Tal vez sea la hora de comenzar a darnos una oportunidad dándoselas a todos aquellos autores que quedaron en la cuneta de la historia literaria del continente latinoamericano
Ilustración de Santiago Caruso para La condesa sangrienta, de Alejandra Pizarnik./elpais.com | ||
Ya es casi un lugar común afirmar que el Boom latinoamericano
fue un hito en la historia de la literatura de ficción (poesía, cuento, ensayo)
pero que a la vez sepultó obras y nombres relevantes. En el boom confluyeron
circunstancias históricas, sociales, políticas y estéticas que no fueron poco
determinantes en la configuración de una generación de novelistas de distintos
países. De pronto, en menos de un decenio, entre el segundo lustro de los
sesenta y el primero de los setenta, cuajaron distintas poéticas, muy potentes
en fuerza creadora. Pero el Boom fue también esa generación que faltaba. Cuando
se oye mencionar una novela que se
titula Cien años de soledad (1967), con sólo conocerse a grandes rasgos su
hilo argumental y someras referencias sobre su diseño formal y estilístico, su
inminente publicación ya produce en sus futuros lectores una suerte de mágica
expectación. Solo faltó que la lectura de la novela confirmara rotundamente la
sospecha de que se estaba ante una obra maestra de difícil catalogación. A
partir de aquí, se inicia uno de los fenómenos literarios más importantes y
prestigiosos, no solo en lengua castellana, sino en la influencia que ejerció
en todo el territorio de la ficción mundial. Así nació un primer Boom compuesto
por Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas
Llosa. Luego le siguió lo que estudiosos del fenómeno (literario y sociológico,
vale decir) bautizaron con el nombre de segundo Boom, formado por Juan Rulfo,
Augusto Roa Bastos, José Donoso, Lezama Lima y Guillermo Cabrera Infante. No
creo que haya que insistir mucho en los daños colaterales del boom, si lo
comparamos con los grandes beneficios que generó en la ficción latinoamericana
toda, fuera del país que fuera, los géneros o la cronología a la que
perteneciera. El éxito estético, de mercado y de crítica del boom es uno de los
fenómenos sociológicos más complejos de explicar. Pero a la vez descorrió, como
por arte de magia, el tupido velo que disimuló durante años y decenios el
sinnúmero de pioneros del boom. Y también abrió el camino para reconocer la
impronta del Boom en los grandes epígonos o rupturistas que le siguieron.
Tal vez sea la hora de
comenzar a darnos una oportunidad dándoselas a todos aquellos autores que
quedaron en la cuneta de la historia literaria del continente latinoamericano.
Darles una segunda oportunidad a los argentinos Leopoldo Marechal, Eduardo
Mallea y Ernesto Sábato. Tres territorios, tres maneras de entender la tarea
novelística. Todavía no está dicha la última palabra sobre una novela como Adán Buenosayres (Marechal, 1948); todavía se sigue discutiendo la
importancia capital de Sobre héroes y tumbas (Sábato, 1955); y qué decir de
la prosa demorada de un Mallea a la búsqueda siempre de un sentido espiritual
en medio del sinsentido de la condición humana.
Soy un apasionado de
la literatura del uruguayo Felisberto
Hernández (como lo soy de novelas como La bahía del silencio, 1940, del
mismo Mallea): Hernández resume en sus cuentos la investigación de lo
eternamente inexplicable. También propongo volver al argentino Macedonio
Fernández: propongo sus novelas metafísicas, novelas absolutamente alejadas de
las leyes de verosimilitud convencionales: novela de momentos, de fogonazos
espirituales. Toda una manera de nadar contracorriente, contra las estructuras
decimonónicas, contra la trama y a favor del balbuceo del ser en soledad.
Macedonio funda la gran literatura del lenguaje puro, guante formal que recoge
un maldito muy posterior llamado Néstor Sánchez.
Creo que nos debemos
un retorno a Lezama Lima: un retorno al verbo entendido como fuente de un
conocimiento de la escritura desde dentro: un conocimiento cuasi carnal de las
palabras, de las frases. Propongo volver a Paradiso (1966), una novela de
formación que es casi un lujo tenerla escrita en castellano.
La lectura reciente de
una novela de Carmen Martín Gaite me recordó al argentino Manuel Puig. Me
recordó su facilidad para los registros formales y lingüísticos fronterizos. La
lengua de las tías, madres y vecinas, ese cosmos deslumbrantes de palabras
vivas, casi documentales que van descubriendo una trama existencial de
provincias. Boquitas pintadas (1969). Puig opera una vuelta de tuerca al
realismo y a lo que quedaba del costumbrismo. Las convenciones sociales y
sexuales explotan en esa parodia de vida que Puig le inflige a la clase media
argentina.
También releyendo a
Cortázar y haciendo mención de Lezama Lima, me viene a la memoria una novela
soberbia y sabía: me refiero a Palinuro de México (1975), de Fernando del
Paso. Nadie puede negar la marca rabelesiana de sus páginas, su plasmación de
la parodia más exacta y su humor implacable.
Perdone el lector cierto desorden en las oportunidades que
decido conceder: quiero darle otra y las que haga falta a Cuentos de amor,
locura y muerte (1917) de ese extraño ser perdido en la selva del norte
argentino que fue Horacio Quiroga (siempre llevo conmigo la viscosa impresión
de ese tenebroso almohadón de plumas, que ya hubiera describir el mismísimo
Poe). No dejaría nunca de releer El jorobadito y otros cuentos (1933) del
gran Roberto Arlt. Ni tampoco dejaría nunca de aconsejar leer los cuentos del
cubano Virgilio Piñera y sobre todo su hermosa novela La carne de René
(1952).
Dos mujeres: la
argentina Alejandra Pizarnik (toda su desesperada poesía) y la misteriosa
escritora uruguaya Armonía Sommers (1914-1994): en 1950 se publica su nouvelle La mujer desnuda, relato cuajado de hallazgos en el panorama
latinoamericano, una manera distinta que ratifica años después definitivamente
con El derrumbamiento, conjunto de cinco relatos de gran envergadura
literaria.
Sé que me dejo autores: no cité casi a ningún poeta, aunque
ahora que lo escribo aprovecharé para
recomendar a Roberto Juarroz y esa profunda y llena de religiosidad que
es su enigmática poesía (Poesía vertical, 1970) y ese libro mayúsculo del surrealismo
latinoamericano que se titula Los amantes antípodas (1961) de Enrique Molina.
Y para terminar: sé que no tiene sentido decir que le vamos a
dar una segunda oportunidad a un escritor de la talla de Adolfo Bioy Casares.
Puede, pero permítame el lector que insista en volver las veces que haga falta
a dos novelas suyas: El sueño de los
héroes (1954) y La aventura de un fotógrafo en La plata (1985). Cada tanto las releo. Todavía
les sigo sacando punta y no alcanzo a vislumbrar todos significados que
esconden y se me multiplican. La segunda es una joyita de las atmósferas
inciertas, de la creación de los peligros, físicos y morales, en ciernes.
Y ahora sí me despido
hasta la semana que viene, pero déjeme el amable lector que le dicte mi última
oportunidad por hoy: El niño que enloqueció de amor (1915), del chileno
Eduardo Barrios, una novelita, que como dijo alguna vez César Aira, convierte
en auténtica literatura un tema cursi y patológico.
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