron perseguidos y las leyes contra el consumo de drogas se endurecieron en pos de la “higiene racial”. En 1937, sin embargo, el laboratorio Temmler sintetizó metanfetamina, la comercializó bajo el nombre de Pervitina, y pronto se convirtió en la droga favorita de la Alemania nazi, recetada para “renovar la alegría de vivir”. La consumían, escribe Ohler, “desde secretarias que la usaban para mecanografiar más rápido, o actores para ponerse a tono antes de la función, a escritores que empleaban la acción estimulante para pasar noches lúcidas frente al escritorio, u obreros en las cadenas de montaje de las grandes fábricas para aumentar la producción”.
Poco después la pastilla encontró usos militares sistemáticos. Tras comprobarse que durante la campaña contra Polonia la Pervitina había “contrarrestado los síntomas de agotamiento”, se decidió institucionalizar su uso a través de una disposición que tenía el inverosímil nombre de “Decreto sobre sustancias despertadoras”. Los laboratorios Temmler se abocaron a fabricar la descomunal cantidad de 35 millones de comprimidos para que los soldados que se aventurarían contra Francia no durmieran, no temieran, no huyeran y no dejaran nunca de atacar. La invasión de mayo de 1940, se sabe, fue un éxito. Pero poco después la suerte alemana iría en picada. Las malas decisiones militares se acompañaron por drogas cada vez más extremas, como el D IX, que combinaba oxicodona, cocaína y metanfetamina, y se repartió a jovencitos que tuvieron que manejar submarinos torpedo extraviados, alucinados y en pánico.
Pero como en una parábola total, el drogadicto más grande del libro es el propio Adolf Hitler, cuyo médico personal, Theodore Morell, le suministró entre 1941 y 1945 unas 800 inyecciones y preparados compuestos por más de 90 principios activos, de los que un mínimo de 18 eran sustancias psicoactivas. Ohler describe al detalle la biografía farmacológica del Führer –a disposición en los archivos alemanes pero nunca explorada en profundidad–, y llega a preguntarse si, al final de sus días, no le habrá preocupado menos la derrota en la guerra mundial que la tortura física que padecía a causa de la ruina en la que había convertido su cuerpo.
En charla con Ñ desde Cartagena, dondo fue invitado al Hay Festival, Ohler contó detalles sobre su proceso de investigación, explicó ciertas omisiones en la historiografía del nazismo, y habló sobre el impacto de las drogas en la decadencia del sistema y de su líder.
–Mientras escribías el libro ¿te preocupó la mirada de los historiadores sobre tu trabajo?
–No, solo pensaba en que había una historia que necesitaba ser contada y que nadie lo había hecho antes. Ni siquiera se me ocurrió que a los historiadores podría parecerles raro que un, por así decir, “no historiador” escribiera un libro de historia. Después, cuando empecé la etapa de producción y verificación de hechos me di cuenta de que el libro tenía que cumplir con estándares académicos, algo que no había previsto en el comienzo, cuando empecé a investigar, porque soy un novelista y… solo escribo.
–El nazismo es probablemente el capítulo de la historia humana sobre el que más se ha escrito e investigado. ¿En qué momento te diste cuenta de que tenías entre manos algo nuevo?
–Fue en Coblenza, un pueblito sin pretensiones al oeste de Alemania en el que está el Bundesarchiv, el Archivo Federal alemán. Me hospedé en un bed and breakfast que tampoco tenía pretensiones, me tomé un colectivo, y llegué al edificio; un lugar “muy alemán” en el que todo estaba bien organizado. Pedí ver los papeles de Theodore Morell, el médico de Hitler, y a los 20 minutos me llevaron al sótano y me los dieron. Desde el principio me di cuenta de que lo que tenía entre manos era fascinante; no me entregaron copias, sino originales. Sus cuadernos de puño y letra. Pasé días muy emocionantes en ese pueblo en el que normalmente no me habría quedado ni una tarde, y me di cuenta de que la relación Morell-Hitler era una gran historia para contar. Lo mismo me pasó en Friburgo, donde está el archivo del ejército alemán y donde investigué el uso masivo de metanfetaminas.
–En High Hitler argumentás que una de las razones por las que históricamente se pasó por alto el tema de las drogas en la Alemania nazi tiene que ver precisamente con la narrativa nazi acerca de la deseable “abstinencia” del pueblo alemán. ¿Habrá otras razones?
–Bueno, durante el proceso trabajé muy estrechamente con Hans Mommsen, el destacado historiador alemán del nacionalsocialismo, que murió repentinamente el año pasado. La primera vez que le mostré mi investigación se quedó completamente asombrado porque él lo sabía todo sobre el nazismo, pero nunca había oído que las drogas jugaran algún tipo de papel. Me dijo que suponía que los historiadores nunca se habían fijado en el tema porque no tenían idea sobre el mundo de las drogas. Y tiene sentido; en Alemania los historiadores trabajan dentro de las universidades y viven un poco dentro de sus torres de cristal. Tal vez se necesitaba que fuese un novelista quien se acercase al material. Por otro lado, los historiadores alemanes tienen una gran cantidad de técnicas y métodos para lidiar con el nacionalsocialismo, y las drogas nunca fueron una herramienta que usasen para examinar ni la historia en general ni, específicamente, la historia de ese período. Por eso puede que hayan pensado instintivamente que no era “políticamente correcto” investigar el tema y explicar a través de las drogas algo tan horrible como lo que sucedió durante el nazismo. Si ese fue el caso, creo que se equivocaron. Creo que es totalmente correcto y que mi libro demuestra que se pasó por alto algo importante.
–¿Tuviste indicios de que la SS usara drogas como lo hizo el ejército alemán?
–No encontré nada sobre eso, pero hubo un lugar al que no fui: el Museo Yad Vashem en Jerusalén, donde puede que haya material al respecto. Sin embargo, lo cierto es que la SS destruyó la mayoría de sus archivos en abril de 1945, mientras que los registros del ejército alemán todavía están disponibles. Cuando visité la Sanitätsakademie der Bundeswehr, en Munich, me dijeron que podía leer todas las cartas que los soldados alemanes habían escrito desde el frente durante la Segunda Guerra Mundial, para ver si había algo sobre la Pervitina. Y yo dije que sí, que claro, pero que seguramente eran un montón de cartas. Me contestaron que eran “un par de millones” y que estaban totalmente desorganizadas. En fin, estoy seguro de que todavía hay mucho más por descubrir, así que tal vez mi libro haya dado una visión general del tema, y un puntapié para seguir investigando.
–Hay algo que queda claro: los nazis habrían sido nazis con o sin drogas. Pero estas parecen haber torcido el destino de batallas clave. La pregunta es ¿qué tan lejos se puede llegar con este razonamiento? ¿Puede decirse que las drogas “cambiaron” el curso de la historia?
–Estoy totalmente convencido de que las drogas tuvieron un efecto importante en la estrategia alemana. Primero en la campaña contra Polonia, pero especialmente contra Francia en 1940, donde el tiempo era crucial y no dormir fue decisivo. Se trató de una de las batallas más importantes de la Segunda Guerra Mundial; una que en cierto sentido sentó las bases para los desarrollos posteriores del conflicto. La metanfetamina no fue la única razón por la que el ejército nazi ganó allí, pero era parte de la estrategia elegida, de modo que, sin la droga, la estrategia podría no haber funcionado. Desde luego, nunca vamos a saberlo con seguridad, pero mi valoración es que en la campaña contra Francia el suministro de dosis de metanfetamina a los soldados fue central, y dado que el resultado de esa batalla fue clave para desarrollos ulteriores, diría que la droga sin duda tuvo una gran influencia en la Segunda Guerra Mundial.
–El libro se centra también en la drogadicción rampante de Hitler y su visible decadencia física y resolutiva, acompañada por recurrentes fracasos militares. Además de drogadicto, tu libro muestra al Führer como un mal estadista y un mal estratega. ¿Por qué todos le fueron leales hasta el fin?
–Bueno, tuvo que ver con el miedo; estamos hablando de un estado totalitario. Si te ponías en contra de Hitler no ibas a durar mucho. Tenía gente muy importante y leal alrededor, como Martin Bormann, el secretario del partido, o Heinrich Himmler, cúpula de la SS. El sistema entero se basaba en obedecer a Hitler. En la Alemania nazi no había discusiones libres acerca de cómo continuar con el esfuerzo bélico. Esa era la debilidad del sistema y por eso al final se derrumbó. Estaban seguros de que tenían una sola voluntad a seguir, y que eran más fuertes que las democracias porque en ellas había que llegar a acuerdos y eso las debilitaba. Pero en realidad eso era justamente lo que las hacía más fuertes, ya que las decisiones que tomaban eran racionales, mientras que las decisiones que se estaban tomando en Alemania eran por completo irracionales. Todo el sistema estaba destinado a fallar; incluso sin drogas habría fallado.
¿Qué hicieron las drogas por Hitler?
–Hitler, al parecer, era una persona muy carismática en un principio. Hasta 1941 fue capaz de convencer a todos de sus ideas; era intenso, claro, elocuente, y la gente realmente creía que estaba haciendo lo correcto. Más tarde sus decisiones se volvieron defectuosas al tiempo que empezó a usar más y más drogas para reemplazar el carisma natural que estaba perdiendo; quería sentir por sí mismo que era prodigioso y enérgico y que el resto creyera lo mismo. Por eso usó el opiáceo Eukodal: para permanecer tranquilo, enfocado, con la mente clara y completamente eufórico. Para seguir siendo convincente.
–Ninguno de los funcionarios que ordenó los experimentos humanos con drogas pesadas en el campo de concentración de Sachsenhausen, ni ninguno de los que permitió después que jóvenes de 16 años manipularan submarinos llenos de D IX en sangre fueron inculpados tras la guerra. ¿Por qué?
–La Marina salió limpia de la guerra. Dijeron que nunca tuvieron nada que ver con la “malvada SS”. Supongo que los investigadores internacionales de Núremberg no fueron lo suficientemente minuciosos.
–¿Qué pensás hoy sobre las películas acerca de los últimos días de Hitler? Por ejemplo la célebre La caída, protagonizada por Bruno Ganz.
–La caída pasa absolutamente por alto la adicción de Hitler a las drogas. Para mí, por lo tanto, no es una representación muy exacta. Pero hay parodias en YouTube, de esas donde Hitler sale subtitulado, en las que aparece gritando por sus drogas. Son bastante graciosas y, podría decirse, más precisas.
Estudió periodismo en Hamburgo y escribió para revistas como Spiegel, Stern, Geo y DIE ZEIT. Es autor de las novelas La máquina de cuotas (Debate, 1996), Mitte (2001) y Ponte City (2003). Coescribió el filme Palermo Shooting junto al realizador alemán Wim Wenders. High Hitler (en alemán Der totale Rausch y en España El gran delirio) es su primer libro de no ficción y está siendo traducido a veinticinco idiomas.
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